01 agosto 2011

toma de medidas

José Luis Palacios



Al sacarlas  de sus bolsas plásticas, las batas tienen el tacto áspero y el olor a desinfectante propios de los objetos desechables de cualquier hospital.   Deben meterse con la abertura hacia atrás, como nos lo repiten las asistentes, para después amarrarse en la espalda con dos pares de tiritas blancas, uno a nivel del cuello y otro en la cintura.  A medida que nos vamos encontrando en la sala de espera, después de cambiarnos, comparamos las habilidades variables de la gente para llevar el atuendo con algún atisbo de dignidad: algunos se rinden ante la imposibilidad de hacer nudos en la espalda y se conforman con caminar con una mano atrás, crispada sobre las esquinas huidizas de la tela, hasta que alguna asistente se apiada y lleva a cabo  velozmente la tarea de atar con propiedad los cabos sueltos.  Los más hábiles del grupo exhiben sendos lazos, bien apretados,  que casi impiden ver resquicios de piel usualmente tapada por la ropa interior.   Con todo, abundan las visiones fugaces de piernas y nalgas excesivamente gruesas, flebíticas, con deformidades como las de ciertos tubérculos tropicales que únicamente pueden medrar bajo tierra, lejos de la radiación solar.  Algunos pechos y algunas barrigas marcan su opulencia contra el basto tejido del mínimo atuendo, pero en general la amplitud de la talla única hace desaparecer las formas humanas excepto por las cabezas, por lo regular bien peinadas y maquilladas.  Los muchachos chiquitos son los que salen peor parados,  arrastran tras de sí buena parte de sus batas y se tropiezan cada pocos pasos.  Las cholas azules con el logotipo de la compañía, también talla única, no ayudan mucho en el desplazamiento de los pies más diminutos, y poco hacen para aliviar en las plantas de los demás el frío de los pisos de granito.  Una vez congregados en la sala de espera, nos formamos en una sola fila para dirigirnos ordenadamente a la sala de escaneo.  Los más veteranos tratamos de enfrentar la situación con calma y resignación, como si fuera otra rutina más de la vida moderna, no muy distinta a la de una campaña global de inoculación contra algún virus zoonótico, o a la obtención de un pasaporte.  Se barrunta, sin embargo, el nerviosismo de los novicios y los más jóvenes.  Las asistentes se manejan con profesionalismo y nos guían en todos los pasos del proceso.  Uno a uno pasamos al interior del pequeño cilindro de acero y plexiglás para ser traspasados por haces de microondas.   Debemos permanecer inmóviles, en posición vertical y con las manos arriba, como si nos estuvieran atracando.  Algunos del grupo son llevados aparte para indagaciones ulteriores, producto posiblemente de alguna imagen difusa en los monitores o de alguna sombra sospechosa.  Según vamos saliendo de la zona de escaneo, nos amarran unas pulseras plásticas irrompibles impresas con un código de barra y algunos caracteres alfanuméricos.  El verdadero diezmo del grupo se da con la inspección de nariz, garganta y oídos. Los llantos infantiles dominan la escena, contrapunteados con los sollozos de frustración de algunas madres al enterarse de un diagnóstico sorpresivo, algún microorganismo inoportuno multiplicándose en las mucosas indefensas y enrojecidas.  Los más afortunados pasamos el examen sin contratiempos y con orgullo presentamos nuestras muñecas bajo una lectora óptica que emite el glorioso pitido final del proceso de admisión.  Atrás dejamos un rastro de depresores linguales  y cubiertas cónicas de otoscopios.



El ingreso a la cabina mejora el humor de los presentes.  A todos nos reconfortan el olor a café y las conversaciones desenfadadas entre los tripulantes y los oficiales de vigilancia.  El aire acondicionado escasamente se siente, posiblemente regulado a unos veintitrés o veinticuatro grados Celsius, lo cual es una bendición a la luz de nuestra escasa indumentaria.  Así también se ahorra combustible.  En la puerta nos reparten cobijas y almohadas, todas con el conocido logotipo color celeste.   Los asientos son fáciles de seleccionar, al coincidir sus ubicaciones con las inscripciones que llevamos en las batas, impresas sobre la pechera en caracteres negros de unas tres pulgadas de altura.  Al lado de ellos se pueden sentir en altorrelieve los puntitos característicos del alfabeto Braille, con la misma información detallada para facilitar la ubicación de los invidentes.  Sin equipajes que llevar a bordo, la compañía ha optado por eliminar los compartimentos encima de las cabezas.  Se agradece el espacio extra, sobre todo para los más altos. A los pocos minutos ya todos estamos sentados y amarrados, muchos con los ojos cerrados, tratando de conciliar el sueño o agarrotados por pánicos indefinidos.  Otros, sobre todo los menores,  juegan con las mesitas plegables y tratan inútilmente de arrancarse las pulseras que, como es bien conocido, sólo pueden cortarse al término del viaje.  La mayoría de nosotros nos entretenemos leyendo el material impreso ubicado en los asientos frente a los nuestros:  folletos explicativos de la aeronave y sus posibles emergencias, revistas más o menos añejas con múltiples ofertas de perfumes y licores, artículos de gastronomías exóticas y sudokus rellenados con tachaduras y cifras anónimas.  Miramos con fascinación a las aeromozas, ataviadas de punta en blanco, y envidiamos sus buenas formas, embutidas en toda la corsetería imaginable y en los elegantes trajes suministrados por la compañía.  Sin duda, mientras nos dan la reglamentaria demostración con salvavidas y máscaras de oxígeno, ya todos estamos pensando en la larga ordalía al llegar a nuestro destino,  en un terminal laberíntico lleno de escaleras mecánicas, oficiales de inmigración, carruseles y cubículos,  donde podremos conseguir nuestras maletas, concienzudamente olisqueadas por la unidad canina,  y nos devolverán las prendas de las que nos despojamos a la salida:  zapatos, correas, ropa interior,  pantalones, faldas, camisas,  vestidos, cachuchas y chaquetas, ahora como sus dueños,  todas rigurosamente certificadas cien por ciento libres de amenazas biológicas, drogas y detonantes.

Los que sabemos de estas cosas nos reímos para nuestros adentros de todas los operativos y todas las precauciones.  Nada más falso que esa sensación de seguridad alimentada por los exámenes, los perros, nuestra desnudez y la caterva de asistentes y vigilantes uniformados con chapas relucientes y cartucheras abultadas.  Si bien a mediano y largo plazo seguiremos investigando con neurotoxinas de naturaleza inorgánica,  así como con explosivos organometálicos de estructura estable y composición molecular invisible a los detectores,  a corto plazo nuestros laboratorios de Biología de Organismos, impolutos y convenientemente certificados por agencias internacionales, nos han prometido grandes cantidades de concentrados virales. Masas críticas suficientes como para desatar epidemias devastadoras de fiebres hemorrágicas en las mayores concentraciones urbanas de las repúblicas y reinos infieles.  El éxito de nuestras operaciones vendrá garantizado por la alta tasa de contagio de las enfermedades preseleccionadas,  a través de saliva, sudoración, semen o secreciones vaginales. Todo lo que necesitaremos será una pequeña legión conformada por jóvenes virtuosos de ambos sexos, de miradas inocentes y cuerpos inconspicuos,  con pieles lozanas, sin erupciones ni marcas sospechosas y,  sobre todo, con la convicción irreversible de ir gustosamente al martirio. Pequeños pelotones de  tres a cinco legionarios albergarán en sus sistemas digestivos las cápsulas indetectables de gelatina soluble que los mantendrán asintomáticos las primeras horas, durante los registros,  las inspecciones y el abordaje.  Pasarán todos los escrutinios  con tranquilidad,  envueltos en sus baticas azules y sus cholas desinfectadas.  Después, de la mitad de las travesías en adelante, sus jugos gástricos disolverán la gelatina inexorablemente. Los períodos de incubación, en promedio,  serán extremadamente cortos. De ojos, narices, riñones, pulmones, bocas y anos manarán sangramientos indetenibles, mientras que de las pieles  brotarán miles de pústulas llenas de humores nauseabundos.  Los vómitos y las toses diseminarán virus vivos entre los demás pasajeros y las tripulaciones,  víctimas fáciles del contagio.  Las muertes sucederán con relativa rapidez en medio de delirios febriles, o bien a bordo o bien en tierra,  bajo las miradas estupefactas de médicos y familiares,  abrumados por los sufrimientos agónicos de los enfermos que harán  ver como compasivos  nuestros métodos explosivos y brutales del pasado.

En una campaña global de ataques virales,  planificada desde varios frentes, sembraremos el terror y doblegaremos la determinación de los infieles,  sus esquemas comerciales y sus rutinas diarias.  Múltiples agentes patógenos diezmarán las poblaciones.  Los servicios de salud colapsarán.  Se interrumpirán los suministros energéticos y, sin ellos, escasearán los alimentos y el agua.  Los sistemas defensivos quedarán sin militares que los atiendan.  Nuestros ejércitos, centurias de guerreros protegidos con equipos invulnerables a los virus exterminadores,  ocuparán los territorios enemigos sin gran oposición,  y solamente harán uso de armamento convencional para no envenenar el ambiente con radiaciones de vida media prolongada.   De sus templos no quedará piedra sobre piedra. En los valles de las tinieblas aniquilaremos culturas y costumbres, industrias y universidades, y procrearemos con las escasas mujeres sobrevivientes, para fortalecer nuestra raza y criar nuevas generaciones de creyentes.  Sólo adoraremos al señor nuestro dios,  alabado sea su nombre, y aborreceremos a los becerros de oro y a todos aquellos que quemen incienso frente a falsos ídolos.  Porque uno solo es el señor,  misericordioso y lleno de bondad, a cuya voluntad nos sometemos. Y todos juntos compartiremos su vida eterna y cantaremos sus alabanzas. Y en medio de la paz y de infinitas bendiciones se establecerá el reino de nuestro señor en la tierra, para llenarla de su poder y su gloria, tal como fue anunciado por los profetas y recogido por los escribas,  hasta el final de los tiempos, por los siglos de los siglos, por toda la eternidad.







José Luis Palacios nació en Caracas (1954), y todavía vive y trabaja en esa ciudad. De los cursos que tomó en Berkeley antes de conseguir su Ph.D. en Matemáticas (1982) destaca el dictado por su héroe de aquella época, Julio Cortázar. Sus héroes actuales,  por aguantarle sus manías, son su mujer y sus dos hijas.  Entre cuentos y cuentas ha publicado nueve libros, como autor o como editor. Los más recientes son "Invertebrados y otros relatos" (Monte Avila/Equinoccio 2008) y "Narrativa estadounidense contemporánea" (Bid & co, 2008).  Está incluído en la antología canónica "La vasta brevedad" de López-Ortega/Pacheco/Gomes (Alfaguara, 2010).

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