27 octubre 2010

¿Qué nombre para qué padre?

Del sentido al sin-sentido, ida y vuelta




Jean Marc Tauszik*



Nuestro punto de partida, el punto al que siempre volvemos,
pues siempre estaremos en el punto de partida,
es que todo verdadero significante es, en tanto tal,
un significante que no significa nada.

J. Lacan (Seminario III, Las psicosis)

No me habló Dios entre las nubes
entre las hojas de la higuera
me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo
.
Octavio Paz

Detrás del nombre hay lo que no se nombra.
J. L. Borges


No escribo como lacaniano; escribo como no lacaniano. Escribo como quien aún, atravesado por los más diversos influjos teóricos, padece el peso de la institución psicoanalítica; como aquel en quien la propia y yaciente horizontalidad en el diván se alterna con la sostenida escucha del otro que me transforma en escena para su fantasma. Inevitable, desde allí, renunciar a la senda transitada por Lacan, después de Freud, para alojar al padre en la clínica, en la institución, en la cultura. Sus más osados aportes –la forclusión, el goce, el rasgo unario, el objeto a, lo real, el sinthome- giran en torno a un articulador teórico fundamental: el Nombre del Padre; instancia simbólica avalada y sostenida en la carne del padre real, pero nacida y transmitida en el arrullo y en la mirada de la madre. La familia lacaniana tiene madre y tiene padre.


Ahora bien, ¿es el psicoanálisis, exclusivamente, un “talking cure” basado en la creación y búsqueda de sentido? ¿Qué lugar para el sin-sentido, para el más allá de la significación y la intencionalidad, para el abordaje de lo real como categoría de lo imposible que se excluye de toda posibilidad de sentido? ¿Serán necesarios dos tiempos para inscribir la experiencia analítica, primero, en una dimensión regida por la incorporación de lo real en lo simbólico, en la que el analista en tanto hermeneuta otorga sentido a lo real del trauma, para después, en un segundo momento y a la inversa, desplazarse del sentido al sin-sentido de lo pulsional y sus vicisitudes, en el que sólo es posible “saber hacer con” y en donde el goce, jamás significantizable, aparece como aquello que verdaderamente da cuenta del sujeto? ¿Se trata de hacer surgir en el encuentro analítico al padre freudiano, al padre de la Ley y del complejo de Edipo, para luego atravesarlo e ir más allá de él? El sentido y el saber, testimonios en el sujeto de la comparecencia del Nombre del Padre, son sólo una ficción de la cual dirá Lacan: “Suponer el Nombre del Padre ciertamente es Dios. Es en esto que el psicoanálisis, de tener éxito, prueba que del Nombre del Padre uno puede también prescindir. Uno puede prescindir de él, a condición de servirse de él” (Seminario XXIII, clase del 13.4.76). El significante del Nombre del Padre -es una lectura probable, milleriana- puede entenderse como aquello que enmarca y contiene el conocimiento, aquello en lo que al permanecer bajo su designio no inventa, por esa razón, un nuevo saber. Trascender ese marco, asumiendo el límite de lo no pensable (vaya paradoja), se presenta como un camino posible para un psicoanálisis que apunte más allá del padre. La problemática del goce, el modo en que el sujeto responde por la pulsión de muerte, va más allá de lo que se puede subsumir en el Nombre del Padre y en la significación fálica que lo sostiene. Lo imposible de conocer es el sin-sentido que el Nombre encarna.

Intentaré precisar tres momentos que, según mi entender y de la mano del padre, van, en el devenir del sujeto, del sentido unívoco y unitario a un sentido “único” y particular y, desde allí, al sin-sentido. Bien podría este recorrido dar cuenta, también, del desarrollo mismo del psicoanálisis en relación al abordaje de lo real. Del deseo de la madre al Nombre del Padre; del Nombre del Padre a su relativización y a su consecuente pluralización. Algunas consideraciones sobre la transferencia, la interpretación y el acto analítico acompañan esta reflexión.
La inmersión del infans en lo humano, en el mundo del habla y del lenguaje, se sostiene en la creencia en el sentido de las palabras. Sobre este sentido se recuesta su intimidad y el intercambio con los otros. No hay lazo social sin la garantía que el sentido provee. Del Otro, del gran Otro que como tesoro de los significantes, que como manantial de las palabras que significan al mundo y que requieren de la madre para encarnarse, recibe el niño la certeza de los significados, al tiempo que se produce en él una hiancia insalvable entre el organismo, biológico y viviente, que es y el campo en el que se instituye su subjetividad. De esta operación resulta un ser alienado en el lenguaje, un ser venido al mundo a través de los significantes del deseo del Otro (¿Qué me quiere el Otro?). La madre-Otro dictamina sobre el sentido y da forma a la realidad; el niño permanece fuertemente imbuido en el sentido monolítico de la versión originaria de las palabras. Es en este contexto en el que se origina la idea de Dios y la fuerte creencia en él que, como exigencia lógica y arquetípica, despliega el ser sujeto al habla; la creencia en Dios postula la suposición de una verdad asegurada, de una certeza garantizada en el lenguaje. Esta situación será la que opere como resorte estructural en el fenómeno de la transferencia; Dios –y el analista- fungirán como garantes del sentido último y verdadero de las palabras. El fenómeno de la creencia, experiencia que se ancla en el espacio primordial de la díada madre-hijo, engranará posteriormente con el Sujeto Supuesto Saber, que regido por la metáfora paterna, se hará depositario de aquello no sabido, no advenido del sujeto en la experiencia analítica.
Es necesario que se manifieste el Nombre del Padre, que el niño sea extraído del campo del deseo de la madre. Es pertinente que otra versión, cuyo origen posea alguna autoridad sobre la madre, otorgue al infans la posibilidad de cuestionar la rigidez imaginaria de los enunciados del discurso primero, creando así una nueva significación para el sujeto basada en el equívoco. Esta operación metafórica persigue el reemplazo de toda la cadena en la que se sostiene la identidad del ser del sujeto, como consecuencia de la captura anterior, por un significante más acorde con su verdad, que haga posible, además, la constitución del inconsciente por efecto de la instauración de la barra de la represión. La metáfora paterna rapta al significante de sus relaciones de sentido establecidas previamente, tratándolo como un recipiente vacío e inoculándole una nueva significación. El Nombre del Padre garantiza la inscripción significante del sujeto al propiciar la caída en lo real de una marca purificada de sentido, el “significante puro”, que ingresa en el automatismo de repetición y que es deudor de la represión originaria, al tiempo que el orden simbólico queda inaugurado y asegurado. Presenciamos una operación en la que se apuestan “(…) una serie de elementos estrechamente articulados: significante del Nombre del Padre, que nombra a la ley del deseo en tanto sexual; metáfora paterna, que permite al sujeto “interpretar” este deseo; y significación fálica que somete, en el campo del lenguaje, este deseo a la castración” (Silvestre, 1985: 85).

El Nombre del Padre devendrá el significante privilegiado que dentro del gran Otro asegure su propia consistencia y su propia completud, poniendo coto al ilimitado goce mediante el comedido placer que exige la ley del falicismo; en la medida en que exista ese significante que es significante del Otro, ese Otro del Otro según la fórmula de Lacan, el Nombre del Padre asegura que el Otro es un Otro absoluto al cual no le falta ningún significante. Con el “todo” asegurado en su interior, con su supuesta capacidad para nombrar y crear el “neologismo fuera de la regla, (…) la ley del padre no es la regla automática y ciega, sino que admite excepciones y tiene en cuenta el caso particular” (Mazzuca, 2005: 203). De aquí su estrecho vínculo con la problemática del deseo y el ejercicio de la antinomia: antinomia inherente a ese deseo y a la ley que lo regula, antinomia referida al significado que define al sujeto y el significante que lo nombra, ligazón de lo imaginario y de lo simbólico que introduce, éste último, a la tercera instancia en lo psíquico. Desde esta perspectiva, el sujeto dividido se presenta como un sujeto que quiere hacerse reconocer en el campo del Otro a través de una palabra auténtica que nomine su deseo; el Nombre del Padre consiste, así, en la llamada a botón del sujeto con su deseo respecto del juego de los significantes que lo empujan y que conforman su ley. El Nombre del Padre es el artilugio que pone el límite al deseo del Otro, al mandamiento del sentido, generando en la unicidad de ese sujeto particular la capacidad de sostener su deseo y de llevarlo, en la medida de lo posible, hasta su última consecuencia. ¿En qué consiste dicha unicidad del sujeto? La función del Uno es también tributaria del Nombre del Padre; al cancelar el sentido de los significantes, estos se transforman, en un primer momento, en elementos asemánticos que, posteriormente, adquirirán una significación original, consecuente con el deseo del sujeto, liberado de la sujeción al Otro.
Llegados a este punto se hace pertinente reflexionar el acto analítico a partir de la experiencia del padre. Del Nombre del Padre puede esperarse un sujeto reencontrado en su palabra plena, verdadera, palabra reconocida por el camino del Otro. En el psicoanálisis del “padre” el analizando encuentra “(…) en la cura el tropo bajo el que está la figura de su destino, es decir, aquello del orden de la figura retórica que viene a comandar su devenir” (Hiltenbrand, 1998: 458). En este estadio del psicoanálisis, o del proceso psicoanalítico, por qué no, el analista interpreta al abrigo del padre en la medida en que la interpretación apunta hacia el ideal**, Nombre del Padre del neurótico, “(…) si la neurosis es la creencia en el aplacamiento del deseo sexual y en una conjunción posible de los sexos” (Silvestre, 1985: 88). Nada desdeñables las implicaciones terapéuticas logradas bajo el manto del Nombre del Padre, sobre todo cuando la clínica muestra con aparatosa franqueza los efectos de su forclusión, en la que ningún significante acude en el psicótico para falicizar su deseo, o cuando, a raíz de la deficiente postulación de este significante princeps en el neurótico, nos encontramos con la inhibición, con la fobia o con la imposibilidad de satisfacer el deseo en su vertiente afectiva, social, intelectual o profesional.

La vertiente conceptual del Nombre del Padre propone que todo lo que se relaciona con la posición del sujeto queda enteramente subsumido por la significación fálica, pero la experiencia clínica, llegada a un tope, nos enfrenta con otra situación: del sujeto siempre queda un resto, un residuo que se resiste a la “fagocitación lenguajera” (Rabinovich, 1998: 93) y que denuncia, a partir de allí, una falla estructural en el Otro. Se trata entonces de operar con aquello que no posee advenimiento fálico, que no puede ser investido por el Nombre del Padre y que está más allá del significante; el análisis revela paulatinamente una perforación en el sistema significante-significado, un boquete que se escurre de la operación simbólica y que da cuenta de un real. Nos encontramos en este momento, a mí entender, ante una doble problemática con la que la aventura analítica “más allá del padre” debe enfrentarse: un primer aspecto refiere a aquel “significante puro”, ya mencionado más arriba, que hace coincidir en su interior al Nombre del Padre con la pulsión de muerte, que se encuentra fuera del sentido aunque inscrito dentro del campo significante. A este real se le suma ahora otro aún más radical que localizado dentro del sujeto escapa a la estructura del significante, que se afirma como lo real primordial de la estructura subjetiva y que se emparenta con el goce. A partir de allí asistimos a un rebajamiento del Nombre del Padre en la medida en que este último no alcanza a nombrar el ser de goce del sujeto y hace de su realización un imposible.

Este viraje hacia el sin-sentido, sin-sentido porque el “significante puro” no significa nada, sin-sentido porque este “significante puro” y el objeto de goce, éste último imposibilitado de inscribirse en el orden del lenguaje, jamás cesarán de no escribirse, de repetirse y de repetirse en una serie tan infinita como la vida misma del sujeto lo permita, este viraje hacia el sin-sentido, repito, hará aparecer a lo real en una relación de extimidad con lo simbólico; lo más íntimo y entrañable se encuentra, así mismo, en el exterior de dicho orden.
Este límite impuesto a la reabsorción de la Cosa por el significante hace del Otro un Otro inconsistente; a partir del momento en que el Otro no es ya un Otro completo, un Otro absoluto garantizado por el significante del Nombre del Padre, se abre una brecha que invita a pensar sobre cómo hacer con ese goce no abarcable por dicha función. Al Otro le falta un significante, el gran Otro está ahora barrado. La observación clínica aunada a un discurrir lógico se dirige hacia el siguiente planteamiento: al ser el Otro el conjunto que abarca todos los significantes que nombran al sujeto, se hace necesario, por definición, introducir un significante exterior al conjunto para que nomine a este último. Aparece un incontable, que al igual que el catálogo que abarca todos los catálogos de la paradoja de Russell, no puede dar cuenta de sí en términos significantes. Este irrepresentable, que se inscribe en el interior del Otro como “menos uno”, que permite introducir la noción de no-todo en la clínica, será respondido en términos de pulsión. Esta situación hará decir posteriormente a Lacan que el Otro no existe, no existe Otro del Otro.


Ante esta nueva posición el Nombre del Padre se presenta como un trombo, como una obturación; “El sentido, eso tapona” (Lacan, Seminario XXIV, clase del 17.5.77). Hay que pluralizar al Nombre, hacerlo responder en términos de cómo cualquier significante que advenga en esa función de tapón sea capaz de dar cuenta de ese imposible. La idea central en este momento lógico consiste en ubicar la suplencia que “espese” el goce, que le de cuerpo, al tiempo que la relación entre el significante y el significado se sostenga lo más eficazmente posible en tanto se pueda. Los nombres del padre (ahora en minúsculas, ya pluralizados), en su función de soportes, de semblantes, intentan ahora anudar al par anterior -lo imaginario y lo simbólico- el nuevo componente: lo real; se trata ahora de servirse del Nombre para producir un efecto de verdad, sabiendo que éste se subordina a un real sin ley, sin-sentido. Aquí, el síntoma, como modalidad de goce que anuda los tres registros, se transforma en el sinthome, dejando de ser representante de aquello que en el sujeto no funciona, para establecerse como aquello que funge como lo más real y singular en la vida del sujeto; la reconciliación con la pulsión, con aquello que el síntoma encarna, se propone como una solución que, más allá del significante, implica no más que un “savoir faire” con la marca que insiste allí. Más allá del padre hay un más acá de mi; más acá de mi, mi goce. “Creación poética o creación sintomática, los mecanismos son los mismos” (Rabinovich, 1998: 126). “El padre no es más que un síntoma entre otros” (Lacan, Seminario XXIII), el síntoma no es más que un padre entre otros.

Es aquí en donde el objeto a justifica su aparición con mayor prominencia en el edificio teórico de Lacan. De un lado, el Nombre del Padre; al otro lado del espejo, el objeto a. Al ser concebido como “eso” que cae al constituirse la trama significante, que será inaccesible, imposible de recuperarse y que, además, está protegido por la barrera de la angustia, se me hace que esta pequeña a se convierte en la bisagra que conjuga el deseo con el goce. La imposibilidad de reencontrar al objeto para siempre perdido, de cerrar el agujero que su ausencia señala, avivará permanentemente el deseo en un tiempo que, sincrónica y topológicamente, se sucederá con el automatismo de repetición inconsciente que, repitiendo y reviviendo el instante de la pérdida originaria, presentifica el goce. El gesto radical de a consiste en hacer del vacío un objeto, designando en la trama del significante el lugar donde el significante falta, y no el símbolo de la falta en el significante; falta en ser, en el Otro. Goce de Dios. ¿Psicoanálisis o mística? Ambos.
Sin el Nombre del Padre instaurado, el sujeto -aún no advenido- es definido desde la pregunta ¿qué me quiere el Otro?, mientras que con su institución la cuestión que surge es dada en términos de ¿quién soy yo? Los nombres del padre vienen a responder ¿qué soy yo?; y dicen: soy en el lugar del goce, soy a, soy “el ser que aparece como faltando en el mar de los nombres propios”, allí donde el nombre propio “(…) no me sabe vivo” (Lacan, 1960: 331).

“Más allá del padre”, el analista se ubica como semblante, también él, en el lugar de a, en el lugar del trauma acontecido, jamás en el lugar del Otro; su espacio es el de la docta ignorancia y el uso ético de su goce, sometido, él mismo, a la rajadura del significante, de no-todo y de la castración. Su decir, que en un primer tiempo ha transcurrido entre el desciframiento y la traducción de lo semantizable, deviene ahora algo distinto de la revelación del sentido: el analista se topa con la cadena literal que sostiene un agujero irreductible en el saber. Con Lacan diremos: “(…) la última instancia de la interpretación no reside en que nos entregue las significaciones de la vía por donde anda lo psíquico (…). Este alcance no es más que preludio. El objetivo de la interpretación, no es tanto el sentido, sino la reducción de los significantes a su sin-sentido para así encontrar los determinantes de toda la conducta del sujeto” (Seminario XI: 219). La caída de los significante-amo que dan sentido a la vida del analizando y la destitución del Sujeto Supuesto Saber no son posibles en tanto el analista abone perpetuamente con sentidos el decir de su paciente. La interpretación analítica, en este punto, pretende introducir “algo” que posibilite el desencuentro, el vacío, la disrupción.

¿Y de la transferencia? “La transferencia es lo que no tiene Nombre en el lugar del Otro” (Lacan, 1963: 102). La creencia en el lugar del Otro como garante incastrable se derrumba, la consistencia del saber del analista también. El analizando se da de alta allí mismo en donde se da de baja el analista.

Y al disolver la fe transferencial, el analizando no enloquecerá, precisamente, porque dispone del significante del Nombre del Padre.

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* Sociedad psicoanalítica de Caracas
jmtauszik@hotmail.com



** Una clínica del Nombre del Padre se encuentra en perfecta sintonía con la constitución de los ideales a partir de los procesos de identificación, abriéndose a la construcción que hace el sujeto de su respuesta singular. El ideal del yo, resultante de estos procesos, hace de punto de capitón que asegura para el sujeto su “gana de vivir” al recibir un nombre en el Otro, algo que lo haga digno de ser amado y reconocido.

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