26 octubre 2010

Marfil



Mariantonia Blanco



Hace unas semanas me sucedió algo que convirtió mi premolar superior derecho, en un objeto.
Mientras flirteaba abierta y directamente con un hombre alto de ojos inquisitivos y sorbía los últimos restos de una magnífica cuba libre preparada por un legendario bartender del extinto Altrote; que aún en su gota finis felicitas, conservaba un balance perfecto entre un buen ron y el justo toque de limón y amargo; en medio de un batir de pestañas con mucho rimel, fui presa de mi frenesí y en un típico gesto de inseguridad decidí empinar el vaso y morder un hielo.


¡Crac! En un segundo mi premolar transmutó en motivo de alarma, y luego de vergüenza y reflexión, volviose un objeto indicativo de decadencia. Esa conciencia, en lugar de catapultarme lejos de ese lugar de jolgorio, me hizo pensar en el tiempo como un torbellino, en mi deseo como un urgencia y salí, dos tragos y menos de una hora más tarde, rumbo a la cama del tipo alto, cuyos ojos enrojecidos, ya no eran inquisitivos, sino hambrientos.

Al día siguiente, estuve todo el día en el acto de pasar la lengua por el sitio en cuestión, pensando en el cuento de Pedro Emilio Coll. En mi caso el gesto que al niño del cuento le diese fama de inteligente, a mi no me otorgaba nada interesante, sino más bien vulgar. Sentí la pérdida, como el preludio de lo inevitable, como un signo menos visible, pero más claro que las arrugas del comienzo de una etapa que nada me alegraba.

Cuando tenemos hijos, celebramos de igual modo el nacimiento del primer diente de nuestros retoños, que la pérdida del mismo anunciando otra etapa de su vida. Los dientes se vuelven objetos: indicativos de madurez, de estatus, de fuerza. No en vano unos alargados caninos han otorgado a más de un guión mediocre, un éxito avalado por toneladas de adolescentes deseosos de ser mordidos.

Acudí al dentista dos días después, sólo para que además de ser físicamente torturada me afirmaran algo que presentía, que había perdido aquella muela y que debía ser sustituida por una corona. Ese diagnóstico fue devastador, tanto para mi bolsillo como para mi auto estima.

Toda esa semana me la pasé de farra en farra, dos veces vi salir el sol con el mismo tipo alto cuya expresión era ahora de suficiencia, sin que aquello, más allá de una diversión pasajera me otorgara ningún tipo de consuelo; todo lo contrario, afirmara mi sensación de ir en picada. En ese momento recordé al personaje de Bram Stoker versionado tristemente por Raúl Amundaray y me imaginé saliendo del dentista con un diente postizo, una capa y con ganas de morder a alguien.

Pensaba en los dientes como trofeos, mi padre tenía uno de un tigre mano gorda que mi abuelo Pancho había cazado en una mata del Cunaviche por los años ’50 y en todos los elefantes que murieron para que sus grandes colmillos de marfil adornaran la sala de cazadores occidentales, cuyo modo de vida civilizado los ha desprovisto del rito tribal de la hombría y del desconocimiento de lo que es cazar para comer; y les ha proporcionado las armas y el dinero para acabar con todos los animales de dientes grandes, peligrosos o no.

Un diente no es un objeto y tiene vida, su aparición y crecimiento es indicativo del ciclo vital. Mientras las perladas piezas permanezcan en las fauces de sus dueños, son sinónimo de juventud y de poder,; fuera de ella, sólo son signos de muerte o de su cercanía.

Muchos días después de mi pérdida primeriza, la preocupación no me abandona y he asistido a más cócteles, fiestas y convites que en todo el resto del año. En este ciclo, olvidé muchas cosas, o las quise pasar por alto; busqué el amor en donde sabía que no estaba, y el placer se niega a que su sabor se quede en mi boca.

Y como es más fácil evadir que aceptar, sobretodo aquello que no se puede cambiar; decidí culpar a mis muelas, por mi falta de juicio.

No hay comentarios.: