26 octubre 2010

Elecciones regionales



José Luis Palacios




Los protagonistas de lo que sigue somos un servidor y una mujer provista de unas glándulas exocrinas monumentales, más por reflejar la verdad de la historia que por preferencias personales o licencias poéticas. Advierto de ello al lector, así como del carácter explícito en ciertas descripciones que a nadie deberían escandalizar pues, como se encarga de recordarnos toda la historia de la literatura, de Homero en adelante, los únicos temas sobre los que vale la pena escribir son el sexo y la muerte.



Ese domingo se celebraban las elecciones regionales de alcaldes, gobernadores y de otros cargos que nunca he entendido bien para qué sirven. Digamos que yo, aunque suelo votar en las presidenciales, en este caso no estaba desesperado por ponerme a hacer cola desde temprano, bajo el sol o la lluvia, o ambos, para la rutina de siempre en la escuelita parroquial. Uno siempre le saca el cuerpo a ese rito tedioso de la espera, tratando de adivinar por quién van a votar los compañeros adelante y atrás en la fila, y así poder matar el tiempo con cierta tranquilidad, despotricando sotto voce del gobierno o consultando alguna chuleta con los candidatos de oposición preseleccionados. Me había despertado como a las ocho, ocho y media, con un libro de Arundhati Roy al lado. El ejemplar en rústica de “El dios de las cosas pequeñas” amaneció un poco arrugado. Lo alisé como mejor pude y continué la lectura. Nada tan sabroso como leer en la cama sin otras obligaciones. Si el lector es como yo, un empedernido devorador de prosa, que gusta de la novela no lineal, tipo rompecabezas, y se aproxima muy de vez en cuando a la poesía con alguna reticencia, aunque admita su admiración hacia ese otro género, por favor, no siga leyendo. Vaya corriendo a comprarse este libro. Por el mismo precio habrá obtenido la historia de una familia disfuncional (¿no lo son todas?) en la India de los años sesenta a noventa, y una abundante ración de lirismo para ser saboreada como un plato lleno de especias fuertes: en pequeños bocados, dándole vueltas, repitiendo si es preciso.

Bajo las sábanas me dejé atrapar por la atmósfera de los detalles mínimos: insectos, flores, olores y sabores, el río, los juegos lingüísticos en inglés y en malayalam, el palindrómico idioma hablado en Kerala, la punta meridional de India donde se desarrolla la acción. La inmersión total en aquel trópico entrópico de hindúes, musulmanes y cristianos fue interrumpida por una llamada de Anna Magdalena, mi ex esposa, que ahora está metida a activista virtual, desde la comodidad de su yacuzzi, y se la pasa mandándome cadenas de correos electrónicos, que si vota así, o de la otra manera, que si los candidatos uninominales y por lista, y las sartas de estupideces escritas por los profesionales del ramo que de inmediato borro en lo que veo el encabezado.


––Papi, ¿cómo estás? Necesito que me lleves a votar ––me dijo sin preámbulos.
Cerré el libro y fijé la vista en su portada, un collage de plantas labiadas con flores vistosas y grandes hojas, mientras trataba de procesar las implicaciones de lo que acababa de escuchar.
––Esteee...¿a qué hora te paso buscando? ––acerté a responder.

Debo señalar, primero, que nuestra separación fue relativamente amistosa y Anna está en muy buena forma, así que no me molestaba para nada la idea de pasar un rato en su compañía. Segundo, no me podía rehusar a ir con ella a votar, porque por un lado todavía estábamos registrados en el mismo centro electoral, cerca del que fuera nuestro penthouse en el sureste, aunque ya yo estaba mudado lejos de ese municipio, y por otro lado su pie enyesado, corolario de un serio esguince en el tobillo, era un argumento irrebatible. Caramba, un favor no se le podía negar ni a la ex, aunque yo no tuviera del todo claro por qué debía seleccionarme a mí. Me explico: la lista de posibles acompañantes masculinos, que incluía al autor intelectual del esguince, el entrenador del gimnasio según declaración de la propia Anna M., crecía más allá de lo manejable cuanto más pensaba en el particular.

Verifiqué que me quedaba un único capítulo por leer. Me bañé, me vestí y me hice un café negro. Metí un par de croissants miniaturizados y congelados en el horno. Engullí todo aquello y en un par de minutos estaba en el estacionamiento. La camioneta se veía asquerosa, con todo el barro generado por las lluvias recientes, y decidí darle un manguerazo antes de salir. Manejé a toda velocidad por las calles desiertas y festoneadas de cartelones electorales de todos los colores. Llegué a mi antigua residencia en un tiempo imposible en otras circunstancias. Después de franquear un vigilante dormido, la reja y el portón, me metí en el ascensor privado cuya llave ya yo no tenía y esperé a que Anna Magdalena me subiera. Me abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja y un "¡Síííí, muéreteee!" que me ilusionaron mucho hasta que me di cuenta de que bajo la melena amarilla, cortesía del tinte Igora Vital de Schwarzkopf, tenía puesto el blue tooth y estaba hablando con alguien más. Hizo un gesto rápido con el brazo libre, tipo "Entra, entra de una vez". El otro brazo empuñaba una muleta. De inmediato deduje que ella tenía un día agresivo, no había más que ver la franelita de tirantes tipo fettuccini y sostén incorporado, que de sostén no tenía mucho, todos los salientes del tórax retozaban a sus anchas. En particular, los pezones se marcaban como tornillos por debajo de la tela. Se despidió de su interlocutor con un beso chasqueado en el aire y se quitó el hardware de la oreja.


––Entonces, ¿cómo estás tú? ––me dijo con bastante entusiasmo. Le respondí que estaba un poco trasnochado por culpa de una familia angloindia. El libro me tenía atrapado, y estaba a punto de terminarlo. Le conté muy por encima cómo unos morochos crecen sin padre bajo las miradas melancólicas de su solitaria madre y de su tío, cuya esposa inglesa se lleva a su hija a la metrópolis, lejos de la peligrosa colonia. Una abuela ciega toca música de Händel en su violín, y una estricta tía abuela ejerce el papel de villana. Hay un par de personajes trágicos: la prima inglesa que se ahoga en el río y el intocable, de casta inferior, que se enreda con la madre de los morochos. Todo un culebrón.


––Eso suena como una película de Peter Greenaway ––me comentó mi ex mientras se acercaba al bar.


––La verdad es que hay algunas descripciones bien fuertes y cinematográficas, como la diarrea que se desliza por las piernas infantiles cual mostaza ––le repliqué.


––Hmm. La banda sonora serían las piezas de Händel que toca la ciega, ¿no? ––dijo y siguió, zanjando el tema del libro ––: Yo creo que lo mejor para ese trasnocho es un vinito.

Deambulaba con ayuda de la metálica e impar muleta, un poco escorada hacia la derecha, con el pie de ese lado enfundado en un croc verde y el izquierdo desaparecido bajo un yeso que por arriba llegaba casi a la rodilla y por debajo tenía una especie de tacón de goma. Se acercó renqueando, una mano en la ayuda prostética y la otra ocupada con una botella que resultó ser de amontillado.




––Venía en una cesta que le regalaron a mi papá ––dijo a modo de explicación.


Sobre la mesita de café de la sala ya estaban listas dos copas, y la botella había sido descorchada previamente. Una conspiración alcohólica en marcha. Se inclinó hacia delante para servirme el líquido ambarino, seguramente con la intención de dejarme ver un gran porcentaje de aquellas ubres que tanto me gustaban. Menos el yeso, cada detalle en su figura delataba cuidados minuciosos. Se podía intuir, como mínimo, media hora pasada frente al espejo con cepillo y secador hasta conseguir el perfecto maelstrom de crespos descendiendo alrededor de su rostro. Seguramente seguía usando el mismo acondicionador, con amino-siliconas, que alisa y minimiza el frizz. El minúsculo short de cuadros, el ombligo al aire, aquellas caderas opulentas que iban a aguantar el peso de todos los hijos que me iba a dar, y que terminaron quedándose en veremos, todo calzaba en su sitio. Tuve una erección fenomenal y me pregunté a mí mismo por qué carajo habíamos terminado. Con la segunda copa se me despertaron todos los receptores del sabor. Le pregunté qué olía tan bien en la cocina y me dijo que era un consomé de carne, parte de la receta de roast beef de Scannone. Nos fuimos a la cocina acompañados del amontillado. No se me escapó la simbología fálica del pedazo de lomito, más o menos un kilo de músculo bovino en maceración sobre la bandeja blanca. También pude apreciar una lechosa cortada por la mitad, quizás parte del desayuno, mostrando el pentáculo demoníaco de semillas negras enmarcadas por el círculo de pulpa amarillenta. No necesité de más augurios. Mientras ella apagaba el fuego que calentaba el consomé, aproveché su gesto para agarrarla por detrás, palpando sus pechos generosos. La muleta cayó al piso. Le sugerí que nos desnudáramos para cocinar, al fin y al cabo aquello era un tema de carne y total, para cuatro días que va a vivir uno... Ella se volteó y recibió mi lengua en la suya. Deslicé una mano bajo su shorcito, esperando encontrarme con las familiares frondas donde se podía perder un teléfono. En condiciones normales su hirsutismo comenzaba arriba del ombligo, como una pelusa fina, una línea vertical oscura rematada en una renegrida punta de flecha en el bajo vientre, señalando la dirección inequívoca en una vía que había transitado muchas veces. Me sorprendí al palpar la piel lisa.


––¡Te depilaste con cera! ––le susurré con fingido escándalo ––. ¿Porque sabías que yo venía?


––No seas tan engreído ––me dijo con una picardía en los ojos que desmentía sus palabras.


De un par de manotazos le arranqué la franela. El short me tomó más trabajo por culpa del pie enyesado. Sin las licras mínimas, sentada sobre el granito gris del mesón, y entreabierta, se veía francamente comestible. Despedía un aroma familiar, como de pomarrosas fermentándose al pie del árbol de donde cayeron. "Veamos", dije para mis adentros, "¿por cuál orificio comenzaremos hoy?". Y es que ella tenía sus preferencias, bien establecidas desde su época de bachillerato en el colegio de monjas, cuando su contemporáneo novio había respetado su virginidad, al menos técnicamente, sin despreciar otras oquedades alternativas para el disfrute mutuo. La verdad es que parecía arrancada de una página Web para adultos, del tipo que yo había frecuentado tras el divorcio. Se conservaba sin arrugas, con una ampulosidad de formas rozando el umbral del sobrepeso sin atravesarlo de un todo. Con la moda de los pantalones a la cadera, le sobresalían de las costuras unas rebabitas redondeadas y bronceadas que me encantaba pellizcar, al igual que sus cachetes rubicundos y su atisbo mínimo de papada. El primer ayuntamiento resultó un poco tentativo, por los cuidados que debían dispensarse al pie izquierdo. Producto del forcejeo, un par de ollas vacías cayeron al piso junto con la muleta y el croc verde, sin mayores consecuencias. Me monté su yeso en el hombro y la agarré por el tobillo sano, donde tenía puesta una pulsera de macramé con aguamarinas que tiempo atrás yo le había comprado en la playa a un artesano con pinta de rasta y unos piercings yanomamis alrededor de la boca. Me invadió una oleada de nostalgia mezclada con deseo. Le regué un poco del adobo sobre las tetas, para lamérselas con más pasión, y le pregunté por los ingredientes. Me los recitó entre gemidos:




––Lomito... Cebolla... Ajo... ¡Aceite!... ¡Pimienta!... ¡Sal!... ¡¡Salsa inglesa!! ... ¡¡Mantequilla, clavos, guayabita!!... ¡¡¡Consomééé!!!...


Le comenté que su yeso me pesaba como una tonelada en mi hombro, y se me ocurrió preguntarle si en la clínica no tenían férulas modernas, de plástico con acolchado por dentro y cierres mágicos. Su respuesta me reveló que ya estaba en la fase grosera de su excitación:




––¡Coño…, no tenían de esas vainas! ¡Dame!... ¡Dame!... ¡¡Dame más, carajo!|


En la pared de la cocina había un televisor de plasma, prendido sin volumen. El canal sintonizado no pertenecía al estado, aunque la imagen mostrara al presidente de la república en el momento de ejercer su derecho al voto. El tema de las elecciones dominaba la programación de los canales nacionales. En todos ellos, reporteros visiblemente sobreexcitados se exprimían los cerebros frente a las cámaras, para tratar de dar alguna noticia de espaldas a las puertas de los centros de votación, con la gente agolpándose en colas cada vez más largas. De vez en cuando la acción se trasladaba a los estudios donde, en piadoso silencio, los redundantes conductores de programas noticiosos movían sus labios con rapidez mientras sus figuras permanecían hieráticamente almidonadas.

Una vez establecidos posturas y ritmos, todo se desarrolló a pedir de boca. Decir a secas que Anna Magdalena es fogosa ni siquiera empieza a describir sus apetitos y sus hábitos amatorios. Cuando se trata de hacer el amor ella gruñe, lame, muerde, araña, escupe, jadea, se priva, se contorsiona, enarca las cejas asimétricamente como Pavarotti en los pasajes difíciles de las arias, voltea los ojos hacia atrás hasta que se ponen en blanco, se tira pedos del puro goce, y gime cada vez más duro, hasta que se enteran de nuestra coyunda todos los vecinos, las servicios, los vigilantes, y la conserje. De todo eso hizo ella un poco ese domingo, como en los mejores tiempos.

Entre una cosa y otra, mientras estábamos en la cocina, nos dio tiempo de ver sin oír varios programas informativos, con largos cortes comerciales, abundantes tomas de los miembros de la directiva del Consejo Nacional Electoral, rodeados de micrófonos multicolores, y también cortes al exterior de la sede del máximo ente comicial mostrando la misma abigarrada concentración de micrófonos frente a los personeros de los partidos políticos.

Yo sé que es un abuso meter tanto inciso, pero necesito redondear el personaje de mi pareja previa. Anna Magdalena tiene un cuerpo absolutamente curvilíneo, aunque también posee algunas líneas rectas: las clavículas visibles, los dedos largos... Son unas formas a la vez clásicas y modernas, como las de un PT Cruiser. Cinturita, caderotas, buenas nalgas. Una maiceada Eva del Renacimiento, la propia milf, pues. Quizás su rostro redondo no haría zarpar mil naves, pero sus lolas podrían convocar, cualquier día a cualquier hora, la flota completa de globos aerostáticos en el Balloon Fiesta de Albuquerque. Sin duda su mejor activo: el par de glándulas firmes, bulbosas, elipsoidales y naturalmente desmesuradas. Vírgenes de silicones y lactancias, aquellos odres milagrosos rebosaban de las copas de los bikinis por los lados y hasta por debajo, contribuyendo a afianzar la estadística que señala cómo un ochenta por ciento de las mujeres usan una talla de brassiere que no les corresponde. A los quince años se había hecho en la mama izquierda un tatuaje inspirado en Jerónimo El Bosco, específicamente un cochino ataviado con la cofia de una monja, a todas luces un ataque de rebeldía contra su colegio del bachillerato. La primera vez que uno lo veía le podía parecer un poco chocante, pero no le quedaba ni tan mal, y yo le echaba bromas de que con aquellos tamaños, podía tatuarse en el torso buena parte del tríptico del Jardín de las Delicias, y de esa manera proporcionarme un entretenimiento adicional al ensayar posturas frente a frente. Nos habíamos conocido en la playa, nuestras familias eran socias del mismo club de golf. Cuando intercambiamos nombres fue fácil romper el hielo. Me llamo Sebastián, qué le vamos a hacer. El chiste infaltable en las reuniones familiares era que su nombre se debía a que fue concebida mientras sus padres escuchaban el preludio en Do mayor del libro de notas de Anna Magdalena Bach. El chiste subía de tono en las veladas de los veinticuatro o los treinta y uno, aguardiente mediante, cuando le reclamábamos al viejo Antonorsi que aquello había sido un polvo de gallo, porque el tal preludio no duraba ni cuatro minutos. Que cambiara la historia a la novena sinfonía, si quería mantener el tema alemán, o a las cuatro estaciones de Vivaldi, para que el autor fuera un paisano, y otras pesadeces por el estilo. El viejo respondía que sí era verdad lo de la pieza de Bach, pero que en su época los discos eran unas cosas grandes, de vinilo, y el disco en cuestión estaba rayado, y daba vueltas y vueltas repitiendo los mismo acordes, y el viejo, inspirado, cual máquina de movimiento perpetuo, hasta que la Sra. Antonorsi tenía que pedirle a gritos "¡Apaga ese disco, Alfredo!". Entonces todos nos reíamos y buscábamos un relleno para el trago de turno en nuestras manos.

Le di la vuelta y le rocié un poco más de la salsa por la espalda. En la parte baja, inmediatamente por encima de la rabadilla, tenía otro tatuaje sencillo y reciente, una especie de volutas, un arabesco visible una vez que el pantalón a la cadera y la franela corta y apretada establecían un acuerdo para dejar una banda de piel al descubierto. Cuando andaba vestida, si se ponía en cuclillas, el pantalón bajaba lo suficiente como para dejar vislumbrar por debajo del tatuaje la hendija entre los dos glúteos máximos, el escote del siglo veintiuno.
Algo debió de picarla atrozmente porque empezó a dar gritos y me obligó a lamerla hasta el cansancio antes de seguir con las penetraciones. Recordé la maniobra de Marlon Brando en Último Tango en París. En lugar de mantequilla, utilicé un chorro de aceite de oliva extra virgen, de una botella con una moza sevillana impresa en la etiqueta, que saqué del entrepaño de los aceites. No sé por qué, pero nunca retratan a hombres en estas etiquetas. Podrían poner a un gañán musculoso cargando un guacal de olivas, o exprimiendo el aceite en una rústica prensa. Pero no, siempre ponen versiones de la misma náyade aceitosa, seductora y envuelta en pañoletas. Los referentes masculinos en los aceites son vagos: unas veces un animal como el gallo, otras un par de olivas, como pequeños testigos de la masculinidad que se difumina si el número de frutos es tres, o uno, como en algunas marcas. Un caso aparte es el aceite de maíz, con cierta semiótica explícita: el tolete amarillo de una mazorca erguida, emergiendo entre un prepucio de hojas verdes. Vaya a su cocina y véalo, si no me cree.

Con una mano la tenía sujeta por el cuello, y con la mano libre le llegaba al lomito en maceración. Le arranqué unos trozos al corte de carne y se los puse en la boca. Ella mordió y tragó de muy buena gana. Lo probé y, la verdad, aquello estaba quedando muy sabroso. Le di unas cuantas nalgadas, como a ella le gusta. A veces, en el pasado, nos habíamos enfrascado en jueguitos sadomasoquistas. De hecho, poco antes de la separación, habíamos coqueteado con la idea de comprarnos por Internet unos bozales y unas correas para diversas partes del cuerpo, todo en cuero negro y clavos relucientes. Pero nos enfriamos, y poco después nos fuimos cada uno por su lado. Ahora, de nuevo juntos, no había por qué formular hipótesis, preguntas o reproches. Todo lo que yo pensaba hacer en la circunstancia dada era bombearla, horadarla, perforarla, como un taladro en busca de hidrocarburos dentro de la madre tierra. Necesitaba explotar en un paroxismo viscoso de émbolos y pistones, pero no podía por culpa de los inhibidores de recaptación de la serotonina, recetados para mi depresión, que me hacían aguantar como a un balancín enloquecido o a una estrella porno. Ya me había advertido el Dr. Mirabal sobre este efecto secundario de los antidepresivos en la eyaculación. Supongo que uno no lo puede tener todo al mismo tiempo, ¿no?

En una pausa nos dio tiempo para cocinar la carne y montar el arroz, que por no cuidarlo terminó un poco crudo y pegado del fondo de la olla. Las cebollitas sofritas en mantequilla nos quedaron de lo mejor. No recomiendo cocinar desnudo, sobre todo si hay un caldero con aceite hirviendo en el fogón: al voltear el lomito dentro del caldero se generaron unos chisporroteos y unas salpicaduras calientes que impactaron en la superficie de la cocina y en nuestros cuerpos indefensos. Optamos por ponernos unos delantales. Alternamos las escaramuzas entre las carnes propias y la carne de res. Tumbados por el piso de la sala, entre cojines y alfombras lanudas, almorzamos sin muchas ganas, porque habíamos picado de todo lo encontrado en la cocina: tostoncitos, merey, pandoro, turrón, carne cruda... Entre una cosa y otra nos bajamos lo que quedaba del amontillado y una botella de Carmenère chileno muy armonioso, elaborado a partir de uvas orgánicas, redondo en boca, con buena acidez, abundantes taninos dulces y retrogusto prolongado. Ninguno de los dos dijo una palabra sobre bajar a la escuela parroquial para empezar a hacer la cola. El yeso y la muleta probablemente nos servirían de salvoconducto para entrar sin esperar mucho. Con todo y eso, la idea de pasar un rato bajo la tutela de unos soldados aburridos nos resultaba progresivamente menos atractiva. ¿Por qué tenían que poner en manos de aquellos muchachitos con uniforme (porque debían ser casi unos niños aquella cuerda de flacos e imberbes, sólo de vez en cuando veía uno pasar a algún superior más viejo, barrigón, con cachucha y nueve milímetros) unas ametralladoras negras tan amenazantes? Dios, se trataba de una elección, no de un ejercicio militar. Nos quedamos viendo la tele y las noticias que llegaban por Facebook y los tweets. Las irregularidades de turno aquí y allá, centros sin votantes que no cerraban sus puertas, reportes no confirmados de robos de urnas, grupos de motorizados que hostigaban a los votantes, y el rumor de que iban a conceder una prórroga indefinida. Los partidos políticos protestaban frente al Consejo Nacional Electoral. Anna Magdalena seguía las noticias con bastante fervor. Desnuda como estaba se agarraba los oscuros labios menores, sobresalientes como las solapas de una chaqueta, y se los halaba en un tic nervioso que a lo largo de nuestro matrimonio yo había aprendido a respetar, y que no tenía un ulterior significado de insatisfacción sexual sino en todo caso de ansiedad no específica, en ese momento por el tema electoral, o al menos eso era lo yo que quería creer. Un poco aburrido, cambié de canal y sintonicé el fútbol español. No pude ver ni diez segundos del juego porque mi ex me arrancó el remoto de la mano y regresó al canal con las elecciones.

Empecé a recordar por qué nos habíamos separado. A ella no le gustaban los deportes, a mí no me gustaba ir de compras a los centros comerciales. Si ella decía "Cuando puedas, búscame en el maletero..." yo debía entender: "Te vas ahora mismo al maletero..." Ella era neurótica obsesiva y yo maníaco depresivo. Ella leía narrativa corta y yo novelas. Ella amaba la playa y yo la ciudad. Y cosas así, diferencias irreconciliables. Dieron las cuatro de la tarde, con toda seguridad nuestro pequeño centro electoral ya estaba cerrado. Me quedé dormido en el piso y me desperté cuando empezaba a oscurecer. Tenía frío y el pene irritado, y además quería terminar la lectura del libro de Arundhati Roy, así que empecé con las excusas.


––Mañana tengo que dar clase temprano.


––¡Nadie tiene colegio mañana! ––protestó ella.


––Nadie tiene colegio, cierto, pero en la universidad sí vamos a dar clases ––le contesté.


La información que seguía llegando por las páginas Web y la televisión no aportaba nada nuevo: muchos centros seguían abiertos y los escrutinios procederían lentamente. Habría que esperar a la mañana siguiente para conocer los resultados oficiales. Recolecté mi ropa, descartada entre la sala y la cocina, y me vestí. Todo olía a carne de res y a detritus humano. Anna Magdalena se puso una bata, una especie de caftán o sobrepelliz con bordados que nunca se lo había visto puesto antes, y me acompañó hasta la puerta. Me preguntó cuándo nos volveríamos a ver. La miré con incredulidad y le recordé que las elecciones legislativas estaban programadas para dentro de dos años. Se rió, me dio un beso, y me dijo que seguramente antes habría alguna elección de junta de condominio en mi edificio.

Salí a la calle y constaté con alivio que la camioneta seguía estacionada en la acera donde la había dejado horas atrás. Uno de esos pequeños milagros urbanos, por los que nos sentimos agradecidos, que en parte compensan tanto mal rato pasado en la calle. El retorno fue más lento que la ida, demorado por caravanas de carros cuyos ocupantes agitaban banderas y corneteaban sin tregua. Me encasqueté los audífonos del iPod para tratar de aislarme del ruido afuera y así llegué hasta la casa. Tras una ducha rápida me metí en la cama. Debería haber cambiado las sábanas pero la flojera me mataba y me limité a estirarlas. El libro seguía allí, con su vistosa portada de plantas tropicales un poco arrugada y con las esquinas de varias páginas dobladas. Sonó el cui-cui de mi BlackBerry y lo saqué de su estuche para leer el mensaje. Era de ella: “xq no nos vemos la semana q viene?”. Apagué el aparato sin contestar la pregunta. Otra vez las diferencias: ella platónica, yo aristotélico. Ella de derechas – un poco la herencia de su papá, un facha de corte clásico – y yo, que hasta hace poco me creía izquierdoso, pongamos que soy de centroizquierda. Pensé en el doctor Mirabal y en lo que yo le diría en nuestra próxima reunión: “¿Qué es lo que quieren las mujeres?” Busqué el último capítulo de la novela. No sabía que era tan breve, nueve páginas devoradas en pocos minutos, después de haber pasado bastantes sesiones de lectura, días atrás, de lentos avances. Este capítulo era diferente, más sintético y más poético, hasta los Rolling Stones hacían una fugaz aparición, con siete versos tomados de “Ruby Tuesday”. Si el libro era un rompecabezas, el último capítulo era su pieza final, o mejor, la piedra angular que sostenía el arco del relato. La clave amorosa en flashback, develada en esas breves páginas, ataba todos los cabos magistralmente. Era un amor imposible, porque él pertenecía a una casta inferior, de intocables, y ella lo sabía, no tenía dudas de cómo reaccionarían los demás si llegaban a enterarse. Sin embargo, día tras día, los dos amantes se buscaban afanosamente. Junto al río, escenario de la tragedia previa de la prima inglesa, se entregaban el uno al otro a sabiendas de que aquella relación no tenía futuro. Ellos intuían que sus vidas podían cambiar radicalmente en veinticuatro horas, mientras que nosotros, los lectores, ya habíamos saboreado en los capítulos anteriores la amargura del último acto del drama, y ahora asistíamos impotentes al ominoso preludio del desenlace. A pesar de todo, en su dichosa ignorancia del destino, los amantes se despedían al final de cada jornada, en inglés o en malayalam, extrayendo unas pequeñas y mutuas promesas: Naaley. Tomorrow. Que traducido es más prosaico, aunque contiene lo esencial del diálogo esperanzado entre dos amantes: ¿Mañana? Mañana.

Me tomé mi tableta diaria de hemitartrato de zolpidem. Dejé caer al piso el libro y el remoto de la tele. Apagué la luz y, como tantas otras noches a solas, me formulé a mí mismo varios propósitos que empezaría a cumplir temprano al despertarme. Hasta ahora, y de aquel domingo hace ya bastante tiempo, solamente he satisfecho la tarea de escribir sobre el día de las elecciones regionales.

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