09 abril 2009

El coleccionista


Álvaro Bustillos




Marcelo desde niño fue apasionado por esos finos hilos conductivos que forman al final nuestra historia personal. Esas pequeñas cosas asombrosamente imprescindibles y de las cuales despegarse nos llena de ansiedad. Aquella traslúcida colección de canicas que ganó en fiera disputa a los diez años, en el tan frecuentado y aguerrido patio de recreo, era conservada en un pequeño saco de terciopelo, el que conoció, por supuesto, muchos años después en otro tipo de batallas. La tenía muy bien guardada; al fondo de la segunda gaveta de la mesa de noche, justo sobre la cajita de madera llena de barajitas repetidas del álbum de Bolívar. Éste tuvo una suerte diferente, pasando a la historia de la que solamente se da fe en la memoria de aquel día en que la santa de su madre lo evacuó, por aparente error, junto a una cantidad enorme de papel inútil por el bajante del edificio, una valiosísima perdida tomando en cuenta lo distorsionada que está la imagen del Libertador últimamente.

En algún momento de su vida, a medida que afinaba su gusto por guardar cosas, Marcelo se percató de un proceso cotidiano en el que la mayoría de las personas que conocía o espectaba ­–cosa que disfrutaba sobre manera, ese ver vivir mientras la propia vida te pasa por encima– incurrían inconcientemente, en una afición casi filatélica aunque temporal de guardar pequeños trozos de sí en pedazos muy bien facturados y matemáticamente cortados de papel. Pero no fue sino mucho tiempo después de intuir esto, que comenzó a darle vueltas en la cabeza la idea de convertirlo en otra de sus colecciones.

Sucesos similares al ocurrido con el álbum de Bolívar se repitieron, unas veces por errores reales y otras por la necesidad de una madre de hacer espacio para cinco personas en un lugar reducido. Pero Marcelo, ya en edad suficiente, rentó su apartamento, del cual se hizo por méritos propios, y que no pensaba compartir con nadie, absolutamente nadie, ni siquiera con sus esporádicas parejas, a las que prefería disfrutar o complacer, bien fuera el caso, en paraderos neutrales; a veces bajo fuertes críticas y otras con mucha complacencia. En ese espacio, placentero por privado, que era su morada, logro idear, crear y compilar meticulosamente la más preciada, extensa y voluminosa de todas las colecciones que algún humano, al menos conocido por él, pudiese siquiera imaginar.

Su apartamento, discreto y aireado, como era de esperar en esa arquitectura de mediados de siglo XX a la que estamos más que agradecidos por bien distribuida y por sus pisos de granito, contaba con dos espaciosas habitaciones, una funcional cocina, dos baños y una sala-balcón con vista a la ciudad, como rezan los anuncios clasificados. Espacio que podría haber generado gran envidia entre los amigos, de haber sido invitados. Lamentablemente Marcelo era por convicción la única persona que pasaba de la puerta del 6-D a este secreto museo.

Aquel día Marta, la vecina, siempre ocupada de los por menores del edificio –lo cual se agradece por evitar la penosa tarea de acudir personalmente a las reuniones vecinales– estaba a punto de provocar lo que casi era obligatorio. Al tocar como siempre, para entregar alguna circular sobre los más recientes reglamentos de convivencia del edificio, logró con la pericia de quien ha tocado demasiadas puertas en su vida, colarse unos centímetros de más en el 6-D a pesar de un Marcelo no menos entrenado en piruetas de pasillo, y como lo pronosticaban sus instintos de copropietaria profesional, algo fuera de lo común pasaba en ese departamento, que profería cierto aroma a ramas de eucalipto mezclado con Mistolín. Tomar cartas en el asunto no fue sencillo. Dos días de permiso por falsa enfermedad, revisión exhaustiva de los libros de registro, aburrido desmantelamiento del closet y un movimiento cuidadoso del mobiliario para no despertar suspicacias en algún otro vecino. Tras un meticuloso pero necesario esfuerzo, la misión estaba cumplida. La prueba de fuerza estaba por ser enfrentada.

Convocar a Marta al careo con la sala-balcón no era difícil, cualquier excusa domiciliaria bastaba, el reto sería el literal "drible" que tendría que encarar frente a la experimentada vecina, conocida por todos en el edificio como el "Ronaldinho de los pasillos". Pero Marcelo tenía años de experiencia en estos artes y sabía que con darle espacio suficiente en el portal, ella aceptaría el bloqueo franco al que tienen derecho los inquilinos por el respeto de su espacio. Sin muchas diferencias de lo planeado, más que un par de corteses amagues de parte y parte, el esfuerzo dio frutos. La curiosa Marta logró ver una sala medianamente normal, con una cama bien disimulada de sofá, un despertador sobre la mesa del improvisado comedor y una gran colección de libros de contaduría adjudicados inteligentemente al trabajo de oficina atrasado, cosas que no fueron extremadamente sospechosas. Ahora era un hecho, aunque aplicado por necesidad, tenía que darse de un momento a otro; el único espacio que permanecía habitable era la cocina, la sala-balcón y parte del baño de visitas. El resto del 6-D estaba invadido por su proyecto de vida. El esfuerzo ni siquiera le molestó. Finalmente Marcelo se sentía realmente orgulloso de su filatelia antropológica.

La colección de Marcelo era exhaustiva tanto cuantitativa como cualitativamente. No sólo ocupaba más de dos tercios del apartamento, sino que una sola pieza podía estar categorizada en los libros de registro en numerosos renglones, por ejemplo, "Susana 286" se encontraba en siete libros diferentes y en por lo menos quince listados entre los que figuraban humano, femenino, sólidos, novia, plegados, ámbares, escasos, maíz y 28. Que a su vez se clasificaban en físicos, fotográficos, video y/o muestra de microscopio, lo que para orgullo de Marcelo ocupaba todo el gabinete del baño principal desde hace un par de años en que invirtió en un instrumento de mediana tecnología en la Tecniciencia.

Era domingo, Marcelo estaba disfrutando de su día libre reclasificando la habitación pequeña bajo un nuevo renglón en el que no había pensado antes: estampados. Para lo que compró un par de robustos libros. Al sonar el timbre, la certeza de que era Marta, aprovechando el día de Dios, día en que conseguía mayor respuesta, recogía firmas por alguna de sus quijotescas misiones en las áreas comunes del edificio, fue inmediata. Como desde el histórico careo tan bien planificado no había tenido problema en defender su territorio y aun mejor se sentía confiado de sus habilidades, abrió la puerta con tranquilidad.

Dio pena y a la vez ternura su reacción. No llegó a oír los porque de Don Julián, conserje del edificio, sobre una oscura filtración en el techo del 5-D, que según la señora Marta, provenía de su baño principal, sólo vio el cigarrillo arrugado y zigzagueante que el gallego trataba animosamente de encender mientras hablaba, y en un pánico inconciente corrió por instinto hacia dentro para salvar sus libros. La única prueba concreta de su ardua labor. Lo demás fue una bola de fuego fétido y azulado que implosionó desde lo más profundo del apartamento y salió por el pasillo como el más ardiente de los peos de un dragón medieval, exagerado con efectos especiales del mejor presupuestado de un film hollywoodense, dejando como único recuerdo de esa historia ilustrada, de la que Marcelo en algún momento estuvo tan orgulloso, la lamentable fotografía que apareció aquel lunes en la página de sucesos: Marcelo arrinconado en el piso de pasillo del edificio a un lado de Don Julián con la caja de herramientas en la cabeza. Ambos hasta el cuello de trozos de papel toillet llenos de mierda y parcialmente calcinados. Marta todavía se regodea en los pasillos, sus pasillos, comentando el intrincado trabajo de los bomberos para remover los viscosos escombros y retirar los dos cuerpos.

Álvaro Bustillos, 2006©

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