“Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin
crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe
tal vez una forma literaria de este coitus reservatus:
es el galanteo”.
Magally Ramírez
Una línea Maginot separa las esculturas de Carlos Enríquez González de aquellos visitantes que estupefactos y dando la vuelta por otro camino entablarán un diálogo, ininterrumpido, con esas vaginas, subastadas y expuestas; la mirada de los lectores será en la periferia frondosa del recuerdo de un monte escarpado, en la penumbra de una noche, o en el espejo de un hotel de mala muerte en una zona de placer.
Ocho vaginas, una visión artística y poética del erotismo y el humor, la propuesta es permitir que los espectadores contemplemos, con más detenimiento, ese lugar del cuerpo femenino, inhabilitado, reducido sólo a su condición de cámara reproductora, olvidadas sus formas y relegada a simple objeto de uso ¿ocasionalmente necesario? Carlos Enríquez exhibe con frescura sus efigies esculpidas en fibra, y en carne viva congelada, la fotografía las eterniza, las hace perennes, nostálgicas, carne divina. El autor nos propone un espejo para vernos y nosotros deberíamos abrir una interrogante sobre la cultura priápica.
Un laberinto, o un cerebro con piernas, es la base o sostén del territorio esculpido ¿qué se oculta tras esa imagen turbadora? ¿La idea de que las vaginas también piensan? ¿Tienen vida propia? ¿Deciden por sí mismas? ¿Son una imagen del poder? ¿Tienen ojos en el lado derecho? Parecieran mostrarnos un guiño y con esa expresión demorar la infidelidad que se aproxima. Muchas preguntas pero ¿cuál es la respuesta? La obra artística exige siempre una re-lectura, más allá de lo que su signo expresa, una constante interpretación. Quizás lo que pretende el autor, finalmente, es desencadenar otra actitud ante la contemplación del objeto artístico.
Figuras llenas de vida, el traspaso se da de la antigua carne y su deseo en crisis a la ambrosía que se achica para dar cuenta de su placer, y regresamos a la transfiguración dionisíaca del animal sacrificado, a la sangre pesada y pletórica en las venas, que sugiere violáceos estados fulgurantes del rojo. Salimos a la vida en pos de este cuerpo expuesto, quieto, que ahora hecho escultura, es tan sólo un reflejo, labios y guiños de ojos en la penumbra, en el silencio, la imagen de ese ojo nos remite al fuego, a su parpadeo, a la líquida vocal de sus gemidos.
El poeta Eugenio Montejo, en sus “Papiros Amorosos”, pide un piano para el lecho, un piano desnudo bajo tibia frazada, piano de naufragios flotando hacia la costa, y extiende su música hacia los labios, los murmullos y la larga noche, que constituyen la breve señal del paraíso perdido, paisaje de un cuerpo en su propio relato, inspiración surrealista de lo que André Bretón llamó “L´Amour fou”, de pronto un ojo extraño se abre entre las almohadas, cruzan labios volando por la nieve (labios con dientes) que llevarán al poeta la luz de su escultura, no la luz con que trabaja sino una luz táctil.
La metamorfosis se despliega: y ante estas esculturas se pasa, de la simple rememoración de la vagina, a una inspección más compleja de las figuras, o más estrecha del cuerpo humano, se abre frente a esas imágenes un caos de significados que se remueven y se re-combinan ante la inconstancia del registro visual de quien observa. Regresemos a la mirada fortuita de las vaginas de carne ¿cómo son? Son rojizas con motas doradas o escarchadas, según les dé la luz, como carne recién cortada, con la paradojal circunstancia de su rigidez y de su temblor, como si estuvieran vivas, tal vez el público no quiera ver más, lo que anhela es dejar el lugar para otra puesta en escena, desconocemos si el espectador sentirá una excitación casi sacrílega ¿será volver al encuentro fortuito? No, sino morir de éxtasis por lo serviciales, inocentes y al mismo tiempo tentadoras que se ven las esculturas. ¿Y las vaginas fotografiadas? La fotografía tiene la virtud de la persistencia de la imagen, la vuelve real, a un lado quedan las esculturales piezas de carne temblorosa, desvanecidas, estacionadas ahora en la “eternidad” de un congelador. Por un sólo instante, que no es suficiente para los sentidos, ha quedado grabado ese perfil deslumbrante.
Lo obsesivo se refleja cuando contemplamos las esculturas acrecentadas, que sugieren la denuncia de su creador, que ha hiperbolizado la figura vaginal hasta construir una crítica, de como los seres humanos hemos abultado, insistentemente, esa imagen. Las posibilidades de desplazamiento y de interpretación, como en el sueño, son infinitas y por qué no decirlo, a lo mejor el lector, como dice Octavio Armand en “El aliento del dragón”, “resuelve la monotonía de su sexual tensión” utilizando tres libros como contrapeso para tratar de vencer la expansión priápica.
Y el cuerpo está desnudo “lejos de los credos y dogmas avaros donde la luna deshace la culpa”, en el lecho oficial de un “Largo y ardiente verano” o en “La noche que escuece” “Al sur del ecuanil”. Atrás permanecen los palacios y los tugurios para el placer, quedan ahora las vitrinas donde se exhiben las esculturas, la obra de Carlos Enríquez, pero subsisten las aduanas donde sólo fuimos sombras. Quizás las figuras talladas graben las paredes con hexámetros, sombras ilusorias que dibujan sus mapas, y nuestros ojos se abren y se cierran entre el asombro y el deseo.
Fotografía: Mali Larralde
1 comentario:
Amazing Work.
Publicar un comentario