01 febrero 2009

Poemas


Arturo Gutierrez Plaza




LABOR

Uno lo que hace es vivir,
guiñarle, de vez en cuando, el ojo a la vida
para que se sienta a nuestro lado.
Apilar los periódicos, alineados
como ladrillos, hasta levantar un muro alto
donde el tiempo se reconozca.

Uno no sabe hacer otra cosa
sino vivir,
tomar el café, en lo posible
caliente, y pagar
puntualmente lo que se pueda.
Recordar en las mañanas
-porque dicen que también del “recuerdo se vive”-
buscando entre todas las gavetas
sin encontrar lo buscado.

Uno con el peso de los años
intenta llevarse bien con los vecinos
y aprende a guardar la calma
sin maldecir más que lo imprescindible:
el reloj despertador y los espejos.

Uno, en verdad hace lo que puede.




LAS PIEDRAS

De las piedras se habla con envidia,
quizás, porque ellas no hablan.
No fruncen el ceño
y aparentan desatender
lo que a su alrededor acontece.

Obviamente, todo esto es mentira.

No vuelan, pero enseñan a los pájaros a volar.

Se detienen en los abismos, al pie
de los puentes, al margen de los ríos
y desde allí advierten, como anónimos vigías,
los peligros de sostenerse en el aire.

Cultivan además varias lenguas sin poseer ninguna.

Su arte está en hablar por boca de otros.

El aire las recuerda cada vez
que los páramos silban en el viento.
Y los ríos, cuando nos adormecen
con su insaciable ronquido.

Si se agrupan lo hacen
como gesto fraterno, pues odian la soledad.

De ellas se escribe siempre
para hablar de otra cosa.

Su aparente mudez
es tan solo una licencia que Dios les da,
pues así nos interroga.




PARÁBOLA

A la memoria de Roberto Juarroz.


Hay un signo elemental,
un afán de fundación,
una presencia oblicua:
un espejo exacerbado.

Hay, si se quiere,
una parodia en ruinas
que llamamos libertad.
Una episódica premonición
disfrazada
de antojo y azar.
Una fisura distraída
acostumbrada
al temblor de las horas:
al ojo divagatorio
que traza elipses en el aire.

Hay un vaso donde se estremece la noche
y una noche
donde tarde o temprano encallamos
exhaustos,
viles,
ceremoniosos
en busca de ese signo elemental.



MRS GARDNER


Nació tres años después
y murió dos antes que su marido.
Se trata de la señora Gardner,
cuyo nombre de soltera
acostumbraba a ser Bertie Miller.

No conoció el cese de la primera guerra
pero supo que su hijo moriría en la segunda.
Sospecho que fue feliz, en algún instante de su vida,
aunque no hay fotos que lo testimonien.

En esta tarde gris, fría y con neblina
es todo lo que alcanzo a ver
cuando leo su nombre sobre su tumba.

Ambos sabemos que éste será
nuestro único encuentro.
No volveré, no pisaré de nuevo
esta ciudad, ni este cementerio

Tal vez alguna de sus nietas
ha de recoger una flor ya marchita
al pie de su epitafio.
Una rosa que aun está viva
y que dejó aquí, al inicio del otoño
un anónimo visitante.

PLEGARIA

Te escribo una carta
que no tiene destino.
Una carta escrita
sobre el borde blanco de la noche,
al dictado de tu nombre.

Escribo
imitando una voz que no sale de mi voz.

Escribo con tu propia mano.

Toco así tu boca, desprevenida,
boca que habla en el sueño de mi boca.
Labio contra labio
como dos húmedas verdades recién nacidas.

En la desnudez exacta de esta noche, te escribo
como el creyente fiel: una oración,
una plegaria a la luz de esta lámpara.
Único testigo de este espacio confeso,
de esta hoja en blanco en que quizás estés.

POETA DE OJOS ENCANTADOS

A la memoria de Juan Sánchez Peláez

Juan lee,
Juan sabe que va a morir,
Juan escucha el resoplido
quejumbroso de sus pulmones.
Juan medita línea a línea
el sonido de cada vocal,
se imagina un bosquecito claro,
un río nuboso entre colinas,
una carta de amor,
una piragüita.
Juan lee sin distraerse
en lo que vendrá.
No le gusta
la poesía objetiva.
Prefiere arropar
cada palabra
con el tacto de un animal nocturno.
Respira hondo
pero no puede,
no puede ni deja de leer.
Se despide de las visitas
y llama a Malena
con sus ojos grandes,
repletos de adivinanzas,
henchidos de tanto escudriñar
la piel de las horas,
de tanto palpar su enigmática desnudez.


UN SOBRE SIN ABRIR


No debería haber escrito
estas líneas,
no porque digan algo
sino por lo que dejan de decir.
Por usurpar un espacio
que hubiese podido
aprovecharse de la ternura;
por quitarle el lugar
a una frase
sin antecedentes ni mordazas.
No porque sean torpes,
pues de la misma naturaleza
maltrecha
son los monosílabos
encontrados en la boca de los amantes.
No tanto porque se ocupen
de sí mismas
ni tampoco por su presunta indiferencia,
más bien cómplice de la timidez.
Ni siquiera porque saben
desde siempre
que entre ellas todo era prohibido.
No debería haberlas escrito
pues quien las lea nunca sabrá
– no habiendo alcanzado a decir nada –
cómo algo así
vivido entrelíneas
ha de terminar.

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