Leonardo Rodríguez
Paseo por las callejuelas del reducido, casi arbitrario Soho de Londres, hojeo libros en la Waterstone’s de Oxford Street, una de las tantas catedrales librescas de la ciudad, donde cada quien reza a su propio aire, pago tributo a Pan, dios griego del sexo salvaje, y entro en una sex-shop, salgo rumbo a una tienda de discos también monumental, donde me hago de una grabación de Ben Harper con los Blind Boys of Alabama y de una colección de Jordi Savall interpretando música española antigua. Paseo de nuevo entre callejuelas y no decido qué rumbo tomar. Las cientos de apariciones humanas y urbanas, de idiomas y espacios interiores-tiendas, pubs, cafés- son una fiesta a la que acudo callado, casi reverente. No estoy perdido sino ganado a la calle. La inmediatez de esta calle, de este jardín, de ese pub en la esquina no será remplazada por nada en el mundo. El placer del callejeo está en ver lo irremplazable y es previo a toda reflexión. El mundo está-por un largo momento- fuera y yo por un momento formo parte del mundo, formo parte de Londres.
La ciudad en la que estoy envuelto no es sólo gnóstica sino erótica. En la tensión de este contraste, Londres es reina. La camino tanto para conocerla y aprender de ella como para gozarla.
Como otras metrópolis, Londres tiene varios centros. Es Trafalgar Square, la plaza desde donde el Almirante Nelson, rodeado de leones colosales, mira el mundo que es su imperio, una plaza monumental (ay, la sombra de la ciudad) que siempre me ha resultado desagradable sin que hasta ahora sepa exactamente porqué. Tal vez porque la pompa política alcanza allí notable brutalidad. Otro centro vecino es la National Gallery y su arquitectura de déja vu clásico, justo detrás de Trafalgar Square, donde a veces acudo sólo por ver los cuadros que más me seducen y maravillan, un Rembrandt donde Saskia se baña desnuda en un agua oscura, un veneciano del Renacimiento donde riman perlas y pezones, un Holbein donde estoy en el cine. Esos cuadros son también mis centros de Londres.
En Charing Cross Road, calle céntrica del centro, convergen Oxford Street y sus hordas de consumo y trabajo, Leicester Square, sus clubes nocturnos y su deprimente vaciedad, las callejuelas graciosas de Covent Garden. Charing Cross Road es de esas calles que se transforman desde que comienzan hasta que terminan: empieza como patio trasero, todavía sin el Road, de esa zona glacial de negocios que es el Strand y llega a la hirviente caldera humana que es Tottenham Court Road. En esa calle están también las mejores librerías de segunda mano de la ciudad. Hay una en especial donde me gustaría volver cada cierto tiempo en peregrinación. No una catedral, una capillita es suficiente para la fe de algunos lectores.
Si el centro de una ciudad es donde estamos solos con la ciudad (ella en lo suyo y nosotros en lo nuestro, confundidos), Londres tiene muchos centros simbólicos, muchos lugares donde uno puede adivinar su alma. A mí me gustó encontrarle centros a Londres mientras viví allí, como quien busca zonas erógenas y psíquicas en un ser al mismo tiempo extraño y familiar.
El alma de Londres es una casa admirada de South Kensington, un jardín cercano a mi trabajo de Regent Street, el puente de Battersea; una librería de segunda mano en Chelsea, otra en Brixton; una vieja librería de libros nuevos en Piccadilly; era la parte del río más cercano a mi habitación de ese barrio descolorido que es Stockwell, era Gabriela, nada inglesa y poco enamorada de la ciudad, y Hyde Park; era mi trabajo en un restaurante italiano de New Burlington Street, mis compañeros, los idiomas que hablaban, los países de donde venían; era la British Library, donde fui un rey hambriento entre libros y jardines, y una ventana de Russell Square desde donde miré el Lejano Oriente y por un momento pensé que América nunca había existido. Era una mata amarilla-un milagro- en Notting Hill. Los abastos de hindúes en toda la ciudad. Un cementerio en medio de Hampstead, uno de esos cementerios que Elias Canetti, en un acto de fe, amó como ejemplo de la convivencia entre vivos y muertos. Era la casa del poeta John Keats, antiguo vecino de Hampstead, ese barrio del norte donde aprendí a servir cerveza y donde escuché, no al ruiseñor del poeta romántico, sino, batiéndose contra el anuncio metálico del pub donde trabajaba y en cuyo cuarto piso dormía, las primeras ventoleras londinenses -todavía, como a un ser manso, las llamaba brisa. En ese pub, la Wells Tavern-ahora transformado, desaparecido- y en otro de Hammersmith, supe ¡por fin! que el alma del mundo, o al menos de la ciudad, era una mesa. En la pátina de hollín que cubre otros tantos edificios de Londres, en ese aire de “miseria elegida” de tantas casas y calles, según la expresión de Javier Marías, vi la noche oscura de la ciudad.
El alma era, en fin, el idioma inglés, que intentaba apropiarme como un secreto.
Hay veces en que el territorio de una ciudad se hace sensible. En Londres uno tiene que usar el mapa para llegar a casi todas partes. No sé cuántas veces me perdí como un perro sin olfato o sin casa entre sus calles. Está, en todo caso, ese mapa físico que a veces nos acompaña y está el otro, trazado en la imaginación y la costumbre. En ninguna otra ciudad mi pasión y mi alma urbanas se han visto tan correspondidas, tan a su aire, tan plenas. Los defectos de Londres, que los tiene a montones, son tan interesantes como los de la mujer barbuda al que un loco amó con pasión.
Esa convivencia fue al mismo tiempo un placer y un aprendizaje casi siempre exigente y arduo. Si pasas un mes sin trabajar, estarás en la calle, en un desierto lleno de gente. Beware.
Londres está llena de ratones y jardines, se relame en el sexo, el amor y el desamor cosmopolitas, arrastra con desvergüenza la apoteosis gastronómica de los fish-and-chips y la culpable cercanía de París, venera con pasión nocturna las minifaldas y la música.
Londres es una heredera de sus ex -colonias tanto como de su imperio. Es no sólo una capital de bienes sino de males, de lujos tanto como de necesidades, de británicos como de asiáticos, árabes, latinoamericanos y europeos del continente. Capital del placer y también de la angustia, de las oportunidades humanas y del extravío, de la crítica cotidiana y de los goces superfluos y no tan superfluos, del rencor social y de la cortesía. En Londres, la ciudad sin misterios, vi a un hombre hablar con Dios en una capilla vacía. No hay testigos.
Para ir a Canterbury, destino de peregrinos, desde Londres, hay que pasar por Wye, que casi quiere decir Por qué. Estuve a punto una vez de bajarme en esa estación para siempre.
El Londres que tengo ahora frente a mi memoria es un libro abierto en varios idiomas, lleno de inmigrantes, exiliados, desterrados y uno que otro nativo, una página marcada a la que uno vuelve.
Espero el autobús, al final del paseo, en una de las paradas de Regent Street. La luz de las tiendas de ropa ilumina caras cansadas y ensimismadas. El double-decker será un umbral a ras de tierra que me llevará a casa. Ese autobús es otro centro. Allí escucharé con no saciada curiosidad las decenas de idiomas que se hablan en esta ciudad babélica, uno de los lugares más oscuros de la tierra, como dijo Conrad, y uno de los más luminosos también. Escucharé los idiomas y el caos. Si no me sumerjo entre las multitudes que regresan a sus casas, escucharé el silencio de la ciudad y tal vez leeré, con admiración y ánimo de parodia, las páginas iniciales de El enigma de la llegada, donde V.S. Naipaul, con inusual tono amoroso, cuenta cómo descubrió su centro, su hogar, en una ciudad perdida de Inglaterra.
3 comentarios:
Así es Londres.
Me has conmovido horriblemente porque extraño Londres como nada en el mundo pero hay algo que no me deja volver.
Que vaina con Londres....
Mañana vuelo a Londres. Ha sido un gustazo leerte. No es la primera vez que voy, pero después de tu relato, la veré con otros ojos...
Hermoso y nuevo cada vez que lo leo. Gracias.
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