13 junio 2008

Entre Mr Hyde y Herr Frizl

Fernando Yurman

“Dr Jekill y Mr Hyde”, la anticipación literaria que hace R.L Stevenson del “doble” malvado de nuestro ser, permite el suspenso gótico a una transgresión banal. La pretensión de malignidad contrapone la alta virtud victoriana a un simple desliz cívico: un transeúnte apurado hace tambalear y caer una niña en la acera. De ese incidente menor se infiere el irrespeto, la infame tosquedad, la indiferencia y la vileza que dispara la trama. La módica motivación no es irrelevante. Aquella prosa (que según Nabokov tenía gusto a vino) domeñaba la adjetivación y cultivaba la sobriedad. Impresiona en esa obra no tanto el “mal” anunciado para el alma como la excelencia amable de los caballeros, una perfección normativa que duplica la precisión sintáctica en la moral. En 1931, a más de cincuenta años de la estricta novela, R. Mamoulian hizo su primer traslado al cine. La deformación que le impuso no se debió sólo a la vocación traidora del celuloide, también al cambio acaecido en la noción del “mal”. Con la memoria degradada de la primera guerra, con la revelación Freudiana sobre el lodoso piso del espíritu, el film decidió convertir el pecado de Stevenson en una pulsión erótica de cabaret. También en un descontrol agresivo que el ambicioso guión enuncia casi con el mismo tono de Freud en el “Malestar en la cultura”. Por otra parte, los recursos escenográficos de Hollywood aceleraron el empobrecimiento: el amable Dr. Jekill de Mamoulian ilustra su mutación en Mr Hyde con la adopción de rasgos simiescos, peluca y colores africanos, para indicar con racismo la emergencia incivilizada. Como otros alardes expresionistas, la violencia intuye la marea mortífera que fermentaba las bodegas de la cultura europea. Curiosamente, en ese film por primera vez se subjetiva la cámara superponiéndola al Yo del protagonista, de manera que las miradas se solapan entre sí, casi como Yo y SuperYo. Probablemente, nuestra interioridad y nuestra ética deriva más de lo suponemos de aquellos inocentes artificios que nos formaron en la oscuridad. En el crítico e inclemente 1931, año fértil para la promoción pública de lo monstruoso, también Tod Browning había filmado Drácula. Aquí la sexualidad no fue explícita, pero la oralidad sombría y la pálida garganta fraguaron una oscura delicia que aquel imaginativo texto no suponía.

El trato que hizo el cine de la literatura indica, aparte de la función técnica, una modulación valorativa de la sociedad. El arte como antena de la inquieta ética social no ocurrió sólo por un cambio del medio expresivo. La discordia entre Stevenson y Mamoulian o entre Briam Stocker y Tod Browning no es sólo entre la tinta y el celuloide, también sucede entre films. La comparación de las dos versiones de “Cape Fear”, ilustra, casi como un ensayo, la diferencia entre los mojigatos vicios de los años cincuenta y la violencia vengativa de los ochenta. La versión de Scorcese parece haber tomado cada esbozo agresivo de la primera versión, cada pulsión reprimida, para extraer toda su potencia y promover la pujanza del relato. Tal como los estratos del suelo ilustran las variaciones geológicas, las transformaciones del arte lo hacen con la historia de la ética pública. Pero no ocurre solamente a través del arte, el delito se ha independizado de su mimesis y es una expresión en si misma.

Cuando postuló “El asesinato como una de las bellas artes”, Thomas De Quincey no pretendía un examen social del oficio que se venía perfeccionando desde Caín, pero había sugerido que las cosas menores son un espejo secreto de las mayores. Hoy su papel revelador ya no es una ironía, la musa del crimen susurra tanto o más que las otras. El sistemático asesinato de mujeres en un lugar de México señala la permanencia colosal de sacrificios oscuros; el estremecimiento de San Pablo por un comando de pandillas indica, con el afán brasileño de vastedad, su otra magnificencia. En España, la estadística de maridos asesinos nos avisa que la modernidad de mercados y autopistas no ha calado el franquismo en las alcobas. Una transgresión no ilustra literariamente la vida, es un símbolo de si misma, como si para ciertos hechos se hubiera perdido el atuendo que los representaba. Asi como cada sociedad tiene su literatura, también tiene sus crímenes clásicos. En EEUU, cada tanto un joven entra en una escuela o se monta creativamente en una torre de agua para ametrallar a los otros; en Inglaterra, los cadáveres suelen aparecer en el cuidado jardín de una amable pareja; en Japón, el homicidio es concertado cívicamente como suicidio grupal. Estos actos rememoran algo indecible: la promoción del arma y su ideal violento en el gran país del norte, los pequeños y perseverantes odios en la amabilidad inglesa, la épica disuelta de los samuráis en la tecnología nipona. En Austria, más bucólica y musical, lo que irrumpe en el paisaje es la violación, el incesto y el encierro. El mas reciente de sus violentos secuestros –hubo otro, menos espectacular, pero igualmente oscuro- interroga sobre vecinos y autoridades ¿Cómo nadie lo había advertido? ¿Cómo no inquirían? La pregunta que suscita este tipo de crimen es casi la misma que se formulaba desde la post-guerra sobre el negado colaboracionismo de la población ¿y cómo no veían los trenes de deportados? ¿Y las comunidades enteras que desaparecían? y ¿el funcionamiento de los campos? y ¿los despojos de judíos? La pequeña localidad austriaca retorna, con su torvo crimen, el histórico encubrimiento: el rostro perplejo del criminal y su sótano es el de toda una sociedad y su sótano.

La variación del horror criminal, voluble como una moda, resulta tan revelador del desasosiego social como los lapsus de un discurso o los actos fallidos de la voluntad. Más que la justificación estudiosa de valores, la escena delictiva ilustra el encuentro entre las normas y la erupción violenta de una sociedad. En esos dramas abismales fluye el magma ético antes de cristalizar en las instituciones. Esa lava constante ha sido fiel a la presunción de De Quincey: su materia inscribe lo que ni siquiera la literatura o el cine pueden formular. Quizás hay fronteras de la ética que, como decía Adorno para Auschwitz, el arte no puede superar. Territorios de infamia que afectan el sentido de representarlos puesto que ello implica interlocutores inocentes. El siniestro y persuasivo emparedamiento que describe Edgard Allan Poe, requiere la lentitud y el cuidado de la tinta, sucede en los goces de la pluma, los económicos asesinatos de Dashiell Hammet están endeudados con el metálico laconismo de la máquina de escribir, absorben su precisión, pero a pesar de los nuevos dones de la fotografía y el cine ciertos crímenes no logran representarse cabalmente, precisan, para gloria de De Quincey, el usar otro crimen como símbolo.

Fernando Yurman (venezolano, 1945). Psicoanalista y ensayista, con experiencia clínica y docente en Argentina y Venezuela. Ha publicado Metapsicología de la sublimación (1992), Lo mudo y lo callado (2000), Psicoanálisis y creación (2002), La temporalidad y el duelo (2003), Crónica del anhelo (2005), La identidad suspendida (2008), así como otros textos y artículos de arte y cultura

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