04 abril 2008

Retrato de un hombre sin sombrero


Leonardo Rodríguez



La biografía de José Antonio Ramos Sucre está compuesta de una sola estación, más mental que natural, más infernal que sacra o terrenal. Su obra, una abigarrada versión del infierno. Es también un carnaval heroico, cosa ya visible en la retórica obsesiva del Yo, convertido en monumental pronombre de utilería.

Desde las prohibiciones domésticas hasta la obsesión con la salud mental, Ramos Sucre vive al extremo una condición psicológica que es también cultural y social: el encierro. La llama sorjuanesca y la candela de Torquemada convivieron en su imaginación. Se pensó cautivo y se enclaustró para abrirse al mundo interior. Se sintió torturado y se flageló para sentir su cuerpo. Se encontró obligado a representar un papel y lo escribió con tinta oscurísima. Ramos Sucre parece cómplice de sus verdugos y de sus males, y es también su propio terapeuta. Tuvo el ardor del penitente. Fue mimético con sus sombras. Su encierro (que rima con entierro) fue la puerta de un descenso interior.
Narciso caníbal, Ramos Sucre fue un levantador de ronchas, no tanto las ajenas como las propias. Cronista de una suerte de Patmos suramericano, de una Bahía de todos los diablos, bailó un calipso mental a la sombra del mediodía caribeño o a la luz de los caprichos de de la historia.
Tal vez fue uno de los primeros escritores venezolanos, y en toco caso el primero que lo hizo con plenitud creadora, en aludir a una fulana dura de tratar: la locura. Pareciera que la literatura venezolana tuviera que aportar la dosis de sentido común-ese ministro al que Nabokov no vacilaba en amenazar con pegarle un tiro- que falta a nuestra vida pública. Ese mito de normalidad, con su terror a las patologías, al dolor reflexivo y a la lógica de la imaginación, también guarda sus insanias, aunque no muchos se atrevan a verlo. La normalidad tal vez sea otra forma de fantasía: un baño de oro psíquico. Ramos Sucre quiso eludir tanto el tópico romántico, ultrasubjetivista, del artista elegido (aunque algo de eso tuvo), como el baño de oro (negro), pero no-al menos no del todo- la extravagancia patafísica. No sé. Tampoco lo sabía la muchacha desconcertada-y desconcertante- que, ante su retrato, se preguntaba, preguntándome: “¿Por qué se suicidó, si era tan bello?” Quizá, piensa uno, no aparecía sólo su cara en el espejo, tal vez la imagen del General Gómez, o de cualquiera de sus necesarios o inútiles gendarmes, lo acompañaba como una tortura china-o venezolana. Aunque para Ramos Sucre, como para la desconcertante muchacha, la belleza (poética, en su caso) también fue una forma de salvación.
Armando Rojas Guardia, que sabe de la vieja herida, asocia la patología mental de Ramos Sucre con “el dolor del yo”, es decir, con aquella cárcel heroica, sólo solar, donde el alma pasa hambre. Algo similar dice Rafael López-Pedraza en un ensayo sobre el dolor heroico. Hasta el final, Ramos Sucre vio ese dolor con extrañeza. Tanto como el dolor, la extrañeza es su tema. ¿No llegó a hablar, en uno de sus momentos de agudeza delirante, del “parásito del insomnio”? ¿Una definición patafísica del yo?
Disfraces de ciego, de sonámbulo, de enfermo, de loco, de matón, de poeta: pareciera que todas sus máscaras eran fases de un proceso de despojamiento. Al final, hasta el sistema nervioso le pareció un despojo, como si su justa medida estuviera dictada por la degradación.
El cuerpo en Ramos Sucre aparece sometido a toda clase de mortificaciones, privaciones y dolores. Hay en él-como señala el filósofo Eduardo Subirats a propósito del pintor Ribera y de Santa Teresa de Ávila- “la sublime voluptuosidad del tormento”. El cuerpo, en cierto barroco español como en los rituales más primitivos de sacrificio, es la principal ofrenda: don y renuncia a la vez. En una zona de ese mito se encuentra su imaginación.
Es oscuro en los poemas de Ramos Sucre. Incluso si el sol arde. Sus personajes son figuras sombrías-hasta la sangre es oscura-pero en su mente siempre arde una luz. El insomne vive bajo una luz artificial que hace aparecer la noche en pleno mediodía. Tal vez, porque tiene hambre de oscuridad. Como Baudelaire, godfather de los poetas demonistas, otro enfant terrible de mamá, escribe en una página negra. La oscuridad, sí, tiene sabor. Una luz de bombillo la desgarra.
¿No fue la obra de Ramos Sucre un complejo berrinche contra el literalismo de una cierta “razón materna”, heroica, patriotera, anti-metafórica, anti-psicológica? El nihilismo quizá es una de las formas de su desafío.
No hubo en su obra comercio sentimental ni floreo, tampoco humor ni discusión. Ramos Sucre por todas partes nombra al censor: se llama Yo. Demonio moderno, encarna por todas partes. La poesía de Ramos Sucre es un alegato, un riquísimo libelo casi jacobino, contra su esencial tiranía. Su final magnicidio no fue a través de la guillotina sino de la farmacia: un asesinato químico, un envenenamiento. Una forma de tiranicidio egótico-o un cobro de cuentas fáustico.
Aunque, Edipo cualquiera, la mujer más importante en su vida fue su madre, tuvo una prima llamada Dolores a quien le hizo confesiones desgarradas y piropos espirituales. “La mujer es una criatura celeste”, le escribió desde la Suiza de sus últimos días a la consoladora Dolores. ¿Entraba esta doncella consanguínea, de nombre ya revelador, en el ámbito interior del poeta? ¿Era el metafórico infierno un club sólo para héroes, acaso compartido con la presencia estrambótica de las brujas, menos celestinas que macbethianas? ¿No era el incesto, al menos en un grado sentimental, una balsa de salvación en este aquelarre de biblioteca?
Ley de gravedad retórica: los caídos escriben en prosa. Ramos Sucre, a través de sus máscaras, cayó en sí mismo. La prosa como vehículo del poema fue una manera de darle suelo a la gracia perdida.
Fue un hombre sombra sin sombrero bajo la luz de un bombillo inclemente.

Madrid, febrero de 2008

1 comentario:

Carolina dijo...

Leonardo:
Tu artículo sobre el extraño transeúnte de Cumaná me produjo sed, algo de tristeza, tal vez compasión por ese muchacho, no sé.

Lacerante y pertinente tu trabajo.

Saludos,
Carolina Lozada.
P.D. Con gusto recibiríamos una reseña de tu autoría en los 500.