Lala Herrera
Me aislaba el constante sonido de la música electrónica que sonaba sin parar en la camioneta mientras devorábamos kilómetros y kilómetros de la autopista que en línea recta se desdibujaba en el horizonte. Desde entonces un par de palabras retumba en mi inconsciente siempre: trueno y relámpago. Quería besar al conductor oscura y largamente. A mí alrededor recuerdo al desierto repleto de piedras de colores, la paleta del artista. Ese lugar fue el escenario escogido por George Lucas para filmar Las Guerras de las Galaxias. Mis ojos miraban el mismo set que vio el hombre que hizo de Luke Skywalker. Mientras caminaba entre cañones rocosos sentía que los habitantes de las arenas pronto vendrían a secuestrarme. Había comenzado por el final de un largo camino. La meta a la que quería llegar estaba, inocente y desperdiciada, entre mis tetas de quinceañera, plasmada en una fotografía y cubiertas por la franela oficial del campamento de mi infancia recién abandonada. En el medio del pecho siempre se veía el silbato azul.
Llegué a él. Lo veía mudo. Callado. Nunca me dijo nada.
Nunca más sentiría algo parecido al abismo de un cráter, a la huella de meteoro que se quedó rendida a mis pies
Llegué reptando, trepando, escalando; llegué por entre las piedras de colores a sus brazos callados.
Me veía intermitente con una ternura honda, oscura, inabarcable.
Enorme.
El desierto se mezclaba entre su cuerpo y ojos negros. Estábamos en el Valle muerto lleno de agua mala. Un desierto frío y de arenas rosadas. No parábamos de bailar y de ver como el sol daba vueltas como un trompo. Mi barbilla estaba en carne viva. Sangraba. Yo quería reventar mi vida, partirla en dos…
Y lo logré.
Quería tan solo un muro de lágrimas que me arrastrara hasta la ciudad donde él vivía.
Él
Quería ser como él
Acceder a él
Bailar con él, como él.
Vivir con él, como él
Parirlo a él
Caminar con él, como él
Pensar con él, como él
Andar con él, como él.
Que movía sus pies al ritmo del Techno mientras manejaba la camioneta. Que rodaba once horas diarias, que miraba al mundo como extra-terrestre, que mudo solo era poros abiertos, que jamás tenía ropa nueva, que sabía todos los secretos del universo,
Yo no me reconocía en el espejo. Mutaba, mi piel se transformaba en capullo, de allí saldría echa una mariposa gigante. De un metro sesenta y nueve de largo, alas de cuatro metros, en varios tonos de verde, amarillo, azul y violeta.
Él y yo habíamos llegado al extremo opuesto del mundo. Justo donde el mar cae hasta el fondo en una catarata eterna de luz. Yo escuchaba la misma canción, una y otra vez sin cesar. Mareada.
En el medio del Valle muerto no hay luz eléctrica sólo un motel barato oscilaba en la distancia. Corría con él, como él justo a las doce de la noche. Ya llegaba el año 1997
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Llegué a él. Lo veía mudo. Callado. Nunca me dijo nada.
Nunca más sentiría algo parecido al abismo de un cráter, a la huella de meteoro que se quedó rendida a mis pies
Llegué reptando, trepando, escalando; llegué por entre las piedras de colores a sus brazos callados.
Me veía intermitente con una ternura honda, oscura, inabarcable.
Enorme.
El desierto se mezclaba entre su cuerpo y ojos negros. Estábamos en el Valle muerto lleno de agua mala. Un desierto frío y de arenas rosadas. No parábamos de bailar y de ver como el sol daba vueltas como un trompo. Mi barbilla estaba en carne viva. Sangraba. Yo quería reventar mi vida, partirla en dos…
Y lo logré.
Quería tan solo un muro de lágrimas que me arrastrara hasta la ciudad donde él vivía.
Él
Quería ser como él
Acceder a él
Bailar con él, como él.
Vivir con él, como él
Parirlo a él
Caminar con él, como él
Pensar con él, como él
Andar con él, como él.
Que movía sus pies al ritmo del Techno mientras manejaba la camioneta. Que rodaba once horas diarias, que miraba al mundo como extra-terrestre, que mudo solo era poros abiertos, que jamás tenía ropa nueva, que sabía todos los secretos del universo,
Yo no me reconocía en el espejo. Mutaba, mi piel se transformaba en capullo, de allí saldría echa una mariposa gigante. De un metro sesenta y nueve de largo, alas de cuatro metros, en varios tonos de verde, amarillo, azul y violeta.
Él y yo habíamos llegado al extremo opuesto del mundo. Justo donde el mar cae hasta el fondo en una catarata eterna de luz. Yo escuchaba la misma canción, una y otra vez sin cesar. Mareada.
En el medio del Valle muerto no hay luz eléctrica sólo un motel barato oscilaba en la distancia. Corría con él, como él justo a las doce de la noche. Ya llegaba el año 1997
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Unos coyotes se nos acercaron. Veía sus colmillos babeantes brillando en la noche. Desatados, libérrimos.
Eran ocho, quizás diez
Diez bocas de animal pequeño. Salvajes.
Repletas de dientes y de hambre. No conocía todavía a los perros de Lautreamont.
Me abracé a él. Me fundí con él.
Tomé sus manos morenas. No tenía uñas. No tenía pellejo. No tenía humanidad. Era indescriptible, hermético. Caminamos oscuro y largamente huyendo de los coyotes que querían mordernos. Despedazarnos y comernos vivos.
Yo quise quedarme en el Valle muerto.
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Unos coyotes se nos acercaron. Veía sus colmillos babeantes brillando en la noche. Desatados, libérrimos.
Eran ocho, quizás diez
Diez bocas de animal pequeño. Salvajes.
Repletas de dientes y de hambre. No conocía todavía a los perros de Lautreamont.
Me abracé a él. Me fundí con él.
Tomé sus manos morenas. No tenía uñas. No tenía pellejo. No tenía humanidad. Era indescriptible, hermético. Caminamos oscuro y largamente huyendo de los coyotes que querían mordernos. Despedazarnos y comernos vivos.
Yo quise quedarme en el Valle muerto.
Fotografía de Basil Faucher
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