Jason Maldonado
En días recientes tuvimos el gusto de conversar con Judit Gerendas a propósito de su visita al programa radial Librería Sónica. Nos enfocamos en su última novela la cual fue merecedora del Premio Municipal de Literatura: La balada del bajista. Tocamos varios temas de interés, siempre con la novela en la mirada, tratando de sacarle el mayor provecho a la hora radial que termina transformándose en 45 minutos por compromisos varios de la estación. Como siempre, el tiempo fue escaso, efímero.
De la afable conversación con Gerendas, situación que inevitablemente me llevó a los pasillos universitarios, a sus seminarios que terminaban siendo un canto a la cultura, tocamos un punto que trajo a colación la estupenda escritora, que ha estado rondándome los sesos en los últimos días. Las razones pudieran ser muchas, más cuando el proceso de lectura de los textos que te embelezan, te atrapan o te cautivan, termina siendo más gratificante de lo que esperabas. Es como si despertaras nuevamente y en el reciente parpadear te hallaras con una nueva visión del mundo, configurado por nuevas imágenes o por ideas mancilladas, trilladas, pero delineadas de una manera distinta. Lo curioso de tales aspectos es que en muchas ocasiones, ese reciente “despertar” viene de palabras olvidadas en el tiempo, de autores que han quedado relegados a una historia enmohecida que nadie retoma, que nadie recuerda o pero aún, que conocen muy pocos.
Hablamos del gran olvido en la que caen los autores, y particularmente, los venezolanos, y esto en cualquier rama cultural. No quiero aludir a otros autores hispanohablantes, vivos o muertos, ya que sería llover sobre mojado mencionar voces que siempre serán emblemas, símbolos de nuestra cultura. Existe una gran desmemoria por los hechos y los autores que hicieron de la palabra su espíritu, que parece tomar asiento y desde la borda observa el correr de los años, sin que nada ni nadie paralice ese cause indiferente.
Qué hay de la cuentística de Alfredo Armas Alfonso, de la poesía de Rafael Angel Barroeta, de un Manuel Díaz Rodríguez que en su momento recibiera elogios de Unamuno y Rubén Darío por su novela Sangre patricia, sólo por nombrar algunos. El arsenal del olvido es extenso si como se dice en buen criollo “le meto cabeza al asunto”. El punto es que, respetando, aplaudiendo y reconociendo el mérito indudable de las voces de Rómulo Gallegos –duélale a quién le duela- y Arturo Uslar Pietri, nuestra proyección histórica literaria pareciera supeditarse a estos dos grandes de las letras –y no olvido a Don Andrés Bello para no caer en el ridículo. Con vil descaro dejé de mencionar otras voces que sin duda, ustedes amables lectores, tienen en mente. Confieso mi ruindad y mi propia “desmemoria”. Pero, cómo hacer para combatirla, para traer al ruedo nuevamente ese pasado que sin duda, por el mecanismo que sea, fueron los pioneros de lo que hoy pudiera llamarse nuestra literatura contemporánea, nacional o como quieran llamarla. Cómo podemos honrar a los que abrieron la senda literaria a punta de machete sobre una maleza inhóspita e inexplorada. Sólo me atrevo a dar una opción, de seguro hay muchas más: leer y releer, leer y releer; pero para ello, aunque no necesariamente, sería de gran utilidad que alguien nos diga, “visita estas líneas”, “conoce a este autor”, “te recomiendo tal libro”. En gran parte es nuestra responsabilidad al menos intentarlo con aquellos que medianamente, así como tú, así como yo, disfrutamos del encuentro con la palabra escrita.
Hoy día cuando repunta cierto interés por nuestra producción literaria, en donde gratamente nos estamos leyendo más entre nosotros mismos –según mi parecer y el de otros colegas-, amén de que nos están leyendo fuera de nuestras fronteras, pareciera ser el momento oportuno para renovar los votos con esa literatura dormida, cubierta por sábanas de polvo en cada repisa bibliotecaria, lo que llamara Gisela Kozak La narrativa engavetada, en un artículo de su puño y letra que leyera en una revista especializada.
En todo caso -y no sé si se trata de una positiva coyuntura editorial en donde día a día consigues nuevas publicaciones nacionales en las librerías, incluso hasta en las farmacias-, impresiona ver cómo los libros fatto in casa e importados, compiten no sólo entre ellos mismos para ganarse un bolsillo comprador, sino con el tiempo de exposición, es decir, por los días y las noches que han de pasar tras una vitrina antes de que expire su derecho de ser exhibido. Claro, estoy hurgando en otro tema digno de una reflexión a parte: el marketing, las editoriales, las ventas, etc.; pero cómo evitar que los continuos tirajes no sepulten cientos de textos que de seguro son unas joyas; cómo recobrar nuevamente la memoria de los autores y los libros que algunas vez fueron el boom del momento.
En días recientes quedé sorprendido cuando al abordar el metro de caracas me hallé en el vagón a tres personas que iban leyendo el mismo libro. ¿Qué leían? La última edición de la saga Potteriana. Será que nos hace falta un poquito de magia, algo más de marketing, algunas píldoras para combatir la amnesia, no lo sé… Yo iba absorto en mi propia lectura, en un libro lleno de tanta magia como los escritos por J.K Rowling, tratando de combatir la desmemoria que nos ataca a todos –a unos más a otros menos, claro- intentando traer al presente una obra de 1955 que se me antoja más actualizada que nunca ante la indolencia de los gobernantes de turno –también harina de otro costal. Leía Casas muertas con el gusto con que se come un delicioso plato de comida, en donde el último bocado por razones tal vez inexplicables y que guardas para el final, es el más sabroso. Tal como dije, leer y releer para combatir la desmemoria que trae el tiempo en su bolsillo. Si hay otras maneras, go ahead, make my day.
De la afable conversación con Gerendas, situación que inevitablemente me llevó a los pasillos universitarios, a sus seminarios que terminaban siendo un canto a la cultura, tocamos un punto que trajo a colación la estupenda escritora, que ha estado rondándome los sesos en los últimos días. Las razones pudieran ser muchas, más cuando el proceso de lectura de los textos que te embelezan, te atrapan o te cautivan, termina siendo más gratificante de lo que esperabas. Es como si despertaras nuevamente y en el reciente parpadear te hallaras con una nueva visión del mundo, configurado por nuevas imágenes o por ideas mancilladas, trilladas, pero delineadas de una manera distinta. Lo curioso de tales aspectos es que en muchas ocasiones, ese reciente “despertar” viene de palabras olvidadas en el tiempo, de autores que han quedado relegados a una historia enmohecida que nadie retoma, que nadie recuerda o pero aún, que conocen muy pocos.
Hablamos del gran olvido en la que caen los autores, y particularmente, los venezolanos, y esto en cualquier rama cultural. No quiero aludir a otros autores hispanohablantes, vivos o muertos, ya que sería llover sobre mojado mencionar voces que siempre serán emblemas, símbolos de nuestra cultura. Existe una gran desmemoria por los hechos y los autores que hicieron de la palabra su espíritu, que parece tomar asiento y desde la borda observa el correr de los años, sin que nada ni nadie paralice ese cause indiferente.
Qué hay de la cuentística de Alfredo Armas Alfonso, de la poesía de Rafael Angel Barroeta, de un Manuel Díaz Rodríguez que en su momento recibiera elogios de Unamuno y Rubén Darío por su novela Sangre patricia, sólo por nombrar algunos. El arsenal del olvido es extenso si como se dice en buen criollo “le meto cabeza al asunto”. El punto es que, respetando, aplaudiendo y reconociendo el mérito indudable de las voces de Rómulo Gallegos –duélale a quién le duela- y Arturo Uslar Pietri, nuestra proyección histórica literaria pareciera supeditarse a estos dos grandes de las letras –y no olvido a Don Andrés Bello para no caer en el ridículo. Con vil descaro dejé de mencionar otras voces que sin duda, ustedes amables lectores, tienen en mente. Confieso mi ruindad y mi propia “desmemoria”. Pero, cómo hacer para combatirla, para traer al ruedo nuevamente ese pasado que sin duda, por el mecanismo que sea, fueron los pioneros de lo que hoy pudiera llamarse nuestra literatura contemporánea, nacional o como quieran llamarla. Cómo podemos honrar a los que abrieron la senda literaria a punta de machete sobre una maleza inhóspita e inexplorada. Sólo me atrevo a dar una opción, de seguro hay muchas más: leer y releer, leer y releer; pero para ello, aunque no necesariamente, sería de gran utilidad que alguien nos diga, “visita estas líneas”, “conoce a este autor”, “te recomiendo tal libro”. En gran parte es nuestra responsabilidad al menos intentarlo con aquellos que medianamente, así como tú, así como yo, disfrutamos del encuentro con la palabra escrita.
Hoy día cuando repunta cierto interés por nuestra producción literaria, en donde gratamente nos estamos leyendo más entre nosotros mismos –según mi parecer y el de otros colegas-, amén de que nos están leyendo fuera de nuestras fronteras, pareciera ser el momento oportuno para renovar los votos con esa literatura dormida, cubierta por sábanas de polvo en cada repisa bibliotecaria, lo que llamara Gisela Kozak La narrativa engavetada, en un artículo de su puño y letra que leyera en una revista especializada.
En todo caso -y no sé si se trata de una positiva coyuntura editorial en donde día a día consigues nuevas publicaciones nacionales en las librerías, incluso hasta en las farmacias-, impresiona ver cómo los libros fatto in casa e importados, compiten no sólo entre ellos mismos para ganarse un bolsillo comprador, sino con el tiempo de exposición, es decir, por los días y las noches que han de pasar tras una vitrina antes de que expire su derecho de ser exhibido. Claro, estoy hurgando en otro tema digno de una reflexión a parte: el marketing, las editoriales, las ventas, etc.; pero cómo evitar que los continuos tirajes no sepulten cientos de textos que de seguro son unas joyas; cómo recobrar nuevamente la memoria de los autores y los libros que algunas vez fueron el boom del momento.
En días recientes quedé sorprendido cuando al abordar el metro de caracas me hallé en el vagón a tres personas que iban leyendo el mismo libro. ¿Qué leían? La última edición de la saga Potteriana. Será que nos hace falta un poquito de magia, algo más de marketing, algunas píldoras para combatir la amnesia, no lo sé… Yo iba absorto en mi propia lectura, en un libro lleno de tanta magia como los escritos por J.K Rowling, tratando de combatir la desmemoria que nos ataca a todos –a unos más a otros menos, claro- intentando traer al presente una obra de 1955 que se me antoja más actualizada que nunca ante la indolencia de los gobernantes de turno –también harina de otro costal. Leía Casas muertas con el gusto con que se come un delicioso plato de comida, en donde el último bocado por razones tal vez inexplicables y que guardas para el final, es el más sabroso. Tal como dije, leer y releer para combatir la desmemoria que trae el tiempo en su bolsillo. Si hay otras maneras, go ahead, make my day.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario