Carlos Padrón
1. El “9 cito”
A veces lo imprevisto logra expulsarnos, aunque sea por instantes, de nuestras momificadas cotidianidades. Y es asi que luego de una entrañable conversación con los amigos en una taguara de El Hatillo, me encuentro, como teletransportado, en el legendario pueblo de Escuque, a pocos minutos de Valera.
Aún no estoy muy seguro de cómo llegué aquí; me levanté esta mañana sin poder identificar los sonidos lejanos de un lugar que no es mi lugar habitual: incontables gallos que cantan al amanecer, en coro con las campanadas melodiosas y ubicuas de una iglesia casi centenaria cuyo nombre, hoy ya despierto, me han referido mis anfitriones: Iglesia del Niño Jesús de Escuque. Me froto los ojos y en la ambigüedad de la duermevela recuerdo: no estoy en Caracas.
Quizá sólo la anticipación planificada del futuro nos otorga la posibilidad de encontrar la esperada coherencia de nuestras acciones. Mis amigos y yo, por el contrario, luego de escuchar, en la susodicha taguara, un relato olvidado de la historia popular de El Hatillo, uno sobre compinches que aguardaban en una subida el ruido de la mocha de un camión para robarle algunas gallinas al chofer, quien, al cabo de los rutinarios robos, se resignaba a entregarles siempre los esperados pájaros, decidimos por un impulso involuntario que se parecía casi a un tic: ¡vámonos pa’ la tierra de Ramón Palomares!
Ahora estoy en un pueblo que atraviesa la historia desde 1559, rodeado de obstinadas montañas desiguales, en una especie de isla colonial que flota empinada en medio de nubes que viajan de barlovento a sotavento, y entiendo la belleza del nombre Escuque, el cual quiere decir "tierra de nubes" en la lengua de sus primeros pobladores, los Cuicas.
Sus pobladores actuales, además de calurosos anfitriones, reafirman mi idea de cómo lo inesperado puede despertarnos del sueño gris del día a día. Giros del sentido y toda clase de volteretas humorísticas se despliegan en estas personas inventivas que no dejan de sorprenderme. Una inventiva que, especulo, debe tener algo que ver con que esta antigua ciudad haya sido fuente de tantos artistas fecundos: Ramón Palomares y Eloísa Torres, para sólo nombrar los más conocidos.
Una breve visita al bien conocido abasto "9 cito" del encantador Mogollón, es suficiente para vivir las ocurrencias de los escuqueños. El mago Mogollón (así lo bautizamos en secreto, pues del mismo modo que sacaba chistes de un imaginario sombrero de copa, realizaba trucos como el de convertir un billete de cien en uno de mil, o el de la llamada "cartera mágica") es pródigo en chistes e ingenio. Despacha en un abasto abarrotado de productos de toda índole, fotos que por un lado muestran imágenes de antiguos amigos que frecuentaban el lugar, y por otro nos recuerdan siniestros restos humanos del conocido y funesto choque contra el páramo del avión de Aeropostal (donde, recuerdo de manera insospechada como todo en mi visita, murió mi maestra de ciencias naturales de primaria, dejándome la secreta culpa de haberme peleado con ella el viernes antes del fin de semana cuando bajó a las profundidades de la noche definitiva entre las montañas más altas), un trozo de ese mismo avión, un zorro disecado en una esquina, antigüedades como planchas, máquinas de coser o un vetusto anuncio de barbería, y, detrás de la barra, la inmemorial imagen de un niño sumamente triste, casi lloroso, debajo de la cual está escrito: "Yo fío cuando este niño se sonría".
Mis amigos y yo, acompañados de nuestros camaradas del pueblo Larry y Chang Chang (un amigo mitad escuqueño-mitad tailandés que se resiste a abandonar los encantos de la tierra de nubes para irse a vivir con su familia a NYC), quienes hablan con un dejo andino mezclado con expresiones maracuchas, guaras y algunos "qué pasó, men", estamos bebiendo unas frías y riéndonos a carcajadas en la entrada del "9 cito"; de pronto un señor como salido de otra época entra al lugar pidiendo chimó, pero eso sí, del que es para escupir en ventana, mientras se nos acerca una señora que me sorprende con un "¡Ustedes sí están bravos!". Y me digo: todo puede suceder, entre las nubes apacibles de los Cuicas, todo puede suceder.
2. La esfera de oro
Dice Dostoievski que el hombre es el animal que se acostumbra a todo. Y la costumbre se convierte pronto en hábito. Hábito de lo bueno o de lo malo. En Escuque, apacible tierra de nubes muy cerca de Valera, me doy cuenta de que soy un habitué de la infelicidad urbana. Pues la diferencia es demasiado conspicua.
Uno a veces advierte lo que no tiene o lo que ha perdido por oposición: caminar sin rumbo fijo (versus el carro o el trabajo o el lugar estipulado o el cerrado círculo en que nos movemos, por cárcel); el saludo desinteresado, amable y sincero del extraño (versus el saludo desconfiado o avaro o por el contrario demasiado melifluo, cuando no la señal de costumbre o simplemente la nada, la pura nada); la puerta abierta (versus la reja, el candado y la alarma); el real silencio (versus el estruendo de la ciudad que acompaña como un ruido sordo que ya no se escucha pero atormenta, un silencio vicario, podría decirse); la generosa conversación sin objetivo ni tiempo (versus la charla vacía y no menos vertiginosa con propósitos bien preestablecidos o segundos propósitos o inteligente o teñida de sospecha); el ritmo lento, denso y azaroso de la vida (versus la velocidad de los pasos siempre guiados, la agenda, la repetición cotidiana y el "no tengo tiempo"); el juego, la risa y la posibilidad de lo imprevisto (versus la seriedad del día a día que no da espacio para nada más; seriedad que, como dijera el psicoanalista Ferenczi, es "el triunfo de la represión"); el accesible vecino (versus el potencial enemigo que vive al lado); la sencillez (versus la pose o el artificio, y las zancadillas que nos ponemos a nosotros mismos y a los otros); en fin, la vida (versus la parodia de la vida que trágicamente también es vida).
La última noche de mi breve visita a Escuque la paso en la calle en compañía de rostros que por desconocidos no dejan de suscitarme el sentimiento de que ya los había visto. Que hayamos perdido la costumbre de lo bueno, no quiere decir que no la reconozcamos, y más aún, que en su cercanía no nos sintamos como en casa. Estoy escuchando música escuqueña, y de Héctor Lavoe y Maelo frente a la casa abierta de un amigo que conocí esa noche pero que sentí ya conocer desde hace tiempo: el inmortal Piqui, inmortal no por su fama, que no la tiene (yo tampoco), sino por haber sobrevivido a mil y un avatares, el último de los cuales, me cuenta esa noche, fue la mordedura de una culebra.
Y entre una ya difusa conversación sobre el alma en el modo de cantar de algunos cantantes que no tienen sin embargo lo que se llama una ‘voz correcta’; anécdotas del conocido y ya fallecido Palomo (tío de Ramón Palomares), como la de la vez en que le preguntaron algunos forasteros (como yo) frente a la iglesia de Escuque si esa iglesia era de allí y él respondió: "No, ésta es prestada, la nuestra la están pintando en Valera"; y los tragos de anís con soda y azúcar que me ofrecieron "pa' que sepa lo que es bueno", pienso: "Esto sí es calidad de gente, gente con alma".
Vuelvo la mirada hacia una de las montañas que ciñe a la tierra de nubes; Castel de Reina, se llama. Recuerdo la leyenda apenas escuchada de cómo los Cuicas, primeros pobladores de Escuque, se vieron obligados, al ser cercados y sentirse amenazados por los españoles buscadores de El Dorado, a esconder en esa montaña la esfera de oro que adoraban como la diosa o reina Icaque, hija del sol. De allí el nombre de la montaña, "Castillo de la reina". Se cree que la esfera aún está escondida en algún recóndito lugar de la oscura montaña.
Pienso en cómo la vida urbana significa cercarse o cerrarse, huir de amenazas reales o imaginadas, y así perder la costumbre de lo bueno. "¿A qué le tememos? ¿Quiénes son hoy los invasores?", me pregunto. Y otra vez inquiero, como hechizado por el anís, la música, la entrañable compañía, las nubes nocturnas, la inclinación de la isla flotante que es Escuque, las ubicuas campanadas de la una y acaso por el influjo secreto del recóndito sol de la noche escondido en la montaña: "¿Dónde está la esfera de oro que perdimos"?
3. p.d.: Mi inesperado viaje a Escuque ocurrió ya hace algunos años. Escribiendo estas líneas me doy cuenta de los subrepticios hilos que lo enlazan al presente, mi presente. Sigo sin estar en Caracas. Vivo, por los momentos, en NYC. Cuando desperté mi primera mañana en esta otra isla me costó trabajo reconocer que no estaba en Caracas. Desde entonces lo imprevisto, para abusar de las palabras de Sartre, me muerde el cuello todos los días. Me pregunto si algún día me encontraré a Chang Chang cruzando alguna calle de Brooklyn.
A veces lo imprevisto logra expulsarnos, aunque sea por instantes, de nuestras momificadas cotidianidades. Y es asi que luego de una entrañable conversación con los amigos en una taguara de El Hatillo, me encuentro, como teletransportado, en el legendario pueblo de Escuque, a pocos minutos de Valera.
Aún no estoy muy seguro de cómo llegué aquí; me levanté esta mañana sin poder identificar los sonidos lejanos de un lugar que no es mi lugar habitual: incontables gallos que cantan al amanecer, en coro con las campanadas melodiosas y ubicuas de una iglesia casi centenaria cuyo nombre, hoy ya despierto, me han referido mis anfitriones: Iglesia del Niño Jesús de Escuque. Me froto los ojos y en la ambigüedad de la duermevela recuerdo: no estoy en Caracas.
Quizá sólo la anticipación planificada del futuro nos otorga la posibilidad de encontrar la esperada coherencia de nuestras acciones. Mis amigos y yo, por el contrario, luego de escuchar, en la susodicha taguara, un relato olvidado de la historia popular de El Hatillo, uno sobre compinches que aguardaban en una subida el ruido de la mocha de un camión para robarle algunas gallinas al chofer, quien, al cabo de los rutinarios robos, se resignaba a entregarles siempre los esperados pájaros, decidimos por un impulso involuntario que se parecía casi a un tic: ¡vámonos pa’ la tierra de Ramón Palomares!
Ahora estoy en un pueblo que atraviesa la historia desde 1559, rodeado de obstinadas montañas desiguales, en una especie de isla colonial que flota empinada en medio de nubes que viajan de barlovento a sotavento, y entiendo la belleza del nombre Escuque, el cual quiere decir "tierra de nubes" en la lengua de sus primeros pobladores, los Cuicas.
Sus pobladores actuales, además de calurosos anfitriones, reafirman mi idea de cómo lo inesperado puede despertarnos del sueño gris del día a día. Giros del sentido y toda clase de volteretas humorísticas se despliegan en estas personas inventivas que no dejan de sorprenderme. Una inventiva que, especulo, debe tener algo que ver con que esta antigua ciudad haya sido fuente de tantos artistas fecundos: Ramón Palomares y Eloísa Torres, para sólo nombrar los más conocidos.
Una breve visita al bien conocido abasto "9 cito" del encantador Mogollón, es suficiente para vivir las ocurrencias de los escuqueños. El mago Mogollón (así lo bautizamos en secreto, pues del mismo modo que sacaba chistes de un imaginario sombrero de copa, realizaba trucos como el de convertir un billete de cien en uno de mil, o el de la llamada "cartera mágica") es pródigo en chistes e ingenio. Despacha en un abasto abarrotado de productos de toda índole, fotos que por un lado muestran imágenes de antiguos amigos que frecuentaban el lugar, y por otro nos recuerdan siniestros restos humanos del conocido y funesto choque contra el páramo del avión de Aeropostal (donde, recuerdo de manera insospechada como todo en mi visita, murió mi maestra de ciencias naturales de primaria, dejándome la secreta culpa de haberme peleado con ella el viernes antes del fin de semana cuando bajó a las profundidades de la noche definitiva entre las montañas más altas), un trozo de ese mismo avión, un zorro disecado en una esquina, antigüedades como planchas, máquinas de coser o un vetusto anuncio de barbería, y, detrás de la barra, la inmemorial imagen de un niño sumamente triste, casi lloroso, debajo de la cual está escrito: "Yo fío cuando este niño se sonría".
Mis amigos y yo, acompañados de nuestros camaradas del pueblo Larry y Chang Chang (un amigo mitad escuqueño-mitad tailandés que se resiste a abandonar los encantos de la tierra de nubes para irse a vivir con su familia a NYC), quienes hablan con un dejo andino mezclado con expresiones maracuchas, guaras y algunos "qué pasó, men", estamos bebiendo unas frías y riéndonos a carcajadas en la entrada del "9 cito"; de pronto un señor como salido de otra época entra al lugar pidiendo chimó, pero eso sí, del que es para escupir en ventana, mientras se nos acerca una señora que me sorprende con un "¡Ustedes sí están bravos!". Y me digo: todo puede suceder, entre las nubes apacibles de los Cuicas, todo puede suceder.
2. La esfera de oro
Dice Dostoievski que el hombre es el animal que se acostumbra a todo. Y la costumbre se convierte pronto en hábito. Hábito de lo bueno o de lo malo. En Escuque, apacible tierra de nubes muy cerca de Valera, me doy cuenta de que soy un habitué de la infelicidad urbana. Pues la diferencia es demasiado conspicua.
Uno a veces advierte lo que no tiene o lo que ha perdido por oposición: caminar sin rumbo fijo (versus el carro o el trabajo o el lugar estipulado o el cerrado círculo en que nos movemos, por cárcel); el saludo desinteresado, amable y sincero del extraño (versus el saludo desconfiado o avaro o por el contrario demasiado melifluo, cuando no la señal de costumbre o simplemente la nada, la pura nada); la puerta abierta (versus la reja, el candado y la alarma); el real silencio (versus el estruendo de la ciudad que acompaña como un ruido sordo que ya no se escucha pero atormenta, un silencio vicario, podría decirse); la generosa conversación sin objetivo ni tiempo (versus la charla vacía y no menos vertiginosa con propósitos bien preestablecidos o segundos propósitos o inteligente o teñida de sospecha); el ritmo lento, denso y azaroso de la vida (versus la velocidad de los pasos siempre guiados, la agenda, la repetición cotidiana y el "no tengo tiempo"); el juego, la risa y la posibilidad de lo imprevisto (versus la seriedad del día a día que no da espacio para nada más; seriedad que, como dijera el psicoanalista Ferenczi, es "el triunfo de la represión"); el accesible vecino (versus el potencial enemigo que vive al lado); la sencillez (versus la pose o el artificio, y las zancadillas que nos ponemos a nosotros mismos y a los otros); en fin, la vida (versus la parodia de la vida que trágicamente también es vida).
La última noche de mi breve visita a Escuque la paso en la calle en compañía de rostros que por desconocidos no dejan de suscitarme el sentimiento de que ya los había visto. Que hayamos perdido la costumbre de lo bueno, no quiere decir que no la reconozcamos, y más aún, que en su cercanía no nos sintamos como en casa. Estoy escuchando música escuqueña, y de Héctor Lavoe y Maelo frente a la casa abierta de un amigo que conocí esa noche pero que sentí ya conocer desde hace tiempo: el inmortal Piqui, inmortal no por su fama, que no la tiene (yo tampoco), sino por haber sobrevivido a mil y un avatares, el último de los cuales, me cuenta esa noche, fue la mordedura de una culebra.
Y entre una ya difusa conversación sobre el alma en el modo de cantar de algunos cantantes que no tienen sin embargo lo que se llama una ‘voz correcta’; anécdotas del conocido y ya fallecido Palomo (tío de Ramón Palomares), como la de la vez en que le preguntaron algunos forasteros (como yo) frente a la iglesia de Escuque si esa iglesia era de allí y él respondió: "No, ésta es prestada, la nuestra la están pintando en Valera"; y los tragos de anís con soda y azúcar que me ofrecieron "pa' que sepa lo que es bueno", pienso: "Esto sí es calidad de gente, gente con alma".
Vuelvo la mirada hacia una de las montañas que ciñe a la tierra de nubes; Castel de Reina, se llama. Recuerdo la leyenda apenas escuchada de cómo los Cuicas, primeros pobladores de Escuque, se vieron obligados, al ser cercados y sentirse amenazados por los españoles buscadores de El Dorado, a esconder en esa montaña la esfera de oro que adoraban como la diosa o reina Icaque, hija del sol. De allí el nombre de la montaña, "Castillo de la reina". Se cree que la esfera aún está escondida en algún recóndito lugar de la oscura montaña.
Pienso en cómo la vida urbana significa cercarse o cerrarse, huir de amenazas reales o imaginadas, y así perder la costumbre de lo bueno. "¿A qué le tememos? ¿Quiénes son hoy los invasores?", me pregunto. Y otra vez inquiero, como hechizado por el anís, la música, la entrañable compañía, las nubes nocturnas, la inclinación de la isla flotante que es Escuque, las ubicuas campanadas de la una y acaso por el influjo secreto del recóndito sol de la noche escondido en la montaña: "¿Dónde está la esfera de oro que perdimos"?
3. p.d.: Mi inesperado viaje a Escuque ocurrió ya hace algunos años. Escribiendo estas líneas me doy cuenta de los subrepticios hilos que lo enlazan al presente, mi presente. Sigo sin estar en Caracas. Vivo, por los momentos, en NYC. Cuando desperté mi primera mañana en esta otra isla me costó trabajo reconocer que no estaba en Caracas. Desde entonces lo imprevisto, para abusar de las palabras de Sartre, me muerde el cuello todos los días. Me pregunto si algún día me encontraré a Chang Chang cruzando alguna calle de Brooklyn.
Imagen de Eric M. Gustafson.
1 comentario:
Muy buena tu crónica, Carlos. Excelente la relación, aunque tal vez un poco esquemática, entre esa Caracas donde el alma se encoge y ese Escuque donde la diosa escondida está en la boca de todos. Muchos habitantes de Caracas lo sienten así cuando van de vacaciones al "interior": los dioses pueden estar en una cazuela de mariscos o en una casa de madera en los páramos, pero no en un Centro Comercial o en el estadio. Yo me pregunto: ¿no será que nuestra nómina de “dioses” está un poco limitada?
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