19 diciembre 2007

Martí a la escucha




Leonardo Rodríguez






Algo entre hispánico y americano se cocinaba en la escritura de José Martí (1853-1895). Renovó el español, ese otro territorio americano, una alquimia pasional o un trastorno afable que se convertiría en una de las cualidades del idioma.

Devoto de Orfeo y de Salomón, Martí retoma, saborea y reinventa los viejos dones de la lengua. Esboza otros. Busca a Fray Luis y su luminosa simplicidad pero se encuentra con Góngora y su lumbre enceguecedora. Se viste de chamán en sus sueños verbales, prende un tabaco entrelíneas, su prosa arde. Cuando se desviste de dones, cuando no cocina o zarandea la prosa, y cuando no es hombre público, escribe versos sencillos.

En pugna contra la opresión colonial (la falta de aire de la que hablaría, décadas después, la caraqueña Teresa de la Parra), no confundió, como algunos militares a quienes admiraba, lucha política con resentimiento cultural, aunque no era en absoluto inmune al ánimo polémico. Además, no sin malestar y sí con cierto candor, intuyó la continuidad del espíritu colonial en el tiempo republicano: “La colonia continuó viviendo en la república”. Y en otra parte: “Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado”. No sólo: también nos quedó, hasta convertirse en una imagen casi mítica, la celosía colonial y un complejo entre heroico y virginal (el dragón ibérico, ay) del que el mismo Martí es personaje crítico.


Martí no liberó políticamente a su torturado país, pero en sus poemas y crónicas se respira una plenitud creadora, a menudo deslumbrante, que sigue salvándolo de las naderías del mármol. Para salvar a Martí uno sólo tiene que leerlo. Al leerlo uno lo escucha, al escucharlo uno adivina que la escucha fue su don. Su obra sigue viva, porque su escucha es más perdurable que la suma de sus palabras y el acopio de sus defectos.

Sobre Whitman dijo, en antológica crónica: “El se ve como heredero del mundo”. Se podría decir lo mismo del cubano. Hay en Martí algo de naturalista y de visionario, de historiador y de brujo, de político y de cronista (fue el fundador de la crónica moderna en Hispanoamérica), de padre y de hijo. Si muestra con naturalidad sus entusiasmos, empeños y desganas, es porque, también, tiene de amigo. Más que un hombre de letras, lo fue de palabra.

La frustración política (otra tradición cubana, latinoamericana) no le robó el placer de la palabra, en su caso un placer agudo y generoso. Su heredero poético en Cuba se llamó, se llama José Lezama Lima. Su voz de cronista llega hasta el laberíntico oído y la erotizada y mundana escritura de otro exiliado, el nada apostólico Guillermo Cabrera Infante.

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