06 noviembre 2007

Las casas de Wittgenstein


Leonardo Rodríguez


Ludwig Wittgenstein diseñó y construyó dos casas: una, entre 1926 y 1928, la Kundmanngase, para su hermana Margaret en Viena, la otra, en 1914, para estricto uso personal, una cabaña con vista a un lago cerca de Skjolden, Noruega. Leo sus Aforismos con esas dos casas en mente: una casa para la corte familiar, otra para su fantaseado retiro. ¿Qué hay de Wittgenstein en cada una? ¿No descubrimos a un escritor en sus aficiones en apariencia laterales?
Sobre la Kundmanngase, su amigo Hänsel dijo: “Es una casa de una gran belleza espiritual, austera, noble, sin ningún ornamento”. La cabaña de Skjolden fue la de quien quiso tenerse sólo a sí mismo como corte. Sólo habitó esa ermita acaso monárquica por momentos.

Una impresión de sus Aforismos: son la vida de un anacoreta (intelectual) contada a nadie. Wittgenstein se empobrece a voluntad, se queda con unas pocas palabras y no hace mucho caso a la corte de la tradición filosófica, ni siquiera a la del mundo en que se educó.
“Casi siempre escribo monólogos conmigo mismo. Cosas que me digo sin testigos”. No hay monólogo sin escenario. ¿No tenía ese monólogo cierto tono de plegaria? Hablarle al forajido de la república platónica era escuchar su pobre rezo. Wittgenstein habla con el idiota en un lenguaje buscadamente impersonal. A través de esa lengua sustantiva, vemos y escuchamos a una figura que no es fácilmente visible en el pensamiento: el opaco uno mismo que lo acompaña como una sombra.

En esta dramatización interior del pensamiento, Wittgenstein se acerca a las intuiciones del poeta, del místico, del loco y del detective. Al poeta: la palabra es imagen. Al místico: el “límite de su mundo” es la palabra y no es en su fuero donde el mundo adquiere plenitud sino en su negación y su contexto, el silencio. Al idiota: su palabra es como viento, y nada significa. Al detective: una indagación en tercera persona sobre una verdad impersonal, no sin riesgos personales, con una actitud de constante vigilancia.
Wittgenstein hace de ese dramático yo, a un tiempo familiar y extraño, su “interlocutor cruel”, según la expresión de Elias Canetti. Conserva el ropaje filosófico, sencillo, casi de una pieza, curiosamente parecido a la usanza franciscana. No había en él aquel desdén socrático por el exilio (aunque el suyo formó parte de un éxodo) ni por la introspección. Tampoco poseía el vienés la disciplina de la verdad afectiva e imaginaria que hace a muchos poetas. De allí, quizá, su profunda y obsesiva antipatía por Shakespeare, su robusto saco de boxear. Hay en él una conciencia, tal vez una desconfianza, racionalmente formulada pero supersticiosa en su obsesión, contra las representaciones.
Hay otra casa en Wittgenstein, y no es literal. Una casa contra la razón doméstica, contra-natura, a un tiempo simbólica y conceptual: una casa de nadie. A la transformación del mundo en casa, Wittgenstein opone la casa transformada en imagen (una imagen camuflajeada de concepto).
Una vida sin examen, dice Sócrates en su Apología, frente a los endiosados jueces atenienses, no vale la pena de ser vivida. Wittgenstein es Sócrates en exilio, confrontado consigo mismo. Es el banquete (o el laberinto) de un hombre solo.

Su forma de hacer ese examen fue fragmentaria e insistente, como su propia materia, él mismo. Sus aforismos no son como los de su paisano Karl Kraus, mordaces provocaciones en medio de la plaza, en el salón social o de clases. Wittgenstein no es un misántropo sociable sino un solitario que negocia en pocas palabras con un desconocido familiar. El resultado es un drama de una sola persona, un monólogo filosófico. Ha podido fiarse del lejano Calderón, invirtiéndolo: la vida es un arte de vigilia. Algo, sin embargo, lo conecta con el otro aforista austríaco: la metáfora del lenguaje como casa. En esa casa, hay dioses y maravillas, farsantes y enfermedades. El templo es escenario y manicomio; el culto, estética y terapia (terapeuta, escribe James Hillman, quiere decir el que “sirve a los dioses”, el que “cuida de algo” o el que “cuida a un enfermo”. Ninguna de las tres acepciones es arbitraria en este caso.)
Muchos de sus aforismos son de una notable belleza intelectual. Podría decirse sobre su escritura lo mismo que dijo Hänsen sobre la Dundmanngasse: austera, sin ninguna ornamentación, entre lo ascético y lo funcional, más mental y temperamental que ornamental. Nada aquí es adjetivo.
Transcribo este aforismo de 1939, cuando las catástrofes del nazismo se hacían ya parte del paisaje interior de muchos judíos europeos, verdadero antídoto contra el mesianismo: “Es imposible escribir sobre uno mismo con más verdad que la que uno es. Esta es la diferencia entre escribir sobre uno mismo y sobre los objetos externos. Se escribe sobre uno mismo tan alto como se está. No está uno sobre zancos o en una escalera, sino sólo sobre sus pies”.
Aunque en los Aforismos uno encuentra a Wittgenstein de a fragmentos, en líneas donde adivinamos su carácter al mismo tiempo provisional y lento, líneas rústicas de un artesano del pensamiento, presente en esa dura angulosidad expresiva uno encuentra al hombre entero. Sin imágenes portentosas, sin socrática ironía, árido, cuarteado, sin negras selvas conceptuales, con silencios que marcan los límites, el ritmo y la realidad de sus pensamientos.
La reflexión sobre el examen de sí mismo (el espejo del espejo dentro de la propia casa) se repite, con obstinación casi musical. “Nada es tan difícil como no engañarse”, dice en una nota de 1939. Siete años más tarde, escribe: “...la grandeza o pequeñez de una obra depende de donde esté quien la hizo. También podría decirse: nunca es grande quien se desconoce a sí mismo: quien se engaña”. ¿No fue esa su gran vocación: no engañarse, vencer el cerco de la ilusión en pugnaz reconocimiento?

Un personaje que lo ronda: Peter Schlemihl. “En mi opinión, la historia de Peter Schlemihl debería decirse así: Por dinero, lega su alma al diablo. Pero le entran remordimientos y el diablo exige su sombra como rescate. A Peter Schlemihl le queda la elección de regalar su alma al diablo o de renunciar, junto con su sombra, a la vida común de los hombres”. Como a Peter Schlemihl, le fascina esa llave de todos los comercios que para el personaje de von Chamisso era el dinero y que Wittgenstein asocia con la palabra, pero a cambio sabe que tiene que pagar con algo único y esencial, como si para tener todas las llaves del mundo uno se quedara sin ámbito interior. Da su alma a alguien bastante conocido: la diosa Razón. Le entran remordimientos y la lucidez, diosa cruel, le exige su sombra como rescate. ¿Regala su alma a la Razón o renuncia, junto con su sombra, a la vida común de los hombres?
Wittgenstein eligió: recobró su alma pero perdió sombra. Además, regaló literalmente todo su heredado dinero. (Se dice que después de la Primera Guerra fue uno de los hombres más ricos de Europa.) Se convirtió en esa extrañeza: un insomne con alma, con tan poco dinero como palabras. Esa pobreza elegida fue un signo de liberación.
No, no es una gran verdad la que Wittgenstein añora en sus anotaciones. Esa verdad como una llave pasa por esta aceptación socrática: “Debes aceptar las faltas de tu propio estilo. Casi como los defectos del propio rostro”. Soy de los que se conmueve con el insomne y sombrío esplendor de Wittgenstein, con sus aceptaciones, con sus llaves. La casa de nadie no está vacía.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La mirada que realiza Leonardo Rodríguez sobre Wittgenstein es bella, polémica sin desperdicio, una visión lateral del autor en la que Rodríguez afirma que L.W. poseía dos caras, dos rostros, como Séneca o William Blake para quien todo poeta es del partido del diablo, excelente trabajo que nos informa sobre el develamiento de otras vertientes de lo real, abismales, contradictorias, dudas radicales. La ironía se contempla como algo que socava claridades abre vistas en las que reina el caos y libera mediante la destrucción de todo dogma, inclusive los dogmas de uno mismo, toda una visión Zen del mundo.

Magally Ramírez.

Karina Falcón dijo...

Que si uno decide hablar de la casa, convertir la casa en poesìa, no debiera asustarnos encontrar las mas grandes contradicciones...Cito de memoria, asì que no recuerdo bien un nombre o bien las palabras.

Me parece que si "vamos", lo hacemos en fragmentos, no puede haber otra forma.

Hablar de la casa, hablar del fragmento, del personaje que parece habitar su escritura me hace pensar que no existe nada de esto.

Mas bien, ha sido un placer hallar este sitio.
Saludos.