06 noviembre 2007

Isaac J. Pardo, el “Hijo de la risa”


María Ramírez Ribes


En este momento, en que volvemos a vivir los sinsabores de un pensamiento único que no admite disidencias y viola impunemente los derechos humanos, la biografía de Isaac Pardo adquiere una vigencia relevante por las circunstancias que le tocó vivir. Fue actor destacado en los acontecimientos de la Semana del Estudiante en 1928, durante la dictadura del General Juan Vicente Gómez. A consecuencia de esa participación, estuvo preso en el Castillo de Puerto Cabello. Termina la carrera de medicina durante el exilio en España, al inicio de la Guerra Civil española. Es testigo principal del derrocamiento del Presidente Rómulo Gallegos cuando, minutos antes, había aceptado el ministerio de sanidad que Gallegos le había ofrecido. Durante la dictadura del General Marcos Pérez Jiménez, y estando en la Presidencia del diario El Nacional, se enfrenta a la censura y a las pugnas entre Vallenilla Lanz y Pedro Estrada con las únicas armas que él esgrimió toda su vida: su valentía, su integridad y su inteligencia.

Poco podría imaginar el Doctor Pardo que el militarismo despótico y autoritario, que tantos lastres ha dejado en la historia de Venezuela, iba a regresar en pleno siglo XXI de la manera en que lo ha hecho y con la ayuda de los recursos petroleros, dando una de las mayores muestras de soberbia en la actitud intolerante frente a los que no piensan de la misma manera.

Quizá convendría recordar aquí las tertulias en España en la época del exilio gomecista cuando Pardo, siendo estudiante, se reunía con Rómulo Gallegos, Rafael Vegas, José Tomás Jiménez Arraíz, Simón Gómez Malaret, Jesús Lavié y otros venezolanos desterrados. Allí el interrogante sobre qué podían hacer ellos por el porvenir de Venezuela estaba siempre presente y una de las conclusiones a las que llegaron era que, más allá del derrocamiento del General Juan Vicente Gómez, lo que Venezuela necesitaba era “adquirir la máxima capacitación”, puesto que sólo la capacitación la podía unir. El sentimiento y determinación de esos venezolanos insignes creó la Venezuela moderna. Pardo confiesa que esa era la doctrina central del grupo y lo que le hizo cambiar de rumbo. Por eso sacrificó su vocación por la cirugía para dedicarse a la tuberculosis. Había que asimilar las enseñanzas de Arnoldo Gabaldón en la lucha contra el paludismo a favor del conjunto social. De ese espíritu surge la creación del hospital El Algodonal y la labor realizada por Dr. Pardo en el campo de la tuberculosis en el país.

Al hospital El Algodonal le entregó su vida. Todo lo que había aprendido en España lo puso en práctica allí junto a su compañero de toda la vida, Elías Toro. Cuenta que en esa época un amigo le decía “Yo siempre que oigo decir Elías Toro-Isaac Pardo, pienso en los hermanos Álvarez Quintero.” Cuando Elías Toro se vio incapacitado para operar por una artritis reumatoide, el Doctor Pardo asumió el servicio de Elías Toro como cirujano, además del suyo propio y de la responsabilidad de ser médico jefe.

El Algodonal era un hospital público muy bien dotado y que llegó a ser superior a las clínicas privadas por las técnicas innovadoras que allí se practicaban gracias a Pardo. Él introdujo la cirugía torácica para la cura de la tuberculosis, el neumotorax y la cirugía pulmonar. Se encargó también de iniciar campañas de medicina preventiva en relación con la tuberculosis. El hospital estaba mejor preparado que muchas clínicas privadas. Me contó una vez que un paciente al que había que extirpar una parte del pulmón acudió a él para que le operara, pero rogándole lo hiciera en una clínica privada. A lo que Pardo respondió: “Yo lo opero, pero en El Algodonal”. El paciente le dijo: “Ah, caramba doctor, en un hospital general sin cuartos privados”. Sí, allí no había cuartos privados, había salas, pero lo que importaba era la preparación del personal y la organización. Finalmente, el paciente accedió y quedó sorprendido del servicio de El Algodonal.

Puesto que el doctor Pardo trabajaba en un hospital público, el sueldo que percibía venía del Estado y no se podía comparar con lo que hubiera sido el beneficio en una clínica privada. Sus obligaciones en El Algodonal apenas le dejaban tiempo para atender una clientela privada. Pardo nunca olvidó el compromiso que asumió en sus años de formación en España durante el exilio. La capacitación y vocación de servicio público fue su meta y estuvo siempre por encima de cualquier interés pecuniario.

Su vitalidad, entusiasmo, curiosidad intelectual y personalidad polifacética le llevaron a ocupar un lugar destacado en todo lo que se propuso. La búsqueda de la excelencia con sabor humano -y nada hay más humano que el humor y la risa- está presente tanto en las grandes obras que emprendió como en las pequeñas anécdotas de la vida diaria. Pardo no hizo nada a medias, en todo puso su amor por la excelencia, incluso en el divertimento de los juegos de origami. Las pajaritas de papel que empezó a hacer para distraer a su hijo se convirtieron en un pasatiempo que utilizaba para distraer el llanto de una niña que esperaba con temor en el consultorio del dentista.

De la misma manera que, como presidente del diario El Nacional, no se sometió a las presiones en contra de la liberad de expresión durante la dictadura de Pérez Jiménez, anteriormente, supo utilizar dicha libertad durante el gobierno de Medina, cuando se dio la posibilidad de reír sin miedo. El tabloide El Morrocoy Azul lo funda Miguel Otero Silva en 1941 para ejercer con humor la visión crítica del momento. Isaac J. Pardo fue uno de los principales colaboradores, junto con Antonio Arráiz, (Testudo Tabulata), Andrés Eloy Blanco (Morrocuá Bleu), Francisco José Delgado (Kotepa), Aquiles Nazoa (Jacinto Ven a Veinte), entre otros. Todos firmaban con seudónimos. Pardo, además de escribir incluso versos macarrónicos, fue el creador de la “chapa” y utilizó distintos seudónimos, el más frecuente el de Morris Coy.

La risa es libertad y la risa es salud. Isaac Pardo, como buen “hijo de la risa”, tal y como el significado de su nombre indica en hebreo, no lo olvidó nunca. Incluso cuando los visitaba a él y a Mercedes, ya en el ocaso de su vida, me recibía siempre con alguna sorpresa de humor alegre. Se solía reír de su apariencia. Se había dejado crecer la barba, utilizaba un bastón y su cuerpo se había encogido con el paso de los años, pero su espíritu siempre se mantuvo firme. De la misma manera que ingeniaba picardías para sorprenderme con algún recuerdo que sabía me iba a gustar, ejercitaba su memoria, que siempre fue muy buena. Cuando todavía podían ir a pasear al Parque del Este, Mercedes le pedía que le recitara a Antonio Machado, o a Garcilaso o el poema del Cid. Le decía: “Isaac, hoy no hemos matado a Don Guido, vamos a matar a Don Guido”. El Cid fue su héroe desde que era niño, antes que Pinocho, que Salgari, que Julio Verne. Su madre le leía El Cid de Zorrilla y cuando él pudo leer lo leyó con gran entusiasmo. Posteriormente vino el Cantar de Mio Cid en español antiguo. Todavía, a sus más de ochenta años, yo le oí recitar largas estrofas, durante varios minutos, tanto del Cid de Zorrilla como del Cantar de Mio Cid en castellano antiguo. Esta pasión por el Cid le valió la dedicatoria de Menéndez Pidal: “A Don Isaac Pardo, agradecido por su devoción cidiana”.

Su vocación por la medicina fue paralela a su pasión por la investigación y la escritura. En realidad él siempre fue un innovador en todo lo que se proponía, y ser un innovador es ser también un investigador. Y eso lo sabía muy bien por su experiencia en el campo de la medicina. En El Algodonal él estuvo siempre muy pendiente de que la biblioteca estuviera al día con las suscripciones a las revistas especializadas. En un momento dado, por encargo del doctor Baldó fue a Nueva York a entrar en contacto con los laboratorios Hoffmann Laroch que estaban desarrollando, en fase de prueba, una droga más eficaz que la que se utilizaba hasta entonces. Dado que la fase experimental había sido exitosa, se habían escogido determinados centros para entregarles la droga y ver qué resultados obtenían. Pardo consiguió que se incluyera a El Algodonal en el programa. Posteriormente, vinieron drogas más eficaces en la cura de la tuberculosis y el papel del médico especialista se vio reducido. Pardo, que siempre había sido un innovador en su campo, no quiso iniciar una nueva etapa quirúrgica en campos que no habían sido su especialidad.

Su vitalidad estuvo siempre a prueba de fuego. En esos mismos años en los que se entrega por completo a la medicina de servicio público, mantiene su columna en El Nacional, se ocupa de la chapa de El Morrocoy Azul, disfruta junto con Mercedes de reuniones entre amigos, algo que no abandonaron nunca, e inicia su carrera literaria, en 1943, con la publicación de “Viejos romances españoles en la tradición popular venezolana”. Desde ese momento Pardo profundiza sus investigaciones en torno al siglo XVI venezolano. Como resultado, en 1955 se publica Esta Tierra de Gracia. Imagen de Venezuela en el siglo XVI, que le hace merecedor ese año del Premio de Actividades Histórico-Literarias. En palabras de Miguel Ángel Asturias, Esta Tierra de Gracia “es la obra de un erudito en lenguaje de cuento.” Esta combinación de erudición y narración, que tan acertadamente vio Miguel Ángel Asturias, está presente en todas las investigaciones que Isaac Pardo ha llevado a efecto.

Esta Tierra de Gracia, que como él dijo, empezó siendo un relato para explicarle a su hijo el origen de la nación venezolana, es un referente indispensable para cualquier estudioso del siglo XVI en Venezuela.

No se puede entender lo que ha sido la trayectoria de Venezuela “sin esforzarse -como dice Américo Castro- por ver, en unidad de estructura, de dónde arranca y hacia dónde va el vivir”. Porque, como hace notar Pardo en la introducción, “No hay expresión íntima de la vida venezolana que no apunté ya en el siglo XVI. Ni hay problema que no esté planteado entonces en toda su complejidad.” Y eso lo dice Pardo en 1955, cuando todavía no se podía imaginar los efectos nocivos que podía llegar a tener la riqueza petrolera no ganada. La fastuosidad de la imagen casi fantasiosa, inverosímil, de la isla de Cubagua, sobre la que Juan de Castellanos dice “haber visto llevar las perlas a la aduana, como trigos de sacos al molino” y su literal hundimiento, resultan sumamente premonitorios del panorama actual. Tanto el pillaje, antecesor de la viveza criolla, como la soberbia que crece con la riqueza no ganada, están ya presentes allí. ¡Qué desgarradora resulta hoy la sentencia, en 1544, del Presidente de la Audiencia de Santo Domingo: “No hay más Cubagua”.

Esta Tierra de Gracia es un libro escrito con un profundo amor por Venezuela, con mirada amable y comprensiva en todas y cada una de sus líneas. Quizá ese amor por el texto condujo a Pardo a interesarse por las “Elegías de Varones Ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos, y por la forma casi quijotesca en la que éste decide trasladar a versos endecasílabos lo que ya tenía escrito para crear “el poema más largo que existe en lengua castellana […] y quizás la obra de más monstruosas proporciones que en su género posee cualquier literatura”. Yo me pregunto si no hay algo de esa tenacidad de Juan de Castellanos en la manera cómo Pardo se lanza a escribir la aventura de los antecedentes de la utopía, aunque la idea original de la investigación fuera otra. El resultado, Fuegos bajo el agua. La invención de la utopía, despierta un asombro equivalente al que pudo despertar la obra de Castellanos en su tiempo.

Mi amistad con el doctor Pardo tiene su origen en el interés común que nos unió a ambos por la utopía, aunque, curiosamente, ese fue el inicio del acercamiento, pero una vez que nos conocimos, el tema de la utopía apenas apareció en nuestras conversaciones. En su biografía he querido hacer una pequeña glosa sobre Fuegos bajo el agua porque creo que no es posible comprender al doctor Pardo sin entender la dimensión del proyecto al cual se lanzó. Además, también, porque, seguramente, muchos no se han atrevido a iniciar su lectura por lo voluminoso de la obra y por creer que es un texto para especialistas, sin entender que, independientemente de lo que Pardo se propuso en un principio, lo que éste muestra es un recorrido por los orígenes del pensamiento de Occidente hasta el Renacimiento. En ese sentido, hay que entender el estrecho vínculo que a lo largo de la historia ha existido entre utopía e historia y comprender también la carga que la búsqueda de la utopía y sus variantes han tenido en el devenir humano.

Con espíritu de recogimiento monacal, Pardo fue descubriendo los primeros pasos incipientes de Occidente en su anhelo por alcanzar la Edad de Oro, el Paraíso perdido o un mayor bienestar. Las cinco partes en las que está dividido Fuegos bajo el agua recorren los antecedentes míticos de la Edad Antigua, el pensamiento de Platón; la esperanza mesiánica del judeocristianismo, tan relacionada con la idea de progreso en Occidente; la exaltación de la pobreza y de la vida comunitaria en las enseñanzas de los Padres de la Iglesia y de las distintas órdenes monacales; la génesis de la condición de libertad que representó el inicio de la burguesía en la sociedad mercantil durante la Alta Edad Media; y los planteamientos de Tomás Moro en su Utopía. En el colofón hace una revisión de las modernas concepciones utópicas en relación a posiciones anteriores.

Pardo dedicó once años a la investigación de Fuegos bajo el Agua, pero ni en esos años ni nunca, abandonó su gusto por las cosas que nos ofrece el lado amable de la vida de las que Pardo, como buen “hijo de la risa”, supo siempre disfrutar en compañía de Mercedes y con mucha dosis de buen humor.

1 comentario:

escritor dijo...

muy bueno... pero falta la fecha de defunción