Jorge Ferrer
(Palabras en el “Homenaje a Guillermo Cabrera Infante”, celebrado en el mes de abril de 2005 en el Instituto Catalán de Cooperación Iberoamericana.)
Hasta la noche del 21 de febrero pasado, Guillermo Cabrera Infante llevaba el estigma de ser el más importante de los escritores cubanos vivos. Aun cuando ese, digamos, título, no le concedía más honra que la de ser el mascarón de proa de un barco literario muy desnortado, uno que lleva años surcando las procelosas aguas del provincianismo, amenazando con rendirse a las anclas del mercado y una tradición mal entendida, el título no era poca cosa. De la misma manera que Guillermo concedía una importancia muy relativa al hecho de detentarlo, e incluso ostentarlo, no creo que a nosotros nos deba preocupar tampoco en exceso el desalojo, por defunción, de ese trono.
Los titulares de prensa que siguieron al deceso en Londres de Guillermo Cabrera Infante, unían a la mezcla de generosidad, ditirambos y lugares comunes que convocan siempre las muertes de los grandes de la literatura en el afán de las rotativas, la mención a su estatura canónica –canon literario, claro. No sé si los anuncios que antecedieron a su muerte, el estúpido accidente doméstico que le fracturó la cadera y que algunos tomaron como avance de lo que a la postre terminaría efectiva y aún más estúpidamente sucediendo, animó a adelantar la redacción de los obituarios. Ya se sabe que la mayoría de obituarios se escriben de antemano, y se van después actualizando conforme el sujeto que los merece viva más o menos años. (Que es, por cierto, ejercicio que tiene algo de divertido, al margen de su grotesco utilitarismo. Conozco de un obituario que escribió un amigo hace quince años para la muerte de un escritor cubano residente en la Isla y cuya, digamos, afinidad con el castrismo se va acentuando con el paso de los lustros en forma a la vez cómica y pavorosa, mientras que su obra literaria, todavía creciente en número de folios, va deslizándose por el tobogán de una entusiasta senilidad revolucionaria hacia la pleitesía y el sonambulismo. Mi amigo actualiza cada año el obituario y el primero y el último de la serie ya parecen corresponder a dos escritores distintos.)
GCI, como saben sus lectores, consiguió evitar el riesgo de esas fracturas que alguna juguetona piqueta teleológica hubiera querido infligir a su biografía, sumando una obra, cuya coherencia temática y estilística es el testimonio de al menos dos obsesiones: La Habana, alias, “la ciudad perdida”, y un doble trabajo sobre el lenguaje: trasladar a la letra impresa la “música extremada” (son palabras de Guillermo) del habla habanera y recomponer las palabras (casi todas las palabras) en ejercicios a veces hilarantes, si bien, casi todo hay que decirlo, también, en ocasiones, extenuantes.
Durante aquellos dos o tres días que siguieron a la muerte de GCI, en la prensa y la televisión españolas se trasegó bastante con dos ideas: "el más grande de los escritores cubanos vivos" y la mecánica del trueque de sus libros por latas de leche condensada, entre los lectores cubanos que lo leen en Cuba; trueque al que el propio Guillermo se refirió con indisimulable orgullo en más de una ocasión. Seguramente con esto último los periodistas querían poner una nota, digamos, graciosa, conocedores de cuán redituable viene resultando la exposición de la estética de la pobreza que produce la Cuba de hoy (Recuérdese Buena Vista Social Club de Wim Wenders, que es al castrismo tardío, lo que El Triunfo de la Voluntad al primer nacional-socialismo).
Las contradictorias informaciones acerca del trueque de la letra por el dulce crearon, además de cierto empalago, algunas dudas sobre los mecanismos de compensación entre los mercados libre, verdeolivo y negro en el intercambio de libros por latas. ¿Cuánto costaba, por fin, la compra o alquiler de Tres Tristes Tigres?, terminaba uno por preguntarse, ante el baile bursátil de las cotizaciones. ¿Tres, precisamente, latas de leche? ¿Cinco? ¿Diez? (Yo jamás vi en Cuba diez latas de leche condensada juntas, y creo que de haberlas tenido y estar dispuesto a cambiarlas por materia escrita, habría pedido a cambio, al menos, algún "informe" sobre Guillermo de sus colegas escritores.) Más allá de lo en apariencia festivo y tribal del asunto, me confieso rendido ante esa ya largamente conocida anécdota del trueque de desayunos por capítulos. Y quien haya visto al propio Guillermo refiriéndose a ese asunto, sabe que el placer que le producía ser el objeto de tamaño homenaje, lo ayudaba a sobrellevar la para el atroz muralla que lo separaba de su ciudad y sus gentes.
Con Guillermo Cabrera Infante ha muerto el único de los seis escritores cubanos incluidos en la nómina propuesta en El Canon Occidental de Harold Bloom que alcanzó a asomarse al nuevo milenio. También el único de los recogidos en la muy reciente propuesta de “canon cubensis” adelantada, también desde Yale, por Roberto González Echevarría. Puede parecer una cuestión baladí. Y lo es, de algún modo: de ese modo en que todo es baladí, incluido un listado de escritores.
No obstante, más allá de lo que tenga yo o cualquiera de los aquí presentes a favor de una “literatura nacional”, o lo que tengamos “en contra” de ella, e incluso de cuál sea nuestra idea de "canon literario", lo cierto es que estas nociones son perfecta, necesaria y dolorosamente aplicables a Guillermo Cabrera Infante, cuya obra está centrada en una ciudad, un idioma, una jerga y, en forma subsidiaria, en la historia del país donde está enclavada esa ciudad que mitificó y reedificó una y otra vez, hasta la muerte. No, ¡hasta después de su muerte! Y esto último no es una exageración. En unos meses se estrenará la película The Lost City, rodada sobre un guión suyo. Cierto es también, que con la muerte de Guillermo se cierra todo un largo capítulo de esa literatura, al que apenas podrán sumar unas pocas notas a pie de página los últimos supervivientes.
En ese sentido, GCI podría ser considerado como el último gran escritor de una literatura cubana que ya difícilmente pueda repetirse, una literatura del siglo XX, debida a ese siglo, que en Cuba, en su segunda mitad, fue marcada con el hierro, todavía hiriente, aunque ya apenas candente, de la revolución de 1959.
He visto o leído decenas de entrevistas a GCI. En ninguna le preguntan su opinión acerca de una "literatura nacional". Jamás aparece esa pregunta expuesta con claridad, quizás porque las luces de La Habana, esa cifra de su obra más conocida, esa metáfora de lo nacional o de la literatura escrita en Cuba, obnubilaban al entrevistador con la certeza de una respuesta aprobatoria. "La sentencia primero, luego el veredicto", como le dijo la Reina a Alicia, en ocasión que Guillermo recordaba una y otra vez.
La pertenencia, como los pasaportes, puede ser el resultado de un equívoco o, incluso, del azar o la volición. En la obra de Guillermo Cabrera Infante, quien vivió fuera de Cuba los últimos cuarenta y un años de su vida, escribió en inglés con un acierto estilístico que fue celebrado, como parejo a los de Conrad o Nabokov, y cuyo ámbito de influencias literarias apenas reconocía, entre autores cubanos, a Lino Novás Calvo, hay un segmento, digamos, marginal, por el que confieso sentir una predilección muy especial, y que lo ubica, ya canonizado, también como generador de canon, de “canon cubensis”.
Me refiero a Vidas para leerlas, donde nos dejó uno de los monumentos más importantes para una historia de la literatura cubana de la segunda mitad del s. XX (Uno tendría la tentación de redondear la frase e incluir a todo el siglo: pero no hay que pedir a Guillermo lo que no quiso darnos: la primera mitad del siglo de marras, en cuanto a Cuba se refiere, apenas le interesó o le interesó sólo a medias: Fritz Lang lo atrajo más que Jorge Mañach; Buster Keaton le ganó por knock out de mimo a Miguel de Marcos.)
Es un libro extraño, catálogo de desgracias, infamias, muertes y delaciones, pero también es una crónica del asiento de una literatura “nacional” de la que él mismo había sido protagonista durante el período breve, y a la vez definitivo, de los primerísimos años de la década de los sesenta y de la que se había apartado después, de la que, digamos mejor, había sido apartado después, cuando asumió aquel papel de “heraldo de las malas noticias”, que él mismo reivindicaba para sí, entre ufano y fatalista.
José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Calvert Casey, Carlos Montenegro, Lino Novás Calvo, Enrique Labrador Ruiz, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Lydia Cabrera, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy. Toda una literatura entrevista, denunciada, vindicada por uno de sus máximos protagonistas que, sin embargo, por el mero hecho de escribir ese libro que es compendio de su propia memoria de los escritores que reseña, queda incluido allí a modo del pintor que, en lugar de regodearse en un autorretrato, prefiere aparecer en un espejo cóncavo. Seguramente, entre los muchos empeños críticos a que será sometida su obra, ahora que Guillermo ya nos ha dejado para internarse definitivamente en el Panteón canónico, podamos leer esos textos soslayando su aliento militante, como una crónica de los años más brillantes de la literatura cubana.
Recordemos aquella deliciosa salida de GCI ante la pregunta de un periodista acerca del por qué había abandonado Cuba, que recoge él mismo después en Mea Cuba: le replicó con la historia de aquel oficial del Titanic, que habiendo sobrevivido al naufragio, por haber bajado a uno de los botes de salvamento para aliviar el descenso de mujeres, ancianos y niños a éstos, es llevado ante un tribunal militar acusado del delito de abandono de navío, gravísimo delito tratándose de un oficial de la marina. El buen hombre, siguió su relato Guillermo, se defendió ante el tribunal explicando que encontrándose en el bote de salvamento, donde no hacía más que cumplir con su deber, se percató de que el trasatlántico se hundía y asistió impotente a ese hundimiento: “En definitiva, Señorías", terminó diciéndole al tribunal, "yo no abandoné el barco; fue el barco quien me abandonó a mí".
Con esas “vidas para leerlas” asistimos al testimonio de un oficial de las letras, que vio hundirse entre las brumas del siglo a su propia nave letrada, para verla reaparecer más adelante convertida en belicoso navío artillado. Él se había quedado afuera, flotando en el agua o en el aire. Su reacción a ese amputamiento ya fue un anuncio del estado de las literaturas en un ámbito postnacional: Guillermo rastrea las marcas de una literatura cubana que sufrió la desterritorialización desde principios del siglo XIX y a la que, por lo tanto, no es en absoluto ajeno el estado de permanente lejanía y radical dispersión. Hay un ensayo en Mea Cuba, “El nacimiento de una noción”, que debe leerse junto a las mencionadas Vidas para leerlas. Una lectura consecutiva o simultánea de esas piezas sueltas permite abstraerlas de la circunstancia particular de la literatura cubana para iluminar los nuevos modos en que se mueve ya la literatura en general, libre de cualquier sujeción, libre de cualquier tentación fronteriza, ajena al engañoso corsé del entusiasmo.
Guillermo, como él mismo contaba, trajo malas noticias a Occidente, cuando desertó de la pesadilla castrista a mediados de los años sesenta. Ser heraldo de aquellas malas noticias, como es sabido, le acarreó no pocas desazones y se volvió contra él y contra su obra, cuando muchos quisieron silenciar al mensajero. Con el paso de los años, la increíble y extenuante duración del castrismo fue dibujando en su rostro la severa mueca del adelantado, aquella que proclama en silencio un dolido “yo siempre tuve razón”, y se fue convirtiendo en un hombre, que a pesar de la amabilidad de su trato íntimo, en público se mostraba hosco y malhumorado. La desazón tan duradera y la amenaza, que ha terminado en certeza, de que jamás lograría regresar vivo a La Habana, animó rencores que respiran por sus entrevistas, marcó su relación con ciertos sectores del exilio cubano y, sobre todo, con los emisarios de las autoridades de Cuba que lo sondeaban para una eventual publicación de Tres Tristes Tigres en Cuba, y generó todo ese vasto anecdotario, que persigue siempre a los misántropos célebres. Hay, en efecto, toda una leyenda negra sobre el malhumor de Guillermo, que se han ocupado de desmontar algunos de los muchos escritores españoles que encontraron siempre abierta su casa de Londres. Bástenos, (y ya voy terminando) una cita del artículo que escribió desde Madrid Javier Marías con motivo de su muerte: "humorístico, afable, inteligente y delicado, acaso el escritor menos engreído, más pendiente de sus amigos, que yo haya tratado."
He leído que en sus últimos momentos de vida, Guillermo repetía la frase con que termina Tres Tristes Tigres: "ya no se puede más", decía, "ya no se puede más". Y en una carta que escribió a su editor Carlos Barral el 28 de noviembre de 1966, ¡hace cuarenta años!, Guillermo le informaba: "…el censor hizo un trabajo excelente cuando me obligó a dejar el epílogo truncado en esa frase que es una de las mejores para acabar el libro; ya no se puede más, y que todo el mundo pensará que es una oración muy pensada, redondeada hasta decir no más y significativa, cuando en realidad es obra de esa pobre loca que cogía el sol en el Malecón un día de 1950 y tantos y a quien copié, verbatim, el discurso patafísico".
Definitivamente, es difícil que podamos hacer homenaje nosotros a Guillermo que iguale el homenaje que hizo cada uno de los días de su último medio siglo de vida a La Habana, "la ciudad perdida", y los habaneros, los locos y los cuerdos.
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