08 octubre 2011

en septiembre

Valentina Saa



I.
 Con la noche húmeda y el angosto camino de cemento agrietado y brillante por la lluvia caída, apenas iluminado por algún faro remanente, los pasos de Juan Diego avanzaban salpicando sus zapatos, el ruedo del pantalón. El canto de los sapitos y grillos retumbaban en la negrura de lo que alguna vez pudo ser un jardín.
Se sentó en el borde de la acera, no le importó que estuviera mojada. Enterró su rostro entre las manos y soltó un llanto desesperado, ahogado, dolido, un llanto que parecía venirle de un lugar tan íntimo que ni él mismo sabía que poseía ese espacio en su ser.
Lloró, lloró mucho y nada ni nadie le interrumpió, porque nada ni nadie pasó o se acercó al lugar.
Una brisa fresca, que traía pequeña gotas de los árboles, lo envolvió, pero no pareció darse cuenta o no le importó. Seguía llorando, con la cara estampada en la palma de sus manos. Todo hasta que, una voz, se mezcló con su llanto y con el coro de sapitos y grillos.
Juan Diego…
El hombre, con la cara abotargada, levantó el rostro, lentamente y dejó de gemir, de sus ojos no dejaron de salir lágrimas ni de su pecho una respiración entrecortada.
Vine en cuanto lo supe.
Juan Diego no pudo hablar. Rompió en llanto sonoro de nuevo, mientras el hombre, que más parecía la sombra de algo que de un ser humano, dio dos pasos hacia delante. Metió sus manos en la chaqueta negra que traía, hizo silencio por un rato, hasta que habló.
Vete a tu casa. Lo que pasó no lo vas a resolver con estar en este lugar. No tienes público a quien darle lástima. Deja eso para otro momento.
Juan Diego se levantó y salió corriendo del lugar donde estaba, un sitio muy cercano a la fachada de la morgue de la policía científica.
El hombre, que parecía una sombra alargada, lo vio alejarse. También se fue.



2.
La cama estaba deshecha, un desorden que lucía hermoso. La habitación llena de luz porque las persianas estaban abiertas y las ventanas abiertas, lo mismo que la puerta que daba al balcón. El balcón era como un podio delante de un mar verdeazul, como un trampolín a una piscina natural. La brisa mecía las palmeras, como una canción tropical. Un servicio de café, frutas y panes, estaba puesto en una mesa antes de salir. En la baranda de madera blanca, los cuerpos de un hombre con un pantalón blanco que ondeaba a causa del viento, y de torso bronceado y atlético y ella, Shangay, que tenía una pequeñísima bata blanca se besaban apasionadamente. Las manos de la chica se deslizaban por la espalda de él y las de él buscaban la manera de hurgar las nalgas de ella bajo la pequeña prenda.
Lo logró, sus dedos masajearon unas nalgas perfectas, redondas, carnosas, cuya piel se iba erizando por la caricia, adentrándose por la hendidura trasera, rumbo al espacio donde empiezan las piernas. En el rostro de Shangay se dibujó un gemido de placer, una contorsión que la puso de espaldas mientras el hombre besaba su cuello, su rostro, sus hombros y los dedos buscaban abrir el sexo femenino, con delicadeza, con un movimiento que lograba que la mujer cada vez perdiera más la noción de donde estaba y se sumergiera en el placer que le estaban brindando. Sentía como una sonata, el sonido acuoso que lograban los dedos de él empapados en sus fluidos. Ese gorgoteo la llevaba a un lugar que solamente reconocía cuando estaba envuelta en el placer. Eros la besaba. Se dejaba. No había nada que le gustara más que su esencia fluyera por cada uno de los poros.
A él se le notaba la excitación por la respiración y por el enorme bulto que ya había crecido bajo el pantalón blanco.
Shangay alargó la mano y como pudo lo sacó, inclinó su cuerpo hacia delante, ofreciéndose a ser penetrada. El enorme miembro obedeció y buscó la entrada en ella que parecía una concha de nácar. Una, dos embestidas y Shangay se apartó.
El hombre rápidamente guardo su sexo y se acercó a preguntarle.
¿Qué sucede? ¿No te gusta?
Me haces daño, respondió secamente, sin mirarlo.
¿Eres Virgen?, trató de aferrarla a por los hombros, sin lograrlo.
No, pero es demasiado grande, demasiado grueso y la excitación la perdí por el dolor que me causaste, sus palabras no tuvieron el más mínimo ingrediente de compasión.
El hombre, molesto ante la reacción de ella. Entró a la habitación. Unos minutos más tarde, cuando Shangay lo hizo, ya se había marchado con lo poco que había traído.
La mujer, insatisfecha, se sentó en el borde de la cama, llevó sus manos a su pubis, comenzó a balancearse. Cayó en la cama y cayó dentro de sí misma, como en un lago de aguas calmas que se van agitando por el viento que sopla de los bambús. Su mano, diestra, acariciaba su vagina, templo sagrado, impregnado en deseo. Volvió al lugar que reconocía cuando su mente se convertía en un lugar lleno de lujuria, de sensaciones que como la superficie del lago, por el viento del bambú, estremece al agua y crea ondas que van y vienen, que llegan a la orilla en un ballet hermoso. En un grito soltó una energía hermosa, potente, una parte de su alma se había quedado flotando en el aire con el orgasmo tenido.

3.
La playa estaba bastante desierta. La arena, iluminada por los rayos de un sol que se dispone a retirarse, se veía de un tono dorado. El mar quieto, plateado, llegaba lento y perezoso hasta la orilla. El quiosco que servía de bar tenía poco movimiento.
Shangay, con el orgasmo aún latiendo en su sexo, llegó caminando hasta la orilla. El roce de su entrepierna lo mantenía vivo. Dejó que el agua tocara sus pies. Se retiró rápida, estaba fría. Se quitó la bata y dejó ver un cuerpo espectacularmente esculpido, sin grasas que sobraran, sin bultos que la afearan, excepto dos senos hermosos y dos nalgas que no brincaban ni al caminar.
Se sentó en una tumbona con un libro y un camarero vino enseguida. Ordenó un mojito y a la brevedad se lo trajeron. Sus labios, ni muy gruesos ni muy finos buscaron el pitillo para poder beber el trago. Qué delicia la mezcla del licor con ese toque de hierbabuena, azúcar, hielo. Sentía un éxtasis enorme cuando el trago entraba en su boca, empujado por los labios y le impregnaba la lengua, empapando cada papila gustativa, humedeciendo el paladar, las encías. Era como un beso de los dioses, de Baco, un beso que se da y después no hay otro igual en un humano.
En su mente se empezaron a dibujar imágenes de la mañana, cuando él llegó. Shangay se había levantado ya y dejó la cama sin hacer para provocar al deseo. Luego los besos, sentir sus ganas, el rechazo… Ah, eso, el rechazo a ese miembro enorme, bestial y luego el placer por sus propias manos, el placer de una manera impecable, como nadie sabía hacerlo. El placer a su ritmo, en esa manera de tocarse, aprovechando el inmenso deseo que le había dejado el hombre. ¿Su nombre? Qué importaba, como tampoco importaba la mentirilla del dolor por la penetración. Si, era grande, mucho, demasiado para el común, pero ella lo hubiera podido lograr. Al dejar correr estas imágenes sintió la humedad que mojaba el tarje de baño y dejó que su mano bajara al borde de la mínima pieza. Con su dedo medio fue acariciando en parte la piel, en parte la tela y el deseo fue cada vez mayor.
El trago se acabó y llamó al mesonero, aplazando momentáneamente sus autocaricias. Cuando el joven llegó con el segundo trago, una lágrima rodaba por su mejilla.
¿Le sucede algo, señorita?
No… no, joven, gracias, le aviso cualquier cosa, dijo con una seductora tristeza, de ésas que están salpicadas de trampas para despertar la morbosidad en el otro.
Su mirada se quedó perdida en la lejanía y vio a dos muchachas que trataban de entrar al agua fría y por el temor que producía la temperatura, empezaron a salpicarse la una a la otra de agua, quedando totalmente empapadas. Una agarró a la amiga de la mano y la obligó a hundirse. Se veían las dos cabezas, muy cercanas, flotando. Los cuerpos debajo del mar. ¿Qué haría? ¿Se tocarían? A lo mejor una de ellas metía su mano por la pantaleta del bikini de la otra y jugaba, entre agua salobre, con la pequeña lengua de su sexo hasta penetrarla suavemente. Ah, la delicia de la suavidad que deberían sentir. Ella volvió a acariciar su pierna, subiendo a la línea del traje de baño. Sintió que su mano la besaba muy cerca de su sexo, como el trago lo hacía en su boca. Lentamente comenzó a hacer pequeños movimientos con los músculos vaginales y disfrutaba al sentir que manaba esa miel nacarada que la iba empapando. Quería más. Sus nalgas se apretaban y sus caderas subían y bajaban suavemente y sin que nadie se diera cuenta. La excitación iba creciendo. Y aunque había poca gente en el lugar decidió taparse con la bata y seguir acariciando el clítoris duro, mojado: Le ardía, le dolía de tanto deseo. Buscaba en su vagina líquidos para frotarse. Ella misma, como quería y al ritmo deseado, se hizo el amor.
Se levantó y se fue a la habitación.

4.
Juan Diego acababa de llegar de un largo viaje que lo había llevado por parte de India, Tailandia, para regresar por París y quedarse ahí unos días. Estaba cansado pero se sentía satisfecho de lo logrado en los días de ausencia. Se sirvió un trago y se sentó en su silla favorita, a ver la última luz del día. No tenía sueño y se sentía algo tenso. En ese instante sonó el timbre. Fue, abrió, y era ella, Shangay, vestida de una manera tan sencilla pero tan hermosa, con esa sonrisa a medias que decía mucho más que alguna frase. Él la agarro por la cintura, la besó con todas las ganas del tiempo sin verse y se la llevó hacía adentro, cerrando la puerta. No hubo saludos ni preguntas. Se sentó donde estaba y ella sobre él. Los besos eran una conversación deliciosa que se aderezaba con los movimientos de cadera de la muchacha. Él llevó sus manos a las nalgas de ella y comprobó que no tenía ropa interior.
Te vas a hacer daño.
Eso se remedia, respondió Shangay con sus labios dentro de los de él, al tiempo que le abría el cierre y Juan Diego ayudaba a sacar su pene erecto. Ella misma lo puso en la entrada de su vagina y, sin que la penetrara del todo, comenzó a dejar que la punta vigorosa la acariciara por fuera, por sus labios, que regara sus jugos y que su clítoris también aumentara de tamaño y se endureciera.
Ambos estaban en ese lugar que no es real, que no es presente ni futuro y mucho menos tangible. Ese lugar, ese espacio de tiempo cuando el universo se transforma en los labios que besan, en la lengua que busca, en las manos que, desesperadas, recorren, en los sexos que se entregan.
Shangay se sentó y tragó con su vagina el pene. Cabalgó en la anchura del deseo, disfrutó con la mezcla de sonidos entre sus respiraciones y jadeos y los chasquidos de los besos de los sexos que se frotaban, que se exploraban. Hasta que, dos gritos dieron paso a un silencio, apenas quebrado por el cansancio de sus respiraciones.
Él la cargó, la llevó al cuarto, la desvistió y la vistió con sus besos. Un cuerpo hermoso en las sábanas, tendido boca arriba. Él se quitó la ropa y dejó ver sus kilos adquiridos en el viaje.
Comenzó a besarle los pies. Ella subió sus piernas y dejó ver su sexo, aun con residuos del semen. Juan Diego se percató y sonrió. Siguió besándola. Estaba entregado. Su miembro todavía no respondía al estímulo, quizá por la premura, quizá por el cansancio que traía. Y menos cuando el celular de ella sonó. Lo atendió, cerró sus piernas y se puso de lado a hablar divertidamente, mostrando un culo que provocaba besar. Juan Diego optó por acariciar las nalgas, pegó su cuerpo al de ella, quedando su miembro entre aquellas dos masas duras de músculos. Pero nada que hacer, la erección no sucedía, ni siquiera porque ella, mientras hablaba bajito y reía, comenzó a moverse, dando golpes suaves al pene que se rehusaba a subir. La desesperación de Juan Diego ante el hecho lo llevó a tomarla por los hombros, ponerla boca abajo. El celular salió disparado.
¿Qué haces?, gritó molesta Shangay.
No quiero que hables por teléfono cuando estás conmigo.
Ella se paró, lo miró enfurecida y desvió sus ojos hasta su pene flácido.
¿Estar contigo? No veo que hayas logrado levantar ese pedazo de sexo que tienes mientras que yo tengo ganas, muchas ganas, estoy mojada.
Se acercó entonces a él y le agarró una mano, la puso en su sexo.
¿Ves? Estoy mojada, quiero satisfacción, quiero ser amada, poseída.
Puedo hacerlo sin mi pene, dijo Juan Diego, con un tono de voz infantil, herido, o reprendido.
Ella lo miró con severidad y luego una sonrisa pícara se fue dibujando en su rostro.
¿Y qué harías? ¿Sabes mover tu lengua?
La agarró, la acostó y separó sus piernas. No le importó lo que había en el lugar. Besos, chupó, succionó y metió su lengua en aquel lugar salobre que se contraía. Se dio cuenta que ella se frotaba el clítoris. Juan Diego le quitó la mano y lo comenzó a hacerlo él. Ella gemía, sentía placer. Pero él, en su locura, en su deseo de complacerla y ante la imposibilidad de que su miembro se endureciera, se desbocó en ambas caricias y la lastimó.
La muchacha se levantó molesta. Ni lo vio ni le habló. Se vistió y salió. Él quedó tirado en su cama, con un miembro flácido, la boca con un sabor desagradable. Fue y se sirvió otro trago, que bebió de un golpe. Y luego otro, otro, otro. Su pene colgaba. Él también colgaba del mundo, de la existencia.
Se despertó en su cama, desnudo y con un dolor de cabeza tremendo. Eran apenas las diez de la noche.

5.
Nada como hacer el amor, o tener sexo en un lugar prohibido, dijo Shangay a Paloma, sentadas ambas en la barra de un bar.
Por Dios, qué estás diciendo.
Es en serio. ¿Nunca lo has hecho?
No, la verdad es que… no. Creo que para eso está la cama, hasta el piso, pero creo en la intimidad, en la soledad.
Qué dices… le respondió con su sonrisa pícara y burlona. Deberías probar.
Paloma suspiró y miró a todas partes. Era una chica de una hermosura extraña. Su pelo, color avellana claro, con bucles largos hasta la mitad de la espalda, caía ligero, suelto. Su piel era de un color parecido a la canela. Sus ojos, verdes, casi como un mar, con unas vetas marrones que los colocaban en el rango de ojos felinos. Eran almendrados, rodeados de un bosque de pestaña que, cuando parpadeaba, acariciaba al aire. Su nariz era algo grande, con un hueso brotado. Sus labios gruesos, carnosos, apenas con un matiz de maquillaje, se entreabrían para dejar ver una dentadura perfecta.
Oye, ¿qué haces esta noche?
Nada, respondió Paloma que se había quedado pensativa ante las palabras de su amiga sobre el sexo.
¿De verdad sólo has tenido relaciones en una cama?
La chica la miró con cierta incomodidad.
¿Por qué te interesa tanto dónde tengan sexo los demás?
Levantó los hombros, tomó un largo trago de escocés, lo paladeó y luego, con la punta de su lengua, limpió sus labios que, si no eran gruesos como los de su amiga, eran hermosos y provocativos también.
No, no me interesa. Sólo me interesa cómo lo hago yo, cómo busco las maneras de lograr la mayor de las satisfacciones.
¿Y… qué has hecho?
Soltó una carcajada que llamó la atención de los que estaban en el lugar. Tiró su cabeza hacia atrás y se tomó lo que quedaba en el vaso.
Es mejor hacerlo que contarlo.
No entiendo.
Que si te cuento, no va a tener gracia, no va a ser interesante. Mientras que si lo hago, te va a gustar.
¿Quieres que te vea..? preguntó la chica con algo de susto y expectativa a la vez.
No. No has entendido nada. Puso su mano sobre la pierna de su amiga, por un breve instante y luego la retiró. O a lo mejor si te cuento, te puedes excitar, pero aquí sólo estamos las dos. ¿O preferirías tener sexo con un desconocido, con un viejo panzón de estos que nos rodean?
No, la verdad es que no.
¿Cuántas parejas has tenido? Porque me imagino que eres de las que tienes sexo sólo con tu pareja.
Dos.
¿Y?
Hubo un silencio grueso de tragar. A la joven no le quedó más remedio que hacerle señas al bar tender para que les rellenara los vasos. Miró y constató que sólo había hombres mayores, en grupos o con sus parejas, excepto dos muchachos hermosos, que con toda seguridad eran homosexuales.
¿Qué pensarías si te digo que nunca he sentido nada?
La pedrada que reventó el silencio. Shangay tomó un trago largo de su escocés, frunció la boca, miró a la pareja gay y luego miró a Paloma.
Que los hombres con los que has estado son unos estúpidos.
La chica, con los hermosos ojos almendrados, ahora llenos de lágrimas, bajó la mirada.
No, no llores, no es culpa tuya. Es culpa de los demás, dijo con ternura, con suavidad. Ven, la agarró de la mano, vamos al baño para limpiarte la cara y te cuento lo que me pasó con un estúpido ayer.
Se la fue llevando, llegaron al baño, no había nadie y ella cerró.
Por instantes Paloma se imaginó haciendo el amor con Shangay. Le produjo susto, placer y deseo.
Resulta que fui a ver a un amigo que tenía tiempo fuera del país. Hicimos el amor y… no estuvo mal, pero yo quería más, en ese momento puso su mano sobre el hombro de la amiga. Quería que me volviera a poseer, estaba tan urgida de un gran orgasmo, estaba tan mojada. Fue cuando me llamaste, ¿Recuerdas que la comunicación se cortó?
La otra sólo asintió, mientras experimentaba en su cuerpo sensaciones deliciosas con la cercanía de Shangay que la tenía contra la pared, podía beberse su aliento en cada palabra y sentir que el cielo la besaba a cada paso de la mano de la chica que limpiaba sus lágrimas.
Pues se cortó porque él me agarró a la fuerza y como no podía tener otra erección, comenzó a hacerme sexo oral y en su desespero me hizo daño. ¿Es culpa mía? Pregunto con un tono casi infantil.
Paloma negó con un movimiento de cabeza, a la vez que se mordía los labios. Ella aprovechó para acercarse y bajar su mano por el brazo, apretarlo apenas.
No, no lo fue. Yo sólo tenía ganas de sentir, de experimentar. Y hay tantas maneras de hacerlo, de buscar ese momento en que todo se queda en blanco porque las almas son poseídas por la presencia de Eros, de Afrodita…
¿Y qué hiciste? Preguntó Paloma, con una curiosidad que iba creciendo y con una extraña sensación de bienestar en su piel.
Me fui, lo dejé y te fui a buscar, le confesó Shangay. La verdad es que tu compañía me encanta. Me gusta tu manera de ser, ese silencio tan permanente en ti. Terminó de hablar tomándole la barbilla con la mano y sonriéndole de manera provocativa. Ven, vamos a terminarnos el trago y nos vamos a casa de unos amigos.
Así hicieron, Shangay y Paloma salieron del bar y el carro de dos puesto, último modelo, se perdió entre calles.

6.
Era un apartamento bastante grande, con una terraza que daba a la ciudad donde miles de focos titilaban en medio de la noche.
El grupo era numeroso. La puerta se abrió y Teodoro dejó pasar a Shangay, que venía, como siempre, sonriente, con esa manera de caminar tan sensual que de inmediato llamaba la atención de los presentes. Sólo dio dos pasos para que Paloma entrara.
Ella es Paloma, una gran amiga.
Hola, Paloma, dijo Teodoro dándole un beso en cada mejilla. Entra estás en tu casa.
Así hicieron, Shangay conocía a algunas personas, el resto volteaban a mirarla. Nunca desatendió a Paloma, a quien presentó como “una gran amiga”. Al poco rato, ambas tenían un trago en la mano.
Una música de suave, sonaba a cualquier lado que se movieran los invitados. Shangay invitó a Paloma a sentarse en un sofá, de dos puestos, que tenía la vista privilegiada de la terraza.
¿Te gusta?
¿El sitio?
¡Claro! ¿Qué más puede ser?
Paloma se quedó callada por unos instantes ante el toque de agresividad  en las palabras de Shangay.
Disculpa si te molestó mi tono, dijo ahora con una ternura sorpresiva Shangay. No fue intencional. Sólo lo dije como un hecho. No creo que te vaya a preguntar, así, tan de frente, si te gusta alguien que hayas visto en el lugar.
Puso su mano sobre la de Paloma y la apretó suavemente. Las pieles estaban tibias.
Estas personas, las pocas que conozco, son muy simpáticas. Hay muchos que no sé quiénes son.
Al parecer ellos sí te conocen.
¿Y cómo lo sabes? Preguntó Shangay, algo sorprendida y con un tinte de agrado por la observación de su amiga. Le soltó la mano.
Paloma se puso nerviosa. Bajó la mirada.
¿Por qué todo te da tanta pena?
Paloma levantó la mirada y la belleza de su rostro se reafirmo al abrir la boca, como si fuera a iniciar una larga respuesta y la dejó así, sólo mirando a la ciudad que titilante que se rendía ante el público.
¿Te pasa algo?
No, no, disculpa. No es que me dé pena. Lo que pasa es que… a veces soy observadora, me lo han dicho y… pues me da pena porque no sé cómo va a tomar la persona mi percepción que, además, no sé si es correcta.
Shangay se quedó callada y con un signo de gran admiración ante las palabras de Paloma.
Además de bonita, eres inteligente.
Ni lo uno ni lo otro, respondió, ahora con una picardía sacada de quién sabe qué lugar, Paloma.
Ajá, cómo sabes que muchos sí saben quien soy.
Porque te miraron al entrar y enseguida se pusieron a conversar, sin dejar de verte, por lo que deduzco que estaban haciendo algún comentario sobre ti. Hizo una pausa. Insisto, es una simple deducción.
¿Sabes qué? Me encantas, paloma, me gusta tu manera de ver las cosas, de sentirlas. Tu timidez.
Paloma sólo sonrió y desvió la mirada, paseándola por una cantidad de personas, sin realmente mirar a ninguna en especial.
¿Crees en el amor?
“El problema del amor se me aparece como una montaña”, dijo queda, sin mirar Shangay, como si estuviera dialogando consigo misma.
Shangay, por su parte, no supo qué responder. “El problema del amor”… ¿Qué habrá querido decir con eso? La veía y sentía deseos de tocarla. Repentinamente, paloma se levantó.
Voy al baño.
Se alejó entre la gente y le preguntó a Teodoro, que la escoltó a la parte interna del apartamento.
Shangay se extrañó que no le preguntara a ella dónde estaba el baño, o no le pidió que la llevara. Se levantó ella también y fue a reponer su trago. Se encontró con Matías y sin disimular, dirigió sus ojos hasta el sexo del muchacho.
Me encanta verte, cada vez que nos encontramos, te veo con el sexo erguido.
Matías la abrazó, a modo de saludo y pegó con fuerza su pene, en verdad erecto, del cuerpo de Shangay. Ella se estremeció y le dijo al oído si era por alguien en especial que estuviera en la fiesta. Al separarse, él respondió que sí y señaló a un hombre, algo mayor que todos ellos, pero de una belleza incalculable. De pelo gris, tez bronceada y ojos verdes, tan verdes como el mar que le gustaba a ella. Como aquella playa, donde no quiso tener relaciones con el hombre del gran sexo que, muchos de sus amigos, hubieran deseado tener. Aquella playa, le gustaría ir con Paloma. Y miró a su alredor sin encontrarla, por lo que decidió entrar y preguntar por su amiga.
Se fue, le dijo Teodoro.
¿Se fue? ¿Cómo, cuándo?
Pues me preguntó dónde estaba el baño, la acompañé y me dijo que si luego podía ponerle el ascensor a planta baja.
Shangay se molestó, tomó su cartera y se fue de la fiesta. Iba echa una furia, dispuesta a tomar su carro y lanzarse a las calles.

 7.
Al llegar al carro, se encontró a Paloma junto a él, mirando el cielo.
¿Estás loca?
Paloma sólo la miró.
Dices que vas al baño, desapareces, te vas y ahora estás aquí, sola, en medio de la calle.
No tenía ganas de estar en se sitio.
¿Y no te bastaba con decírmelo?
Te estuve esperando.
¿A mí? ¿En dónde?
En seguida cayó en cuenta. Qué estúpida se sintió, qué imbécil. ¿Cómo le podía pasar algo semejante a ella, que en materia de seducción, de crear momentos para el deseo y la pasión, estaba mandada a hacer?
Disculpa, dijo con otro tono de voz, con amabilidad, como un cachorro que había sido reprendido. Sube, te llevo a tu casa.
Paloma obedeció y en el trayecto no hubo palabras. Shangay, en ese momento, se sentía la persona más estúpida. ¿Cómo una niña, que nunca había tenido un orgasmo, que no había demostrado interés en responder a las insinuaciones de ella, le había hecho eso? ¿Cómo la despistó de esa manera, yéndose al baño y luego desapareciendo? No sabía ni qué decir y menos qué preguntar, porque la curiosidad sí le atacaba, le encantaría saber qué hizo mientras esperaba, encerrada en el baño, cuáles eran sus expectativas. La rabia le restaba fuerzas y Paloma se había encerrado en un silencio descomunal. Su mirada estaba puesta en el vidrio y en lo que la velocidad iba dejando atrás.
Sonó su teléfono y lo atendió. Era Juan Diego, pidiendo disculpas. La quería ver.
Ahora no puedo, te aviso más tarde o mañana. Colgó sin dejar que el hombre hablara.
Llegó a la casa de Paloma, estacionó y volvió a disculparse.
No importa, dijo Paloma, los equívocos a veces nos traicionan. Se bajó del carro y entró rápidamente.
A Shangay le costó arrancar el carro. Se quedó pensando y le empezó a retumbar la frase dicha por Paloma: “El problema del amor se me aparece como una montaña”. Tiene problemas de amor. ¿Y si quería tener algo conmigo y no me di cuenta? ¿Y si nunca ha estado con una mujer y quiso probar conmigo?
Cogió su celular y marcó el número.
¿Aló?
Disculpa, Paloma, ¿puedo subir o tú bajar?
Espera, te aviso en un instante, y colgó.
Shangay estaba muy molesta consigo misma, tanto que lanzó el teléfono en el asiento. Lo busco tanteando y sintió que había algo de ropa. Encendió las luces y era ropa interior, una pantaleta. ¿La habría dejado Paloma ahí? No, ya no podía con tantas incógnitas, no sabía cómo manejar la situación.
Pensó que Paloma era una mujer tranquila, que, probablemente sí la había estado esperando, pero que nada de lo que había pasado es porque fuera de esas personas maquinales. Que le tendió, sin mucha pericia, varias señas y que ella no las supo leer o no pudo. ¿Qué le pasaba con Paloma? ¿Y si fueran a la casa de la playa? ¿Y si ella llamara a aquel chico, de miembro descomunal y ponía a Paloma para que supiera lo que era un orgasmo?
Sonó su celular y lo respondió.
Si quieres sube.
Colocó bien el carro. Se bajo y subió. El ascensor se abrió en una sala poco iluminada. Apareció Paloma, tal y como estaba vestida. No dijo nada, sólo la miró. Shangay se quedó sin argumentos y sin movimientos.
¿Quieres tomar algo? Tengo una botella de champaña fría, si te apetece.
Shangay asintió.
Siéntate, ya vuelvo con la botella y las copas. Pero Shangay desobedeció y la siguió. La agarró en la oscuridad de la cocina por la cintura y le beso el cuello a través de la gruesa melena. Paloma no se movió, por lo que Shangay se detuvo.
Perdona, es que… no te entiendo, no sé qué quieres.
Paloma no encendió las luces. Sacó la botella y dos copas que se veían casi congeladas. Con destreza destapó la champaña y con destreza llevó las tres cosas hacia la sala, seguida por una descolocada Shangay.
Sirvió, se sentó y estiró la mano.
Salud, bienvenida a mi casa.
Salud.
Tomaron y luego se hizo un silencio incomodo, que sólo se llenó con el pequeño ruido de las burbujas en las copas y el de las gargantas que tragaban.
Me dijiste que nunca habías sentido nada.
Es verdad.
Y que nunca habías hecho el amor en un lugar público.
También es verdad.
Me dijiste que me estabas esperando en el baño.
Quería ver que se sentía en la intimidad en medio de una fiesta y saber si podía ir más allá.
¿Y? preguntó Shangay.
No llegaste.
¿Y estarías dispuesta?
Aquí no hay nadie, sería tener sexo con una mujer en mi casa, en mi cama.
Es inteligente y astuta, pensó Shangay.
Disculpa, Paloma, de verdad he sido ruda contigo y no suelo ser así con nadie.
¿Eres bisexual?
Digamos que… Digamos que me gusta sentir, experimentar con mi cuerpo y con mi sexo y, si te soy franca, los hombres no me satisfacen como me deseo, como imagino o como lo hago yo.
¿Y las mujeres?
Es distinto.
Paloma se acercó y besó profundamente a Shangay. Ambas tuvieron que dejar las copas a un lado para entregarse a los besos que, sin saber cómo, comenzaron a resultar algo hermosamente sensual. Caricias de unos labios a otros, palabras, poemas que se hacía del sonido de las voces creadas al saber las texturas de las lenguas, de las encías, de los dientes, de los mismos labios que, desaforados, buscaban, entregaban, necesitaban.
Shangay cayó sobre el sofá de cuero y Paloma, encima de ella, se movía buscando placer. Shangay comprobó lo de la ropa interior pero se había equivocado, la traía puesta, así que no eran de ella. Mientras la agarraba por las nalgas se dio cuenta que el caudal de flujo vaginal era enorme. Lo sintió sobre su ropa. Se apresuró y le quitó lo que pudo, besando su cuerpo. Paloma estaba muy excitada, Shangay también y tuvo, sin hacer nada, un gran orgasmo que la hizo estremecer.
¿Qué hiciste?
Nada, respondió Paloma, ¿por qué?
Porque nunca nadie me había hecho sentir un orgasmo así. ¿Y tú?
No, nada, estoy muy excitada, pero…
Shangay la cayó con un beso y le propuso que se fueran a la casa de la playa. Paloma accedió.

8.
Juan Diego atendió la llamada al ver que era de Shangay. Lo invitaba a la casa de la playa…
Ellas habían llegado amaneciendo. La botella de champaña la tomaron en el carro, mientras Shangay conducía.
Las primeras luces creaban un espectáculo en el cielo en la superficie del mar. Las enredaderas de mil colores que trepaban por la pared de la edificación hasta llegar al balcón de Shangay. Le daban un toque especial: flores enredadas unas con otras que parecían hacerse el amor. La brisa marina dejaba pequeñas gotas en todas partes y un aroma como el de un sexo deseoso de recibir placer. Loros, guacamayas y miles de aves dejaban sentir el saludo mañanero.
Entraron al pequeño apartamento. Paloma miraba todo en silencio y Shangay la miraba a ella. Ninguna sabía qué hacer luego de lo ocurrido. Además, estaban a la espera de Juan Diego que, aunque Paloma sabía que venía un amigo, Shangay no le había dicho el nombre.
Además, Shangay seguía con la idea de localizar al chico que tenía el miembro gigante. Había algo en ella que batallaba entre ver la sexualidad de Paloma compartida y tenerla sólo ella, cuidarla, además de hurgar en sus interioridades. ¿De dónde le nacía este sentimiento? No tenía ni idea, era algo tan inusual en su manera de ser. Desde hacía mucho tiempo Shangay se había convertido en una adicta al sexo, lo tenía como culto y más allá de las etiquetas de bisexual, homosexual o heterosexual, a ella le interesaba el comportamiento de los demás ante sus deseos, ver cómo reaccionaban a sus palabras, a sus provocaciones, a sus trucos. Le encantaba masturbarse, era lo que más le complacía y la dejaba satisfecha. Le encantaba excitarse en público, como lo había hecho en la playa y era verdad, le encantaban las relaciones en lugares prohibidos. Pero el orgasmo sin penetración y con la ropa puesta, que le había causado Paloma, la noche anterior, nunca antes lo había experimentado.
Shangay quería sentir más, eso era lo que deseaba en ese momento, pero algo  la detenía, la actitud de Paloma había impuesto un respeto que para ella era desconocido o estaba en desuso, el respeto.
¿Tienes hambre?
Un poco, respondió Paloma sin dejar de ver lo que había en el lugar. Esta vez la cama estaba hecha, vestida con un edredón de plumas blanco y muchos cojines azul marino, azul y blanco y blancos. Las lámparas de noche eran dispares, una colgaba del techo, la otra estaba de pie, sobre la superficie de una de las mesitas, que también eran dispares. Una mesa cuadrada blanca, con individuales azules, daba a un ventanal, una vez que Shangay corrió la persiana, se pudo ver el esplendor del mar y el sol ya más presente. Y el balcón, el lugar preferido de Shangay para exhibir sus amoríos a la naturaleza porque, dada la manera como estaba ubicado y a las altas palmeras, nadie de la playa podía ver qué sucedía ahí.
Entonces vamos a bajar, ya el café debe estar abierto.
Bajaron sin verse y sin hablarse. Se sentaron de la misma manera. Vieron la carta igual, ordenaron sin consultarse y, esperando la comida, Shangay se atrevió a hablar.
¡Qué quisiste decir con eso de… “El amor… y no supo seguir.
“El problema del amor se me aparece como una montaña”. No es mío, es de Jung.
Jung, repitió vacilante Shangay.
Sí, Jung, y como vio que Shangay estaba un tanto perdida ante el nombre dado, Paloma comenzó a hablar. Jung era discípulo de Freud, sicólogos los dos, bueno, Jung era siquiatra también. Lo que pasa es que Jung hizo sus propios estudios, alejándose del campo freudiano, y creó su propia escuela, que trabaja más con los arquetipos.
Shangay la veía embobada y permanecía en silencio.
Y trabaja con los arquetipos porque lo hace desde el punto de vista mitológico. Cada dios del Olimpo representa una personalidad y cada ser humano tiene algo de ese dios o diosa. Por ejemplo, el amor, la sexualidad, todo tiene que ver con Eros, Afrodita…
No pensé que tuvieras nada que ver con sicología, creía que eras…
Soy una gran lectora, la cortó Paloma. Y no, no tengo nada que ver con sicología, cuando te conocí te dije que era…
Diseñadora… la cortó Shangay.
Sí, así es.
¿Y qué te pareció mi pequeño espacio playero?
Muy lindo. Con la mejor de las vistas. Todo muy bien acomodado, con mucho gusto.
Gracias.
Una pregunta, dijo algo distante Paloma, no taje ropa de baño, es más, no traje nada.
No importa, yo tengo.
¿Y regresamos?
La pregunta le golpeó el alma, el ego, la vida a Shangay. Si fuera por ella, cada vez que pasaba el tiempo, menos quería regresar y soltar a aquella mujer que la había embrujado.
No lo sé, cuando quieras. Me gustaría enseñarte la playa, ir a unas pequeñas islas que hay cerca, el pueblo.
Y hay una sola cama.
¿Te importa?
Negó con la cabeza al tiempo que desviaba la mirada hacia el mar que llegaba hasta la costa.
¿Por qué está tan distante?, pensó Shangay. Esto la angustió.
Llegó la comida y desayunaron en silencio. ¿Qué había pasado con la magia que se generó al principio entre las dos? Al menos Shangay se lo preguntaba. También le recorría el cerebro que Juan Diego llegaría en cualquier momento y le fastidiaba. ¿En qué estaba pensando cuando lo invitó a venir?
¿Nunca habías estado con una mujer?, preguntó repentinamente Shangay.
Paloma negó con un movimiento de cabeza.
No, nunca.
¿Y por qué ahora?
Desvió de nuevo la mirada, suspiró y se quedó un rato viendo el mar.
Mmmmmm, volteó y clavó sus ojos en los de Shangay y sonrió. Hay algo en ti que me atrae. Y mucho más cuando me dijiste lo de tener relaciones en un lugar público. Por eso te esperé anoche en el baño.
¿Y ahora, quieres?
¿En la playa?
¿Sí, por qué no? Vamos a cambiarnos.
Las dos chicas subieron y al llegar al pequeño apartamento, Shangay la besó. Paloma respondió satisfactoriamente y cayeron en la cama. Los cuerpos, cada vez con menos ropa, se enredaron, como las plantas que florecían y trepaban afuera.
Los labios de Shangay exploraron el cuerpo de Paloma, quien se dejaba hacer mientras se retorcía de placer. De su sexo, como si fuera un manantial, brotaba el hermoso y preciado líquido perlado que, una vez descubierto por Shangay, fue usado para untar a la chica.
Cada vez que Shangay posaba su mano en el sexo mojado de Paloma, ésta gemía, pidiendo que la dejara ahí, que la tocara ahí, pero Shangay prefirió usar su boca y besar los labios vaginales. Paloma estaba en éxtasis, estaba muy excitada y Shangay estaba fascinada porque jamás había visto a una mujer que se mojara de tal manera.
Uso su lengua, la chupó, la besó, jugó con un clítoris enorme y duro, casi como un pene. Las manos de Paloma enredaban el cabello de Shangay, se aferraba a él de una manera desesperada. Shangay estaba complacida porque sabía que Paloma disfrutaba con sus caricias.
De pronto, Paloma detuvo todo.
¿Qué pasó?, preguntó Shangay sin entender, con la voz entrecortada y el cuerpo aun dopado por el erotismo.
Me propusiste un lugar público y eso es lo que deseo. Vamos a la playa.
Shangay, aunque algo incómoda, sonrió y le buscó ropa de playa, paños y algunos enseres que pudieran necesitar.
Llegaron y había pocas personas. Se sentaron en tumbonas y los sexos de las dos palpitaban, se miraban y sonreían.
¿Sientes lo mismo que yo?
Sí, respondió Paloma. Tengo ganas de estar encima de ti.
Ésa no es la idea. La idea es un sitio público, donde pueda haber amenaza del descubrimiento, pero que nadie nos vea. Por ejemplo, podríamos entrar a la playa.
Está bien, aceptó Paloma.
Se encaminaron y sus manos rozaban en el trayecto como algo natural. Al entrar. Sí se agarraron y, aunque el agua estaba fría, se fueron a un lugar donde podían estar tranquilas, tocarse.
Pero no nos podemos besar, dijo, Paloma. Y tus besos me erotizan, logran que mi cuerpo se llene de energía y que mi sexo desee explotar. Quiero lograrlo contigo, Shangay, quiero que me enseñes a tener un orgasmo, que seas tú la que me lo dé.
Estas palabras impulsaron a Shangay para tomar el rostro de Paloma y besarla profundamente. No eran dos bocas, sólo una que se llenaba de pasión, que tenían un solo aliento, que sólo pronunciaba la palabra deseo.
Shangay, como pudo, le quitó la pantaleta y empezó a jugar con el clítoris endurecido de su amiga. La tenía aferrada por la espalda y hacía movimientos con sus caderas, como si la penetrara por detrás. Ambas sentían un placer infinito. Shangay estaba a punto de llegar al máximo de éxtasis, una lava que le bajaba del vientre y estaba por llegar a su sexo. Cuando de pronto Paloma la detuvo.
No puedo. En el agua no puedo. Me ha entrado líquido por la vagina y me duele, vamos a buscar algún lado, necesito tener un orgasmo ya.
Salieron del mar y se fueron a un farallón de rocas. Fue difícil subir sin zapatos, pero lograron un espacio donde pudieron pegar sus cuerpos. Paloma estaba desesperada, le pidió a Shangay que volviera  a besar su sexo, que la penetrara, que hiciera algo que le calmara esa desesperación que le estaba envolviendo el cuerpo y el alma.
Shangay se deleitó con el sexo de Paloma. Lo beso, lo lamió, metió su lengua lo más que pudo por la vagina de la muchacha. Sentía las contracciones musculares que se producían. Mientras tanto le frotaba el clítoris. Notaba que los muslos de Paloma temblaban, estaba en el paroxismo, a punto de lograr el orgasmo. Shangay se entregó totalmente. Hizo todo con la calma requerida y con la rapidez necesitada.
Un grito compitió con el golpe del mar en las piedras. Un grito largo, un gemido de placer la expresión de haber encontrado esa sensación que tanto había buscado, de la que tanto le habían hablado, la sensación que se tiene con el sexo. Por primera vez, y en unas rocas, Paloma sintió lo que era un orgasmo.
Abrazó y beso a Shangay con agradecimiento, con un sentimiento que no conocía, o tal vez sí, pero no había compartido de aquella manera. La abrazó y besó sin importarle que pudieran verlas desde la playa, como si fuera una deidad, como si fuera el único ser que existe en la tierra, como si fuera una parte suya que había salido de su cuerpo y se había hecho mujer para darle lo que nadie le había dado. La abrazó y la besó como si esos fueran los últimos besos y abrazos de ella en este mundo, como si nunca más fuera a expresar de esa manera lo que sentía.
Shangay de alguna manera, se sentía feliz, heroína de haberle proporcionado a su amiga lo que nunca había sentido. Pero no sabía las consecuencias que esto traería con el tiempo.
Después de un largo rato entre besos y caricias y donde los sexos de nuevo estaban listos para seguir la faena, decidieron, por causa del sol y el calor, irse a refrescar en el mar. Jugaron como dos niñas, se tocaron, se besaron, estaban entregadas al placer. Sus líquidos se confundían con el agua salada, parecían perlas líquidas que nadaban en su ambiente. Salieron del mar y decidieron irse a la habitación. Querían estar juntas, la necesidad de demostrarse, de decirse, de hacerse, era grande y ya no les importaba si había o no alguien, sólo querían un poco de fresco.
Abrieron las ventanas para que entrara el aire y se tiraron a la cama. Shangay se dedicó a hacer sentir a Paloma lo que nunca antes había sentido. Luego de usar su lengua, sus manos, pegó su sexo al de la joven y muy lentamente se balanceó mientras le decía palabras obscenas, que excitaban más a Paloma, pero también le decía frases hermosas, palabras que ningún hombre le había expresado a la muchacha.
Me gusta mucho tu sexo, el olor, el sabor, pero también me gusta hundirme en tu boca, ser parte de tus labios, que tu voz diga mi nombre, que mi voz deje correr palabras por tu piel. Me gusta estar unida a ti, me gusta que seamos un solo ser, me encanta treparte, por dentro y por fuera porque encuentro a una persona con la que había soñado tanto tiempo. Me gusta cuando gimes, cuando me pides más, cuando te aferras con fuerza a mis hombros, cuando marcas tus uñas en mi espalda, cuando tus ojos se transforman en el universo y se puede ver al sol, a la luna, a las estrellas y al ser que eres en forma de galaxia que me arropa, que me hace desearte, quererte.
Y así, con ese suave movimiento y esas palabras, el sexo de Paloma estalló nuevamente en el más delicioso y prolongado orgasmo que había experimentado.
Luego de estar satisfechas las dos, abrazadas en un dulce abrazo, con las piernas de una enredadas en el cuerpo de la otra y sin dejar de besarse ni un instante, sonó la puerta.
No digas nada, susurró Shangay.
¿Por qué? ¿Quién puede ser?
Un amigo, una imprudencia mía.
Déjalo entrar, por favor, quizá podamos divertirnos un poco.
Shangay, enamorada como estaba, hizo caso, se puso una bata, Paloma se levantó e hizo lo mismo, se fue a una silla del balcón y apareció Juan Diego, con dos botellas de espumante y algunos quesos.
Al principio fue tensa la situación, luego comieron, bebieron y se relajaron. Juan Diego quedó impresionado por la belleza de Paloma, pero sus sentimientos estaban destinados a la rebelde Shangay. Le gustaba tener sexo con ella y era la única mujer que le había tocado el corazón.
Se levantó e hizo una caricia en el rostro de ambas. Esto dio pie para que se besaran entre los tres y se fueran a la cama a comenzar con el juego de caricias.
Más espumante, dijo Juan Diego, y pidió a través de la línea telefónica.
Al rato y luego de estar desnudos los tres, llegó el licor. Siguieron bebiendo.
Paloma apartó a Shangay.
Te amo profundamente, pero déjame ver si puedo tener un orgasmo con un hombre.
A Shangay no le gustó mucho, pero pensó que podría ser divertido.
Se fueron a la cama, seguían bebiendo. Paloma besó intensamente a Shangay, ambas estaban sentadas, una sobre la otra y se movían de una manera deliciosa.
Luego quiero estar contigo, dijo Paloma a Juan Diego.
Los pechos de las dos muchachas flotaban, se rozaban, se hacían el amor. Era un espectáculo bucólico. Dos figuras hermosas unidas por hilos invisibles, el del placer y el del amor. Se besaron y Paloma, que estaba sentada sobre Shangay, volteó a mirar a Juan Diego. Estaba fascinado y con una gran erección. Paloma se tumbó en la cama, abrió sus piernas y ofreció su sexo a Juan Diego. El fue y la penetró sin preámbulos, mientras que Shangay se acercó, algo perturbada por el cambio y hasta celosa por la posesión y la besó intensamente, sin dejar de decirle palabras hermosas.
Juan Diego arremetía ferozmente en aquel reducto húmedo, desbordante de líquidos. Paloma agarró el rostro de Shangay y le correspondió en besos.
Dile que salga, por favor.
Shangay detuvo a Juan Diego.
Sal, no quiere que sigas.
¿Qué les pasa a ustedes?, gritó furioso el hombre.
No grites, le pidió Shangay.
¿Para qué me haces venir? ¿Para que me excitan y luego no quieren nada?
Yo te compensó. Shangay lo tiró en la cama, se sentó sobre el pene, se movió, pero la furia había desinflado el miembro de Juan Diego, que se levantó molesto y se vistió.
No quiero que nos hagamos más daño, le dijo Paloma a Shangay. No sentí nada con él y no me gustó que lo montaras.
Shangay la besó suavemente.
Tranquila, no va a pasar de nuevo.
Juan Diego se fue y ellas se quedaron abrazadas, en la cama. La bebida hizo efecto y el sexo también. Cayeron rendidas.

9.
Al despertar, la noche estaba entrando. Estaban tan abrazadas y tan a gusto, que no se querían separar, pero la cabeza les palpitaba y el estómago les reclamaba. Decidieron darse un baño, donde una lavó a la otra con suavidad, ternura y sensualidad, excitándose mutuamente. Paloma, bajo la ducha, tuvo un orgasmo y esto la emocionó más y la unió más a Shangay.
¿Qué tienes, qué haces, que cuando me tocas me haces estallar?
¿Será que teníamos que encontrarnos?
Ya una vez satisfechas, secas y vestidas, bajaron a comer.
Ahí estaba el chico del miembro enorme. Shangay le contó a Paloma y ésta sintió deseos de ver cómo era un miembro así.
No quiero estar con nadie más que no seas tú, pero me da curiosidad.
¿Quieres que lo invitemos?
Sí, podemos divertirnos y luego le decimos que no.
Así hicieron. El muchacho, al principio, se resistió por lo que le había hecho Shangay, pero el encanto de Paloma lo convenció. Pusieron una condición, sólo dejarían que las tocara luego que ellas se besaran y excitaran. Él sonrió.
Subieron. Las chicas se fueron desvistiendo mientras bailaban una suave melodía. Se besaban y tocaban. Una chupaba los senos de la otra, las manos se paseaban por las nalgas, los sexos se pegaban, entre las piernas se veía algo de brillo. El muchacho estaba que no podía más y se quitó el pantalón. No llevaba interiores. Su gran miembro apuntó a las amantes. Paloma lo vio y se quedó sorprendida.
Deja que me penetre, le susurró a Shangay.
Shangay la apretó contra su cuerpo, dándole a entender que no quería. Se miraron y luego accedió.
Yo te hago sexo oral, dijo Paloma.
Los tres se fueron a la cama. El hombre intentó penetrar a Paloma pero no podía. Era como si su vagina se hubiera cerrado. Intentaba y no podía. Ellas estaban en lo suyo.
¿Qué pasa?, preguntó el hombre de miembro exagerado.
Nada, estoy esperando, dijo Paloma.
Yo sólo voy a ver, dijo Shangay algo molesta.
Paloma lo agarró por los hombros y lo atrajo hacia ella. Agarró su miembro y lo colocó cobre un sexo abierto, un clítoris enorme. Su rostro estaba lleno de deseo.
Entra, le ordenó.
Era imposible. Por más esfuerzo, por más duro que estaba, el miembro resbalaba en los líquidos de Paloma, también por la rigidez. El hombre se puso molesto y agarró a Shangay y trató de someterla por detrás.
No fue posible. Paloma se enfureció y luchó contra el hombre. Le dio un fuerte golpe en la nuca.
Corrió la sangre, sonaron golpes. Gritos.

10.
No puede ser que no le haya visto el rostro.
Ya le dije, oficial, todo fue tan rápido, respondió Juan Diego, tembloroso, aguantando el llanto.
¿Y cómo iba vestido?
Con una braga de mecánico. Era de contextura fuerte. Salió enfurecido. Su ropa estaba llena de sangre. Se detuvo en medio del pasillo, se vio y salió corriendo. Traté de seguirlo, pero no logré alcanzarlo. Fue cuando los llamé.
¿Y por qué se quedó escondido? ¿Qué esperaba?
Había estado adentro, Juan Diego tardó un buen rato en responder. Quizá le daba vergüenza haber sido despreciado, echado. Estaba tan dolido, tenía tanta confusión dentro de sí, que era como si un sistema sanguíneo alterno funcionara en su cuerpo y por venas y arterias corriera un líquido que lo iba matando, un veneno poderoso compuesto de amor, rabia y miedo.
Había estado dentro, repitió y luego salí. Cuando vi que alguien más iba al apartamento me regresé y me quedé ahí, esperando. Luego fue la confusión, todo tan rápido y salió el hombre. Los llamé.
No pudo más y soltó un llanto contenido, doloroso, desgarrado.
Puede irse, lo estaremos llamando, no salga de la ciudad.
Juan Diego se marchaba y respondió negativamente con un simple movimiento de cabeza.
Afuera, con la noche húmeda y el angosto camino de cemento agrietado y brillante por la lluvia caída, apenas iluminado por algún faro remanente, los pasos de Juan Diego avanzaban salpicando sus zapatos, el ruedo del pantalón. El canto de los sapitos y grillos retumbaban en la negrura de lo que alguna vez pudo ser un jardín.
Se sentó en el borde de la acera, no le importó que estuviera mojada. Enterró su rostro entre las manos y soltó un llanto desesperado, ahogado, dolido, un llanto que parecía venirle de un lugar tan íntimo que ni él mismo sabía que poseía ese espacio en su ser.
Lloró, lloró mucho y nada ni nadie le interrumpió, porque nada ni nadie pasó o se acercó al lugar.
Una brisa fresca, que traía pequeña gotas de los árboles, lo envolvió, pero no pareció darse cuenta o no le importó. Seguía llorando, con la cara estampada en la palma de sus manos. Todo hasta que, una voz, se mezcló con su llanto y con el coro de sapitos y grillos.
Juan Diego…
El hombre, con la cara abotargada, levantó el rostro, lentamente y dejó de gemir, pero de sus ojos no dejaron de salir lágrimas ni de su pecho una respiración entrecortada.
Vine en cuanto lo supe.
Juan Diego no pudo hablar. Rompió en llanto sonoro de nuevo, mientras el hombre, que más parecía la sombra de algo que de un ser humano, dio dos pasos hacia delante. Metió sus manos en la chaqueta negra que traía, hizo silencio por un rato, hasta que habló.
Vete a tu casa. Lo que pasó no lo vas a resolver con estar en este lugar. No tienes público a quien darle lástima. Deja eso para otro momento.
Juan Diego se levantó y salió corriendo del lugar donde estaba, un sitio muy cercano a la fachada de la morgue de la policía científica.
El hombre, que parecía una sombra alargada, lo vio alejarse. También se fue.
Logró alcanzar a  Juan Diego, le pasó el brazo por los hombros.
Yo la quería, dijo Juan Diego.
Lo sé, pero ya no hay nada que hacer. Vamos a casa, te prepararé algo. No estás solo.
Juan Diego y la sombra se perdieron en la oscuridad de la noche, con un cielo iluminado por millones de estrellas y el murmullo del mar que le hacía el amor a la orilla, una y otra vez, poseyéndola.
08-09-2011





Valentina Saa Carbonell. Caracas 1959. Lic. en Comunicación Social (UCAB). Escritora de radio, cine y TV.
Ha publicado los libros: “EL DELTA DEL AMOR”, “EN EL UMBRAL DEL AMANECER Y OTROS RELATOS”, “MI MANO FUE SU INTIMIDAD”, con el que fue primera finalista del Premio Letra Erecta, Edt. Alfadil, Caracas 2003, “LA SANGRE LAVADA”. Y los relatos: “ES UN SOPLO LA VIDA”. Relato finalista en el II Concurso de Narrativa SACVEN,  Editorial Memorias de Altagracia, SACVEN. Caracas 1999. “UN SUEÑO NADA MÁS”, Publicación Electrónica Revista KALATHOS, Caracas, abril 2004. -“LINDA, ERES MIMOSA…” Publicación Electrónica FICCION BREVE, Caracas, octubre 2005. -“ES UN SOPLO LA VIDA”. Reedición en la antología “TATUAJES DE CARACAS”, edición especial 10 años Concurso de Cuentos SACVEN. Caracas junio 2007. “ÓYEME CON LOS OJOS”, en imprenta.
PREMIO MEJOR GUIÓN “FESTIVAL DE CINE DE MÉRIDA 2011, VENEZUELA. PELÍCULA: “EL RUMOR DE LAS PIEDRAS”

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