08 octubre 2011

de las lolas y otras deliciosas carnes

José Antonio Parra



Dios ha sido el único ser que se ha entregado, en orgasmo perpetuo, al goce infinito dando lugar a su propia desintegración, originaria de todos los universos siderales en devenir.


Siempre procuro ver el aspecto trascendental en lo cotidiano. El aspecto trascendental en el impulso vital que me llevó a las situaciones más hiperaceleradamente perversas, a ser el privilegiado observador de lo perverso. Yo no sé cuándo ni cómo empezó, cuál instante marcó la toma de conciencia de mi propia sexualidad --por utilizar una palabra aséptica, aunque las detesto por carecer de toda estética--. La verdad es mucho más sabroso referirse a la cosa en términos de teta, o lola, o polla; o cualquier cosa que no haya pasado por el guante estéril de la academia.

De tan temprano como recuerdo son las imágenes de una que otra tía desnuda. Ello era la confrontación con lo indecible, con algo que no sabía cómo verbalizar, así como no sabía nombrar eso que mi madre me dijo era “sed”. En ese momento supe que los sonidos que representan al pensamiento correspondiente al emblema “sed”, me llevarían a la obtención del agua. Las lolas de esa tía en cuestión eran grandes, pero era una sensación que erizaba al cuerpo, que se hacía ilocalizable, el pezón grande y prominente que no me atrevía a tocar aunque deseara morder, era verla colocarse su sostén, verla ligeramente de perfil e imaginarme un algo sin imagen, un algo avasallante. Ese recuerdo estuvo conmigo tantísimo tiempo después, pero la sucesión de imagen tras imagen pronto dejaría a esa primera desplazada. Al poco tiempo, el foco  estuvo en una prima con la que pasé largas tardes jugando, con la que hablé miles de cosas que soñamos y fueron días de azul viento. En particular recuerdo de ella el primer beso en la boca, mientras nos abrazábamos desnudos y éramos un par de niños. Aún no llegábamos a los diez años y aun así en mi ingenuidad infantil llegué a estar paranoico pensando que la pudiese haber dejado embarazada. Años después seguí teniendo fantasías con ella y su madre, que era la tía de la que hablé al comienzo.

La verdadera revolución atómica vendría el día que descubrí  como tocarme. Eso indecible del comienzo de mi sexualidad verbalizada se hizo placer localizado y explosión corporal, el sentido liberado. Quería volver a experimentar el placer de ver la teta un poco caída y de gran pezón de mi tía, y tocarme a la vez. Ya tenía el arma, me encerraba en sesiones de “toqueteo” con tanta frecuencia. En el colegio pasaba todo el día pensando en sexo, me imaginaba orgias entre las maestras, me las imaginaba a todas en las posiciones más descaradas, como en el escritorio de piernas abiertas.  Un buen día que fuimos en familia a la Colonia Tovar nos topamos con las maestra de tercero y cuarto muy acarameladas. ¡Bingo!. Siempre veía a esa maestra de cuarto con su aire tan andrógino que me fascinaba. Durante la presentación del mi primer día en esa clase de cuarto, al pasar la lista y llegar a mí, me dijo: Parra, a quien he visto siempre desde que eras así de chiquito.

Cualquier imagen era una buena excusa para pensar en sexo, hasta que descubrí en la biblioteca familiar un libro que hablaba del Marqués de Sade y una enciclopedia de arte universal, en ese instante perdí metafóricamente mi virginidad y comenzó mi vinculación vital con el arte. Ver los senos de la Dama Tirinta del arte minoico era celestial, era imaginarme a esa dama excelsa absolutamente topless recorriendo el Peloponeso, era la impudicia de alguna señora del vecindario que se hubiese asomado desnuda por la ventana. De las revistas en las que salía alguna mujer sin ropa o insinuando algo. Pasaba horas viendo obras de arte y leyendo sobre ello. La manera como Cupido le agarraba la teta a Venus en la Alegoría del triunfo de Venus o incluso a una Leda y el cisne con la armonía sinuosa que me llevaba a ver y volver a ver, a caminar con mis libros de arte como un niño muy estudioso. En eso de las tetas era Jean Fouquet con La Virgen y el niño. Sin embargo, uno de los momentos culmen tuvo lugar cuando descubrí a las fabulosas Gabrielle de Estrées y su pervertida hermana, la Duquesa de Vilars. Ellas eran, junto con algunas de las imágenes de Sade, el redescubrimiento del delicioso placer de la transgresión.

Al igual que con el vocablo “sed”, pude entender el significado y poder del erotismo de la mirada en la Judith de Klimt. Era verla y volver a verla y querer ser esa mirada desprendida en un otro hecho trizas y explayado en totalidad erótica. Pero ya eso marcaba el comienzo de mi aproximación, y posterior inmersión durante un largo período de mi vida, en el simbolismo. Sería una mirada muy en el estilo de la Ofelia de Millais. No obstante, debo aclarar que, a pesar de mis juegos y “restregadas” con mi prima, para ese momento aún era virgen.

Ya en la adolescencia llegaría a la constelación de las películas porno de los años setenta, la era de oro con Kirdy Stevens, kay Parker y Juliet Anderson –que por cierto, se dice era una interesante ninfómana especializada en culturas orientales--. Sin embargo,  a pesar de que el porno era un poderoso catalizador, nunca llegaba a recrear lo indecible de las primeras imágenes. Eso indecible sólo era posible de alcanzar en el espacio de lo sugerido y en la tensión de una erótica perversa.

Las cosas pronto se harían reales cuando comencé a tener vivencias de pareja, que muy casi enseguida se hicieron acrobáticas. Así, con mis primeras novias empezamos a tener juntos –y a su vez-- una y otra novia y vivíamos de a tres en una suerte de buscar la intensidad sólo por la intensidad. Ello nos ocurrió a mi amiga de infancia, Filomena y a mí, en tantas ocasiones. Hasta que un buen día conocimos a Stephanie, con quien todo fue tan border que terminamos por pedirle aterrorizados que se alejara de nosotros. Sin embargo, de mi época universitaria lo que mejor recuerdo fue el tiempo que viví y compartí con una maestra, con quien la vida fue un péndulo entre el placer más grande y el odio y la locura. “La escuela griega”, decía ella. Vinieron tantas épocas y tantas cosas pero la mirada primordial, como la droga, nunca vuelve a ser lo mismo. En la búsqueda de placer no hay término. Es una pulsión esencial que quizá parte del instante en que se corta el cordón umbilical y comienza a transformarse en muchas cosas, en una prima, en los primeros toqueteos, en la Judith de klimt, en las tetas de Venus y de la Dama Tirinta y en las fachadas de algún tiempo hindú. En cultura y rococó. En mi maestra con su cara de melancólica Modigliani. En mi amiga que más nunca lo fue y yo lamiendo juntos a una tercera. Y en el Gauguin que terminó siendo mi esposa con quien finalmente hubo una entrega más allá de la histeria, hecha deseo en una forma de cultura ulterior. El placer vuelto goce, al igual que aquél había reemplazado a lo indecible de la tía desnuda, con grandes pezones y de perfil. Ello era el camino real a lo nuevo y a la inauguración del verdadero mundo inmaculado.






José Antonio Parra (Caracas, 1969). Poeta, ensayista y editor. Ha colaborado en revistas y suplementos literarios --impresos y digitales-- como Puntal, revista de la que además fue parte del equipo editorial; Kalathos.com, de la que fue editor, Imagen Latinoamericana, Art Market, Efory Atocha y del suplemento literario Verbigracia de El Universal. Actualmente es colaborador del Papel Literario de El Nacional, columnista de la revista Sala de espera y editor de la revista digital La Casa Azulada. Tiene publicado el poemario Grado superlativo. Su oficio literario está enmarcado en el dominio de lo experimental y ha sido objeto de atención de medios especializados, incluyendo una reseña en la Antología de la Poesía Venezolana 1983-2008 En-obra de la Editorial Equinoccio. 
E-mail: parraa23@gmail.com. Twitter: parraa23

1 comentario:

Anónimo dijo...

De lo erotico a la pureza del amor... diferentes destinos.