01 agosto 2010

El Parto


Iria Puyosa


- Quisiera abrazar al camarada, besarlo.
- Hazlo. Te hará bien.
No contesta. Miramos una mala película. Prefiero que sea mala. No la volveré a ver.
Siento la presión en la pelvis. “Va a ser esta noche”, le digo. Despues de un momento de silencio, él comenta con amargura: “Yo no voy a estar”.


Es casi la una cuando se va. Quedamos el camarada y yo. Solos en la habitación a oscuras. Me quedo domida. Cuando despierto no puedo calcular qué hora es. Siento un dolor, tenue y constante, en la parte baja de la espalda. No quiero levantarme de la cama. Si extiendo la mano con un poco de esfuerzo, quizás pueda alcanzar la agenda. De cualquier manera, no podré ver la hora. Está demasiado oscuro; la pantalla no es lumínica. No puedo alcanzar ningún interruptor para la luz. Jennifer vendrá a las cuatro. Así que deben ser las dos o las tres. Tengo ganas de orinar. No me quiero levantar de la cama. Pienso en la misión del camarada, mientras espero que llegue Jennifer. Entonces, sabré que hora es y podré ir a orinar. Tengo sed. ¿Y si pudiera comprender todo, si todo se conectara en el momento en cual el camarada se irá? ¿Será eso lo que va a pasar? Es fácil alcanzar el vaso de jugo o el vaso de hielo. Parte del hielo ya se habrá derretido; podré tomarme el agua. Es agua lo que quiero beber. Pero siento la presión en la vejiga. Si tomo más agua, tendré más ganas de orinar. Pienso en levantarme para ir a orinar. ¿Y si sucede entonces? Bloqueo la imagen que quiere aparecer. No quiero verlo. Mejor espero a Jennifer. Será menos terrible si no estoy sola con el camarada. Calculo. Debo haberme dormido alrededor de la una y media. Quizás dormí una hora. Hace casi una hora que estoy despierta. Tiene que ser al menos las tres y media. Jennifer no puede tardar mucho. Tengo sed y ganas de orinar. Quizás ya han pasado las cuatro. Me duele ligeramente la espalda. Quizás Jennifer se quedó dormida. No encuentro en qué poner el pensamiento. Decido levantarme. Me pongo en pie con lentitud. Doy unos pasos. Consciente de mis piernas, consciente de mi espalda, consciente de mi vejiga. Enciendo una luz indirecta. No hiere mis ojos. Busco el reloj. Diez para las cuatro. Jennifer está por llegar. Confiada, tomo un trago de agua. Luego un trago de jugo. Doy unos pasos alrededor del cuarto. Jennifer está por llegar. Tomo un poco de hielo. Lo paso por mis labios, luego lo dejo en mi boca, lo mordisqueo. Voy a ir a orinar. Jennifer está por llegar. Tomo otro trago de agua. Voy al baño. Es difícil. Ruego que no ocurra. Ruego. Orino. No siento el alivio. Sigue la presión en la vejiga. Regreso al cuarto. Nuevamente, miro el reloj. Son las tres. Las tres. Jennifer tardará una hora en llegar. Se acentúa el dolor en la espalda. Me acuesto. Miro el reloj. La hora que también se ha burlado de mi cautela. Está bien. No pasó. Aún no ha pasado. Duele. Físicamente. Quisiera tener a alguien con quien hablar. I wish you were here. Sé que tú quisieras estar aquí. Se intensifica el dolor en la espalda. Y la presión en la pelvis. No hay ninguna posición que sea cómoda. Cierro los ojos, aunque no voy a dormir.

A las cuatro en punto, entra Jennifer. Le digo que el dolor en la pelvis es fuerte. Me ofrece la inyección de morfina. No quiero. Me levanto. Tomo más agua. Jennifer me acompaña al baño. Es aún más difícil que la vez anterior. Jennifer es paciente. Yo insisto. Abre la llave del agua. El truco de los niños. No puedo. Ella me describe lo que debería sentir. No. No es eso lo que siento. Es ganas de orinar, pero no puedo. Una ridícula imposibilidad. Me rindo. Regresamos al cuarto. La espalda me duele aún más. Y la vejiga. Tomo agua. Acepto la morfina. Me acuesto y recibo la inyección. Ella me deja a solas, unos minutos. Le he pedido que regrese. Pasan cinco minutos. No siento ningún efecto de la morfina. Estoy consciente y sin sueño. Debo haber dormido menos de una hora. La noche anterior fueron tres horas. El domingo no dormí ni un minuto. Debería tener sueño. Duele más ahora. Duele el vientre. La espalda. Duele en donde sea que quede el alma. Jennifer regresa. Le digo que el dolor no disminuye. Vuelve a describirme lo que voy a experimentar. Lo explica de una manera muy llana. Nunca oí a nadie decir algo así. Entiendo por qué. No es sublime. Es casi obsceno. No es eso lo que siento. Pero sé que está cerca. Falta poco. Adiós, camarada. Lo siento tanto. Jennifer lleva la conversación. No es cariñosa. Es dedicada. Hablamos para distraer mi dolor. Apenas las cinco. Le pido la segunda dosis de morfina. Ya no tengo miedo de sentirme embotada. El dolor es muy fuerte. Como cuando tenía trece años, cuando tenía la menstruación. Y lloraba en la cama. Ahora no lloro. No he llorado desde que él se fue. Camaradita, tú si te vas a ir. El dolor es grande. Y no lloro. La médico debe venir a las seis. Aún falta más de media hora. Jennifer cree que ya es el momento. Decide llamarla ahora. La doctora me examina. Siento que es inexperta. Dice que aún falta. Quizás un par de horas. Será antes del mediodía. Quizás él ya esté aquí. Parte de mí quiere que esté. Parte de mí ruega que no esté. No lo quiero ver llorar. La doctora nos deja. Hay una mujer de parto en otra habitación, me dice. Casi no puedo pensar. Todo se vuelve ese dolor en la parte baja de la espalda. No puedo pensar en nada más. Pido la tercera inyección. Veo a Jennifer preparándola. La doctora vuelve a entrar. Es como si se hubiese producido una pequeña fractura en el tiempo. No sé cuando Jennifer la llamó. No sé si me han puesto la tercera inyección. El dolor es tan fuerte. Es ahora, les digo. La doctora va examinarme nuevamente. Jennifer pregunta qué siento. Es exactamente como ella lo describió. La joven doctora sale para buscar a otra médico y avisar a cirugía por si acaso llega a ser necesaria una operación.

Miro el reloj. Son las seis y treinta. Dios mío, qué no sufra, qué no tenga dolor. Dios mío, qué esté muerto.

Siento como empieza a pasar. Ya no duele. Siento la presión en la cérvix. Pero no hay dolor. Es todo líquido. Y la pequeña cabeza que presiona. No hay dolor. El dolor fue antes. Ya no. Dios mío, cuídalo. El cuarto se llena de gente. Hay al menos cinco o seis personas. Cierro los ojos. Es así. Así se siente. Es así. Lo único diferente es que allí dónde debería estar la alegría, está la negación. Esta el ruego. Dios mío, qué esté muerto. Concédeme, al menos eso. También falta el desgarramiento. Es tan pequeño. Corona. Pregunto si lo ven. Los médicos y las enfermeras hablan entre ellos. No sé si me contestan. Todo es confuso. La morfina, quizás. Ellos hablan con voces altas y nerviosas, como si no fuera una rutina. Pasa su cabeza. Después su cuerpo. Es caliente. Está envuelto en líquido. Sangre. Hijo mío, bebé, camaradita. Partícula. No salen sonidos de su cuerpo, no se mueve. Sigo con los ojos cerrados. Una voz de hombre pregunta algo que no entiendo. La médico responde: tiene vientiún semanas. Continúa el movimiento a mi alrededor, el líquido caliente entre mis piernas. No lo siento a él. Pregunto donde está. Alguien pregunta si quiero verlo. La enfermera, no Jennifer sino Melissa, dice: No, ella no quiere verlo. Otra voz de mujer me dice que ya se lo llevaron. Abro los ojos. Veo a la doctora que parece pakistaní, que se parece a una antigua amiga. Resta la labor de pujar, expulsar la placenta. El reloj. Son las siete.

Viene la calma. La doctora que parece pakistaní me dice palabras solidarias. Se van todos. De últimas, Jennifer y Melissa. Las veo saliendo del cuarto y comienzo a murmurar una oración. Se voltean, pregúntando que digo. Nada. Sólo rezando. “Hágase Tú voluntad”. Y la nuestra. Melissa retorna al cuarto. Me pregunta si quiero llamar. Le digo que sí, que me pase mi agenda. Nunca recuerdo los números de teléfono, le digo. Me río, de mí misma. Puedo reír. Marco el número. Y escucho su voz familiar, en la contestadora. Dejo el mensaje: “Ya pasó, ya terminó. Te espero”. Y sé que necesito apretar su mano. Las lágrimas caen por mi cara. Sin gemidos, sin ahogo. Unas pocas lágrimas. Y el librito azul que abro al azar.

1 comentario:

Amparo Tello dijo...

Es un excelente trabajo. El contraste, los dos extremos.