01 agosto 2010

Bodgaya


Octavio Armand

1

Me acaban de despertar los aplausos. Ahora no sé exactamente qué hacía en aquella tribuna donde termino de hablar o de leer unos poemas en medio de una estruendosa ovación. Me inclino con humildad para agradecerla. Al reclamar de nuevo los 90°, miro hacia el público, que todavía aplaude. Solo entonces asisto a la escena que protagonizo y me doy cuenta de su extrañeza: eufórico, el público que redobla la ovación aplaude con una sola mano.


Al comentarle el sueño a Luis, él no se extraña tanto como yo, y me habla de un koan: ¿qué sonido hace una sola mano al aplaudir? La paradoja del zen me intriga tanto como la imagen del sueño que me despertó. El aplauso, en ambos casos, parece una palabra que no logro desentrañar. Me llega como un jeroglífico, sílaba muerta y sepultada, o el balbuceo de esa lengua sagrada que inventan los niños al aprender de la madre la lengua materna, y que solo ella logra comprender y traducir. Lo siento también, variación minimalista, como un golpe único pero tajante, como si se cubriera de tímpanos la piel para el estallido fulminante de una cachetada.

Ese aplauso me ha acompañado desde comienzos de la década del 70 como una pregunta que jamás he logrado contestar, quizá porque abre signos de interrogación que no cierra, o cierra signos de interrogación que nunca ha abierto ni abrirá. ¿O acaso será que entre esos signos que no se juntan falta precisamente la pregunta, como si el preguntar en sí fuera la pregunta y la respuesta, el lenguaje y su silencio?


2

Cogió el hijo pequeño por los cabellos y se los estiró, y con la mano le dio en la cara, diciéndole:
__ Hijo mío, llora la penosa partida de tu padre, y harás compañía a la triste de tu madre.
Y el pequeño infante, que no hacía más que tres meses que había nacido, se echó a llorar. El conde, que ve llorar a la madre y al hijo, siente en sí una gran angustia, y queriendo consolarla no pudo retener las lágrimas de su natural amor, demostrando el dolor y compasión que sentía por la madre y el hijo, y por largo espacio estuvo sin poder hablar, sino que los tres lloraban.

Guillermo de Vàroic se ha propuesto ir al Santo Sepulcro. La escena donde se despide de su mujer y su hijo recién nacido, dramático estribo de los primeros capítulos de Tirant lo Blanc, parece evocar un episodio similar de la épica castellana: la partida del Cid y su despedida de doña Ximena y las hijas. Hay notables diferencias: por voluntad propia, uno se marcha hacia Tierra Santa; acatando el destierro impuesto por la ira regia y soberanamente injusta de Alfonso VI, el otro se marcha de Burgos.

Pero hay también semejanzas. Ambos héroes lloran: Enclinó las manos la barba vellida,/ a las sues fijas en braço las prendía,/ llególas al coraçon ca mucho las quería./ Llora de los ojos, tan fuerte mientre sospira. En la épica, sin embargo, y quizá necesariamente, todo es más comedido. Ximena -- mugier tan complida a quien poco antes hemos visto llorar la inminente separación -- se muestra serena cuando Rodrigo llora y suspira. Acaso se esfuerza para atenuar las preocupaciones del marido y darle apoyo en el desgarrón; o trata así de evitar mayor angustia en las hijas. En todo caso, el comportamiento de las mujeres refleja un código de crianza: el varón debe ser expuesto a todas las pruebas del destino; las hembras tienen que ser amparadas, protegidas. Código cuya pertinencia se verificará en los hechos relatados: el hijo del conde llegará a ser, como su padre, un guerrero formidable; doña Elvira y doña Sol serán violadas en el robledo de Corpes.

Entre otros elementos comunes, resalta el pelo como rasgo de masculinidad: los cabellos estirados del pequeño, la barba vellida y nunca mesada del Campeador. En la novela se eslabona la cadena iniciática del infante con trucos del trico griego: thrix/trichos/pelo. La pedagogía del tirón de pelo allana el camino hacia la dimensión heroica: homérica, si se piensa en aquel invencible caballero Aquiles evocado por el propio Tirant lo Blanc; o bíblica si se recuerda la figura hirsuta de Sansón. Se despierta al niño y se forma al muchacho para la hombría. Al cabo de los años, el recién nacido a quien la madre le estira los cabellos para que participe de lleno en la dramática escena de despedida, vivirá de manos del padre otro episodio de formación, no menos dramático, que también arranca del trico.

¿No sabe vuestra majestad -- le dice Tirant al rey ermitaño sin saber que habla con su padre, Guillermo de Vàroic -- que aquel padre y señor mío, Guillermo, conde de Vàroic, teniendo el cetro real, fue vencedor de tantas batallas y, con su virtuoso brazo, a corte de espada fue vencedor y destructor de los moros, y cogiéndome por los cabellos me hizo matar un moro, aun cuando yo era de poca edad, y empapado en sangre quiso hacerme vencedor y legarme aquello como doctrina de bien obrar?


3

En la Plaza Garibaldi, año 1977 de Nuestro Señor, entra un niño arrastrando un aparato que yo jamás he visto. Una caja de madera, pilas, cables, cilindros de cobre que recuerdo como si fueran el manubrio de una bicicleta. Grita algo que en medio del bullicio no llego a oír claramente. Pero quiero saber de qué se trata; y, como si fuera el Minotauro o Teseo, le dedico el laberinto del oído.

__ ¡Toque! ¡Toque!, ¡Toque! ¡Toque!, repite una y otra vez.

__ ¿Qué hace?, pregunto.

__ Ya verás.

Me acerco cuando se detiene frente a dos parejas. Lo han llamado los muchachos para tocarse. Pagan y se da comienzo al ritual. Cuando cada uno ha agarrado el cilindro que le corresponde, el niño dispara la descarga eléctrica, que va aumentando y aumentando hasta que uno, menos macho y ya casi electrocutado, suelta el rayo que no cesa.

Besos, risas, felicitaciones. Y asombro: el mío.

__ Cerletti se hubiera vuelto loco -- le digo al amigo que me ha permitido asistir a este curioso vestigio de los sacrificios aztecas.


4

Sentado en la esterilla, las piernas cruzadas, los antebrazos como un telón sobre los muslos y la entrepierna, las palmas de ambas manos hacia arriba, los ojos cerrados, se entrega a la respiración. Está atento a ella. Exclusivamente a ella. Como si fuera un sueño a punto de disiparse. Una idea que se pudiera escapar. Tiene la mente en los pulmones. Escucha, se oye respirar. La aspiración, luego la espiración. Aquélla, cada vez más alta, se va colmando de detalles: al entrar el aire al cuerpo, vibran las fosas nasales, que aprietan el aliento hasta que su rumor, primero escaso, aumenta hacia el canto, el evohé, el aullido; luego silba en curva descendente hasta caer, catarata transparente, en la tráquea, los bronquios, callado estrépito en la noche del pulmón que alvéolo tras alvéolo sopla chirimías, oboes, tubas, fagotes, flautas, clarinetes. Todo calla. Enmudece. La carne es muda. Y él muda la carne. La vacía: es aire, viento. Oye el silencio.

Luego se repite la secuencia al revés, como si se rebobinara una grabación. Al espirar profundiza el cuerpo. Lo excava, lo ahueca. Debajo de la respiración, empieza a percibir latidos. La mente ahora está en el corazón. Retumba la sangre en la profundidad de las vísceras, aúlla en los huesos, silba en los capilares, suspira a flor de piel, como si, para respirar, la oculta rojez se asomara a los poros. Sístole en do, diástole en re. Solistas: un tobillo, la rodilla izquierda, un mechón de pelo que toca a la oreja como un arpa.

¿Quién dirige? Nadie. Quien está y no está. Quien es y no es. Quien se ha despojado hasta del nombre. Apenas un cuerpo que respira. Una cosa con aliento. Menos, nada. Menos, todo. Casi nada. Absolutamente todo. El aire que respira. El aire que lo respira. Su cuerpo respirado, los pulmones y los poros respirados pesan menos que su propia sombra. Está vacío. Es el vacío.

De repente un toque lo sacude. No de pies a cabeza sino de la cabeza a los píes. Se siente como una campana de cristal. La copa vibra de arriba abajo. Primero la cabeza, los brazos, el tórax, luego el vientre, las piernas, los pies. A medida que la vibración atraviesa la copa que se ensancha, el cristal alterna el tono de una nota única. El está afuera, tan lejos como la mente; y apenas oye que suena la nada del nadie y del no.

__ Ya puede abrir los ojos. Hágalo lentamente.

Abre los ojos. En la mano derecha del gurú, ve el pequeño martillo con cabeza de algodón. Por primera vez lo había tocado con aquel casi imperceptible aldabonazo. Para cerciorarse, según lo advertido, de que la meditación no se profundizara en el sueño sino en el despertar. Tal cual.


5

Un agua medicinal obra milagros en La Diana de Montemayor. Se la sirve Felicia a Sireno, Selvagia y Sylvano en vasos de fino crystal con los pies de oro esmaltados. Caen en un sueño profundo, tal que, asegura Felicia, todo el tiempo que yo quisiere, dormirán sin que baste ninguna persona a despertallos. Ni las violentas sacudidas ni los gritos de Felismena, que lo intenta, logran reponerlos a la transparencia del cristal ni al brillo del oro. Están como muertos, enterrados en sus propios cuerpos, plomizos y ajenos a la luz y la superficie. El agua medicinal de Felicia, practicante de cirugía sentimental, es un anestésico. Un elixir recurrente en la tradición medieval, que mágicamente facilita que se promueva o remueva el amor, intoxicando o desintoxicando, según el caso, para establecer con el acicate del deseo y el olvido los fueros y los límites de la pasión.

Hasta aquí nada rebasa los tópicos de la vieja tradición. Lo curioso es el antagonista de la sedación. Cuando Felicia decide que ya ha surtido efecto la medicina, no despierta a los durmientes con sacudidas ni dando voces, ququiriqueando sus nombres como un gallo repleto. ¿Qué hizo? Sacó un libro de la manga, se llegó a Sireno [después a Selvagia y a Sylvano] y en tocándole con él sobre la cabeça, el pastor se levantó luego en pie con todo su juyzio ... Extirpadas las penosas locuras passadas, se suscita el juicio. Parece un aldabonazo renacentista. Una impronta de la imprenta. Y un anticipo simétricamente invertido de la obra que pondrá punto final a la tradición pastoril y caballeresca: don Quijote perderá el juicio por frecuentar anacrónicos libros de caballería, solo para despertar con sus admirables andanzas la razón de la sinrazón, la novela ejemplar y sin fin del loco.

Ser tocado o estar tocado es la disyuntiva. El libro como agente de transformación cura la locura de quienes se enamoran solos. Basta topar con él la cabeza. Pero si se topa de lleno con él durante la lectura puede suceder lo contrario. No queda sino quedarse tocado. La soledad devastadora del loco lo cura de la supuesta realidad, empobrecida cosa, grosera mentira.


6

El libro torna y trastorna el sentido. Torna a la sensatez al amor trastornado, de una sola vía, disipando espejismos, afincando en la realidad al yo sin tú que sufre en vano y al soñar se envenena. Pero también trastorna. Así el iluso, el incómodo, sediento de una realidad alterna, más intensa o mejor, queda fuera de esa realidad añorada y de la otra, la que padece, la que rechaza; y la nostalgia, o el ideal, lo arrancan del tiempo sucesivo para conjugarlo en subjuntivos que afiligranan cada acontecer, cada suceso, deformándolos, desfigurándolos, hasta que señorean suspendidos en su propio tiempo y espacio, confundiendo un tablero con un mapa y un mapa con otro, o con un territorio, en una deriva ajena a las dóciles evidencias del indicativo y a todas las personas del verbo menos una.

Y sin embargo, hay libros que al tocar y trastornar al lector no lo dejan en los márgenes de la locura o la sensatez, sino que lo acercan a sí mismo con la oferta de un saber que es curiosidad inagotable, pujante insatisfacción creadora. Lo frágil y lo cómodo, lo delirante y lo ordinario, de repente apetecen otra cosa; como un cuerpo deseoso de parecerse a su sombra, la mente salta, gira, baila; y en su apetencia de saber muerde
tuétanos, raíces, cortezas, cernos, nuevos frutos. Si la distorsión no lo vence ni lo engaña, si los espejos a los cuales se asoma no lo abisman en transparencias, el lector padece una profunda transformación. Muda, cambia, se cumple como metáfora.

En el último cuarto del siglo IV de nuestra era, un romano nacido en Africa del Norte empieza a reorientar el rumbo de sus días; y sobre todo de sus noches, hasta entonces dedicadas a las disciplinas del placer. Literalmente lee su destino. No en el brillo de un hígado recién extirpado ni en las luminosos signos del zodíaco, sino en un libro donde halló una exhortación a la filosofía que mudó del todo [sus] deseos y [sus] anhelos. Se trata, según confiesa, del Hortensio de Cicerón. En algún párrafo, quizá en una línea, acaso en una sola palabra, decisiva, como la gota que derrama el vaso, da los primeros pasos hacia la sabiduría y luego la santidad.

¿Cuántos lectores son yo es otro al cerrar un libro? Le quitaría un poco de solemnidad a estos apuntes si contestara solemnemente:

__ Sé de dos: san Agustín y yo.

__ Según mi penúltimo cómputo: 13, 049, 519.

Lo cierto es que no deben ser infrecuentes los casos de lecturas con saldo de yo es otro. Hay toda una literatura de escarmiento y persuasión que precisamente se propone conquistar un yo es otro, aunque me temo que este otro yo nada tiene que ver conmigo y poco con las transformaciones que a mí me resultan tentadoras. Las canteras de mármol convertidas en anzuelos beatíficos, cívicos, castos, patrios, ideológicos, sobrios y morales no son medallas que condecoran mi biblioteca, que me recibe siempre en firme pero nunca en uniforme. Es una biblioteca en jeans, desordenada, provocadora y juguetona.

Afortunadamente, tan ignorante como pecador, yo nunca he cruzado la tenue línea que me separa de la sabiduría y la santidad. Quizá porque no he leído el Hortensio de Cicerón. Pero un libro, yo también lo confieso, me ayudó a cambiar de rumbo. Luego otros, muchos otros, me han permitido hacer camino al andar. Mi Hortensio fue Walden. Mi Marcus Tullius Cicero, Henry David Thoreau.

Sucedió hace muchos años, casi en el siglo IV de nuestra era. Yo era estudiante, me iba convirtiendo en esa biblioteca ambulante que soy. Una biblioteca en llamas y en jeans. Y siempre desordenada, provocadora y juguetona. Un buen día decidí arder. Jamás me graduaré de nada, dije. Seré estudiante por el resto de mi vida. Aspiraré, cada día, día a día, a saber menos.

Todavía me falta un poco de ignorancia para lograrlo. Pero san Agustín, Horacio, Séneca, Montaigne, Mateo Alemán, Carlyle, William Carlos Williams y Lezama, entre otros, saben de mi empeño. En estos dos últimos confirmé el provechoso aprendizaje que gracias a Thoreau había hecho antes de leer acerca del embodiment of knowledge y la cultura como incorporación. Dicho en elocuente galicismo: el conocimiento como conacimiento.

Una línea de mi Hortensio me dio las herramientas para seguir las nubes: for a man is rich in proportion to the number of things which he can afford to let alone. Que en traducción simultánea sería algo así como pues un hombre es rico en proporción al número de cosas de las cuales pueda prescindir. Solo que con prescindir traiciono y soslayo la palabra que a mi gusto le da sazón a la frase: afford, costear. Pues no se trata de una salida ocurrente: un denme lujos y prescindiré de necesidades. Muy otro es el filón de esa frase que yo inmediatamente empecé a explorar y explotar, empatando la filosofía del no saber con el oro de no tener. Y conste que no tengo nada contra Das Kapital. Sencillamente nunca ha sido una de mis prioridades. No es cuestión de execrar sino de abstenerse.

Desde entonces tropiezo con Thoreau a cada rato. Al doblar la esquina o pasar la página, nos saludamos en Concord o en Walden Pond. Por ejemplo, al leer que solo se tiene lo que se da, y que hay que procurarse la paz con no tener nada y crear riqueza no deseando nada, siento que Séneca no le escribe las cartas a Lucilio sino a mí. Y que aquello es como leer a Thoreau en latín: "No el que tiene poco, sino el que codicia más, éste es el pobre." "Quien de buena gana se aviene con la pobreza, es rico." "El camino más breve para las riquezas es el desdén de las riquezas." En latín y en una prosa glosada de una oda horaciana: "Cuanto más nos privamos, más recibimos de los dioses. Desprovisto de todo, pertenezco al rango de los que nada codician. A los que mucho desean, les falta mucho."

Pero también he tropezado con Thoreau en griego: "Si quieres enriquecer a Pitocles -- sentencia Epicuro --, no has de acrecentarle el dinero, sino disminuirle la codicia." Sabiduría que resuena, como oro del desengaño,
en el barroco bodegón al revés de la picaresca española. "Ni se condena el rico ni se salva el pobre, por ser el uno pobre y el otro rico, sino por el uso de ello; que si el rico atesora y el pobre codicia, ni el rico es rico, ni el pobre pobre, y se condenan ambos." El Guzmán de Alfarache no es una cantera de mármol. Sí una carga de TNT para volarla en pedazos.

Thoreau en Montaigne me entregó un arsenal de alternativas para la estrategia del menos y la artesanía del mucho menos: "Hipias de Elis no se proveyó solamente de ciencia, para poder en el regazo de las musas apartarse de todo otro comercio en caso necesario; ni solamente del conocimiento de la filosofía para enseñar a su alma a autocontentarse, prescindiendo virilmente de las ventajas exteriores cuando el acaso así lo ordenara; él puso el mismo empeño en aprender a guisar su comida, a rasurarse, a prepararse sus vestidos, sus zapatos y sus calzas, para vivir lo más posible sin auxilio extraño, sustraído al socorro ajeno."

Final: hay en Sartor Resartus un maravilloso consuelo para quienes estén dispuestos a renunciar a vanas pretensiones. Un por si acaso que no le llegó a tiempo a Villon, pero que a mí me tranquiliza un poco: "Supón que mereces ser ahorcado (lo cual es lo más verosímil), y considerarás como una felicidad no ser más que fusilado." Yo solo añadiría a este Thoreau revuelto en el inglés traducido de Carlyle que ojalá el pelotón de fusilamiento tenga muy mala puntería.


Caracas, 17 de febrero 2010

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