Ruth Capriles
La primera frase de una novela no sólo es el picaporte que abre al lector la puerta del mundo imaginario al que entra con expectativa, es también el puente que permite al autor entrar en el relato. En muchas ocasiones, si un autor tiene la primera frase tiene el libro completo. Lo sabe cuando confía en la necesidad de la línea de desplegarse. Una vez escrita, ella va de sí.
Siguiendo esta hipótesis, la mejor primera frase es aquélla que de un jalón mete al lector en el mundo imaginario; es la frase metáfora del tema y la historia por venir; la que te dice en acertijo de qué se trata el juego en el que entras.
La última frase de una novela, per contra, no es el pestillo que cierra la puerta; la mejor última frase es aquélla que logra dejar abierta la puerta. Por tanto, ambas, primera y última frase, están vinculadas entre sí por un imaginario inacabable. Entre ambas, el autor dotado, quien tiene el don de la metáfora, establece un corredor de imaginación continua.
Es probable que los autores no se percaten de ese vínculo, aunque algunos lo establecen de manera tan extraordinaria que uno sospecha lo sabían. Charles Dickens es quizá el ejemplo más expresivo:
Véase en Tiempos Difíciles, la primera frase:
“Ahora, lo que quiero es Hechos. No enseñen a estos niños y niñas sino hechos. Hechos solamente se necesitan en la vida.”
Con esa frase, Dickens nos dice de una sola vez cuales son los tiempos difíciles; tiempos de rigor victoriano, cuando el positivismo se entendió como determinismo y mecanicismo. Nos advierte cual es su objetivo temático: Señalar las presiones que el mundo industrial ejercía sobre los seres humanos desde la infancia y ridiculizar el utilitarismo radical.
Para cerrar, frente al determinismo económico, Dickens responde afirmando nuestra humanidad; reiterando el indeterminismo y la libertad que nos da nuestra capacidad de decisión dentro de la fugacidad del tiempo humano.
“!Querido lector! Queda a usted y a mí decidir, en nuestros dos campos de acción, si cosas similares serán o no serán. Déjelas estar. Nos sentaremos ante el fuego para ver tornarse grises y frías las cenizas de nuestras vidas ”
En Historia de Dos Ciudades, el mismo autor alcanza niveles poéticos insuperables, produciendo una de las primeras frases más famosas de la historia de la literatura universal. Aunque es imposible traducir la fuerza y sonoridad de sus palabras, con estas empieza esa novela:
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez, era época de fe, era época de incredulidad, era estación de Luz, era estación de Oscuridad, era primavera de esperanza, era invierno de desesperanza, teníamos todo ante nosotros, nada teníamos frente a nosotros, todos iríamos al Cielo, todos iríamos directo por el camino inverso –en suma, el período era tan parecido al presente, que algunos de sus más ruidosas autoridades insistían en declararlo sólo en términos superlativos.”
Sabemos de qué trata la novela: Tiempos de Revolución (francesa) y tiempos de destrucción, cuando la esperanza en el futuro se convierte en desgracia y muerte inmediatas. Es frase eterna que describe los tiempos de la novela, los tiempos de Dickens y nuestro propio tiempo. Eso la convierte en una obra inmortal, tan vigente para los venezolanos hoy en día como fuera para los ingleses en el siglo XIX.
La frase final de esa novela nos saca de esa dolorosa historicidad y abre la puerta al lector a trascender el momento cruel de toda revolución a través de gestos heroicos que permiten la permanencia del bien. Ante la guillotina, que saldará las cuentas del disipado personaje que se inmola para salvar al hombre de la mujer que ama, Sydney Carton piensa:
“Es lo mejor que he hecho en mi vida; entro al mejor reposo que jamás he conocido.”
No sé si es coincidencia, pero la mayoría de mis novelas preferidas, esas a las que vuelvo una y otra vez a lo largo de mi vida, son aquellas que tienen perfectas primeras frases. Cada sábado, cuando me levanto para ir al mercado, me veo en el espejo y repito la frase inicial de la novela más famosa de Virginia Wolf:
“La señora Dalloway dijo que hoy compraría las flores ella misma.”
Es una primera frase perfecta, aunque la traducción literal no permite oir la música de la misma. En inglés dice: “Mrs. Dalloway said she would buy the flowers herself.”
En nueve palabras dice quien es el personaje, alguien que disfruta la vida y la celebra. Además nos dicen que está casada, que tiene una posición socio económica suficiente como para mandar a buscar las flores o hacer que se las envíen en cualquier otro día. Pero ese día es especial, lo suponemos de una vez, no sólo porque empieza la novela, sino porque el personaje nos ha transmitido su gozosa expectativa. Luego de esas primeras palabras, irrumpe un párrafo que es una explosión de goce existencial y que confirma lo que ya sospechábamos: Clarissa Dalloway ama la vida y eso ilumina la vida de los demás, tal y como expresan las palabras finales:
“-¿Qué es este terror? ¿Qué es este éxtasis? -pensó- ¿Qué me invade con este entusiasmo extraordinario?
-Es Clarissa - dijo él.
Pues allí estaba ella.”
Cuando siento una pasión vergonzosa, no puedo dejar de recordar a Humbert Humbert y la más hermosa primera frase que he leído, de Vladimir Nabokov:
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-lii-ta: La punta de la lengua bajando en tres pasos por el paladar hasta puntear al tercero sobre los dientes: Lo-lii-ta.”
Si la primera frase confiesa una pasión vergonzosa, la última frase permite trascenderla, la santifica:
“Estoy pensando en auroras y ángeles, el secreto de pigmentos durables, sonetos proféticos, el refugio del arte. Y esta es la única inmortalidad que tu y yo compartiremos, Lolita mía.”
El arte, la belleza de la palabra, nos permite no sólo perdonar a Humbert Humbert su crimen y su pecado, sino además nos hace admirar y recordar eternamente la pasión que los inspiró.
En Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, la primera y última frases expresan y reiteran el desencanto latino americano, la incertidumbre inevitable del desorden y la ausencia de amor por lo nuestro:
“Desde la puerta de «La Crónica» Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”
Esa falta de amor por el propio espacio, que parece característica de muchos pueblos latino americanos, se vuelve en contra de nosotros mismos y nos disipa el futuro; se traduce en incertidumbre y ausencia de instituciones; se siente como despropósito e inutilidad de nuestra vida:
“Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo habría otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿No, niño?”
Con Doris Lessing, en el Cuaderno Dorado, tenemos una solución diferente a la conexión entre primera y última frase. Ambas resultan funcionalmente idénticas para describir la amistad de dos mujeres inglesas tratando de manejar la desilusión del ideal que las había convertido en militantes del partido comunista inglés y sus esfuerzos para rescatar las cosas verdaderamente importantes. La diferencia entre las frases es sólo de temporalidad. Al principio, las amigas están enfrentando la ruptura y la desilusión:
“Las dos mujeres estaban solas en el apartamento de Londres.
-El punto es -dijo Anna, cuando su amiga regresó del teléfono en el vestíbulo- el punto es que, tal y como lo veo, todo está desmoronándose.”
El “todo” es, por supuesto, la ilusión que ambas tuvieron de un mundo mejor, igualitario y participativo. Lo que se desvanece es la esperanza en que sus actividades organizativas pudiesen hacer alguna diferencia y no fuesen utilizadas por los hombres con ambición de poder. La novela nos describe justamente cómo la actividad política militante del comunismo enmascara las relaciones desiguales entre los hombres y las mujeres. Para salvarse de la destrucción del ser femenino, que tal relación asimétrica acarrea, las dos amigas encuentran el refugio de la domesticidad, del afecto entre ellas y hacia la prole. Al final, ya han aceptado la mentira comunista y sólo les queda la perplejidad ante el mundo que ha resultado al revés de como lo esperaban:
“-Todo es muy extraño, Anna. ¿No?
-Mucho.
Poco después, Anna dijo que tenía que regresar a Janet, quien seguramente ya habría vuelto del cine donde había ido con una amiga.
Las dos amigas se besaron y separaron.”
Esa frase final rescata la amistad y el espacio del afecto como las únicas realidades que sobreviven a la política y permanecen más allá del dogma o de la ficción. Para el lector, es el espacio que permanece abierto cuando cerramos el libro.
Margaret Mitchell, en su famosa novela Lo que el Viento se Llevó, utiliza ambas frases para describir a ese personaje inolvidable, Scarlet O´Hara, quien al principio se nos presenta como una muchacha frívola y coqueta que fascinaba a los hombres.
“Scarlet O´Hara no era bella, pero los hombres rara vez se daban cuenta cuando eran atrapados por su encanto, como lo estaban los hermanos Tarleton.”
A través de la saga bélica descubrimos el temple de esa mujer para sobrevivir y salvar a aquellos que terminan a su cargo, expresando en esa famosa frase final el espíritu heroico de los estadounidenses y su disposición al esfuerzo y al logro. La frívola, egoista y caprichosa mujer demuestra un apego por la tierra de sus ancestros, Tara, una pasión y una voluntad de vivir y obtener lo que se quiere por propio esfuerzo, que ninguno de los otros personajes, más serios y apegados a principios, podían tener. Los tiempos de guerra ciertamente prueban a las personas. Los buenos resultan pusilánimes y muchos malos resultan capaces de inmolación.
“Pensaré sobre eso mañana, en Tara. Entonces podré soportarlo. Mañana pensaré en alguna forma de reconquistarlo. Después de todo, mañana es otro día.”
Scarlet es ciertamente un personaje inmortal y entre ambas frases la autora logra describir una mujer sin igual, llena de defectos, sin embargo una heroína que sigue viviendo después que cerramos el libro. Estamos seguros que la saga continúa y que ella logrará reconquistar a Rhett y reencauzar su vida. El mañana continúa para ella y para nosotros lectores.
James Joyce, en Ulysses, comienza con un introito satírico al catolicismo irlandés.
“Pausadamente, el regordete Buck Mulligan bajó por la escalera, llevando un envase con espuma de afeitar sobre el cual reposaban un espejo y una navaja. Una bata amarilla, sin atar, era sostenida levemente detrás de él por el suave aire de la mañana. Levantó el envase y entonó:
-Introibo ad altare Dei”
Como es generalmente conocido, el Ulises, es una demostración monumental de la capacidad literaria de Joyce para escribir en todos los estilos posibles, usados en la literatura pasada y por venir. Cada capítulo no sólo describe Dublín, sus habitantes y sus cuitas, critica todos los dogmas y cuenta todas las odiseas de la Historia en un solo día, sino que además utiliza 18 formas narrativas distintas y múltiples narradores. El capítulo final es una explosión lingüística y emocional de Molly, quien sin respirar trasciende las barreras religiosas e históricas para afirmar la palabra que conocen todos los seres humanos: El amor:
“Puse mis brazos a su alrededor y lo atraje hacia mí para que sintiera mis senos y todo el perfume sí y su corazón latía como loco y sí dije que sí que sí quiero Sí.”
Franz Kafka, el relator supremo del absurdo comienza El Proceso con una prisión absurda y termina con una muerte absurda que todos continuamos sufriendo y cuya vergüenza sigue pesando, eterna y reiteradamente, sobre la humanidad.
La novela inicia abriendo el escenario del proceso absurdo:
“Alguien debía haber estado diciendo mentiras sobre José K., porque sin haber hecho algo malo, fue arrestado una hermosa mañana.”
Y termina abriendo el corredor eterno de la culpa. K muere:
“!Como un perro! –dijo; como si quisiera decir que la vergüenza lo sobreviviría.”
En Amerika, la obra más optimista y liviana de Kafka, se reitera el mito de este continente. Las primeras palabras abren sobre la libertad que, curiosamente, Kafka la ve defendida por la espada:
“Mientras Karl Rossmann, un niño pobre de dieciséis años enviado a América por sus padres porque se había dejado seducir por una muchacha de servicio que había quedado embarazada, estaba en la cubierta del barco que entraba al puerto de Nueva York, una repentina explosión de luz solar pareció iluminar la Estatua de la Libertad; así la vio bajo nueva luz, aunque la había visto anteriormente. El brazo con la espada levantado, como si acabado de estirar, mientras los vientos del cielo soplaban alrededor de la figura.”
Hay que leerla en alemán, por supuesto, para oírla y en todo caso perdonarle las imprecisiones porque nunca conoció América ni vio la Estatua de la Libertad, pero sus palabras cuentan una realidad: Es una tierra de esperanza. “Me gustan los americanos porque son saludables y optimistas” expresó el autor a Max Brod, el amigo que, desoyendo la voluntad de Kafka, que le pidió quemar todos sus manuscritos, los publicó y nos los explicó en relación a la vida y comentarios del autor.
Es un principio optimista, y en este sentido bien distinto del resto de sus novelas (El Proceso, El Castillo), y Kafka se mostró alegre y optimista mientras la escribía, también según Max Brod.
No tenemos las últimas palabras de América, pues Kafka la abandonó repentinamente y la dejó inconclusa. Según dijera a Max Brod, pretendía terminarla con una nota de reconciliación. Podemos pensar que el joven protagonista, quien había emigrado con el fardo de las temáticas de Kafka: La culpa, el pecado original, la autoridad paterna, se deslastraría y encontraría la felicidad en ese continente inmenso y sin límites que ofrecía todas las posibilidades y le abría sus brazos. Pero no necesitamos el final. En realidad, el cierre lo tenemos en las palabras iniciales del último capítulo:
“En una esquina, Karl vio un anuncio que decía: El Teatro de Oklahoma empleará miembros para su compañía hoy en la pista de carreras de Clayton desde las seis de la mañana hasta medianoche. ¡El gran Teatro de Oklahoma te llama! ¡Hoy sólamente y nunca más! ¡Si pierde esta oportunidad la pierde para siempre! ¡Si piensa en su futuro usted es uno de nosotros! ¡Todos son bienvenidos! ¡Si quiere ser un artista, únase a nuestra compañía! ¡Nuestro Teatro puede encontrar empleo para todos, un lugar para cada uno!”
Karl aprovechó la oportunidad. Kafka, como sabemos, no.
Hay dos de mis autores preferidos que parecen contra ejemplos y no ofrecen primeras ni últimas frases que cumplan los requisitos que he aplicado a las novelas anteriores.
Entre las novelas más importantes de Henry James no encontraba una primera frase que fuese metáfora de la historia o del tema y que cerrara el círculo con una frase final.
Hasta que encontré una: La Fuente Sagrada.
No sé por qué no empecé por ahí, porque me resulta una novela extraordinaria, aunque el mismo autor la haya descrito como “un jeu d´esprit”, un juego previsto como una historia corta que creció a 20.000 palabras, y León Edel, el equivalente para James de lo que fuera Max Brod para Kafka, considera que “merece un pequeño lugar honorable en el estante jamesiano.”
Esa novela es ciertamente un juego, un acertijo que parece un ejercicio literario y de lógica lingüística, sin substancia temática ni protagónica. Yo la estimo como un prototipo de novela, de la novela jamesiana específicamente. Una obra maestra que revela la estructura y la temática de todas las novelas de ese autor. La estructura: Una progresión dentro del espíritu insondable del ser humano que queda siempre incognoscible. La temática: La relación vampirezca entre los seres humanos, especialmente en la relación de pareja.
La novela inicia con la expectativa de compartir con conocidos durante un fin de semana en las afueras de Londres.
“Siento que era una ocasión -el prospecto de una gran fiesta- para encontrar en la estación amigos posibles e incluso enemigos posibles, que estarían también dirigiéndose a la fiesta. Tales premoniciones, era cierto, alimentaban miedos cuando no alimentaban esperanzas...”
El protagonista anónimo, cual cámara indiscreta, se entretiene observando, con una lógica que cree insuperable, a los invitados cuyas apariencias lo llevan a desarrollar la hipótesis de que en la relación de pareja siempre hay uno que chupa la vida del otro. Al final se encuentra equivocado en sus conclusiones sobre quien chupaba a quien y superado en sus deducciones por la anciana que comprende su juego y lo sobrepasa en la comprensión de las relaciones humanas. Lo que comenzó como deseo de socializar, termina con el impulso a huir del género humano.
“Esa última palabra -la palabra que me puso exactamente en ninguna parte- era demasiado inaceptable como para no obligar a refrescar el propósito de escapar a otros aires, como se me había ocurrido esa tarde. Definitivamente, nunca más debería juntarme con ella; no es que yo no tuviera tres veces su método. De lo que carezco fatalmente es su tono”
Otro de mis autores preferidos, V.S. Naipaul, no parece dar importancia a la cuestión de marras. Aunque escribió pasajes hermosos y significativos, no encuentro en sus novelas principales una primera frase vinculada a la última como metáfora completa. Sólo en una encuentro una tenue relación, Guerrillas, la más dura de sus novelas, la que más duele leer cuando se es suramericano, porque es la historia de todas las guerrillas y el resentimiento en el mundo colonial. El tema del resentimiento lo despliega de una vez en su primer párrafo:
“Después de almorzar, Jane y Roche salieron de su casa sobre el Risco y manejaron hasta la Granja Thruschcross. Bajaron a través de la ciudad caliente al pie de las colinas y luego a través de la ciudad al camino del mar, a través de las vías públicas pintorreadas con slogans: 'Negro Genuino', 'No Vote', 'El control de la natalidad es una conspiración contra la raza negra'”
Esa novela termina con la soledad de un líder que no tiene a quien guiar, un guerrillero sometido por su propia abyección y cuya última palabra suena a servidumbre:
“-Esa es la forma como será. Te estamos dejando solo, Jimmy. Yo me voy. Jane y yo nos vamos mañana. Jane está en su cuarto empacando. Te dejamos aquí. ¿Me oyes, Jimmy?
-Massa”
El escenario que nos abre ese diálogo final es la historia de nuestra guerrilla suspendida, aislada, en el espacio del resentimiento que niega el futuro.
Podría continuar jugando indefinidamente sobre este tablero, pero en algún momento hay que decir la palabra final. Espero encontrarlos para seguir jugando entre las puertas infinitas de la imaginación.
Caracas, 11 de Marzo 2009
Siguiendo esta hipótesis, la mejor primera frase es aquélla que de un jalón mete al lector en el mundo imaginario; es la frase metáfora del tema y la historia por venir; la que te dice en acertijo de qué se trata el juego en el que entras.
La última frase de una novela, per contra, no es el pestillo que cierra la puerta; la mejor última frase es aquélla que logra dejar abierta la puerta. Por tanto, ambas, primera y última frase, están vinculadas entre sí por un imaginario inacabable. Entre ambas, el autor dotado, quien tiene el don de la metáfora, establece un corredor de imaginación continua.
Es probable que los autores no se percaten de ese vínculo, aunque algunos lo establecen de manera tan extraordinaria que uno sospecha lo sabían. Charles Dickens es quizá el ejemplo más expresivo:
Véase en Tiempos Difíciles, la primera frase:
“Ahora, lo que quiero es Hechos. No enseñen a estos niños y niñas sino hechos. Hechos solamente se necesitan en la vida.”
Con esa frase, Dickens nos dice de una sola vez cuales son los tiempos difíciles; tiempos de rigor victoriano, cuando el positivismo se entendió como determinismo y mecanicismo. Nos advierte cual es su objetivo temático: Señalar las presiones que el mundo industrial ejercía sobre los seres humanos desde la infancia y ridiculizar el utilitarismo radical.
Para cerrar, frente al determinismo económico, Dickens responde afirmando nuestra humanidad; reiterando el indeterminismo y la libertad que nos da nuestra capacidad de decisión dentro de la fugacidad del tiempo humano.
“!Querido lector! Queda a usted y a mí decidir, en nuestros dos campos de acción, si cosas similares serán o no serán. Déjelas estar. Nos sentaremos ante el fuego para ver tornarse grises y frías las cenizas de nuestras vidas ”
En Historia de Dos Ciudades, el mismo autor alcanza niveles poéticos insuperables, produciendo una de las primeras frases más famosas de la historia de la literatura universal. Aunque es imposible traducir la fuerza y sonoridad de sus palabras, con estas empieza esa novela:
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez, era época de fe, era época de incredulidad, era estación de Luz, era estación de Oscuridad, era primavera de esperanza, era invierno de desesperanza, teníamos todo ante nosotros, nada teníamos frente a nosotros, todos iríamos al Cielo, todos iríamos directo por el camino inverso –en suma, el período era tan parecido al presente, que algunos de sus más ruidosas autoridades insistían en declararlo sólo en términos superlativos.”
Sabemos de qué trata la novela: Tiempos de Revolución (francesa) y tiempos de destrucción, cuando la esperanza en el futuro se convierte en desgracia y muerte inmediatas. Es frase eterna que describe los tiempos de la novela, los tiempos de Dickens y nuestro propio tiempo. Eso la convierte en una obra inmortal, tan vigente para los venezolanos hoy en día como fuera para los ingleses en el siglo XIX.
La frase final de esa novela nos saca de esa dolorosa historicidad y abre la puerta al lector a trascender el momento cruel de toda revolución a través de gestos heroicos que permiten la permanencia del bien. Ante la guillotina, que saldará las cuentas del disipado personaje que se inmola para salvar al hombre de la mujer que ama, Sydney Carton piensa:
“Es lo mejor que he hecho en mi vida; entro al mejor reposo que jamás he conocido.”
No sé si es coincidencia, pero la mayoría de mis novelas preferidas, esas a las que vuelvo una y otra vez a lo largo de mi vida, son aquellas que tienen perfectas primeras frases. Cada sábado, cuando me levanto para ir al mercado, me veo en el espejo y repito la frase inicial de la novela más famosa de Virginia Wolf:
“La señora Dalloway dijo que hoy compraría las flores ella misma.”
Es una primera frase perfecta, aunque la traducción literal no permite oir la música de la misma. En inglés dice: “Mrs. Dalloway said she would buy the flowers herself.”
En nueve palabras dice quien es el personaje, alguien que disfruta la vida y la celebra. Además nos dicen que está casada, que tiene una posición socio económica suficiente como para mandar a buscar las flores o hacer que se las envíen en cualquier otro día. Pero ese día es especial, lo suponemos de una vez, no sólo porque empieza la novela, sino porque el personaje nos ha transmitido su gozosa expectativa. Luego de esas primeras palabras, irrumpe un párrafo que es una explosión de goce existencial y que confirma lo que ya sospechábamos: Clarissa Dalloway ama la vida y eso ilumina la vida de los demás, tal y como expresan las palabras finales:
“-¿Qué es este terror? ¿Qué es este éxtasis? -pensó- ¿Qué me invade con este entusiasmo extraordinario?
-Es Clarissa - dijo él.
Pues allí estaba ella.”
Cuando siento una pasión vergonzosa, no puedo dejar de recordar a Humbert Humbert y la más hermosa primera frase que he leído, de Vladimir Nabokov:
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-lii-ta: La punta de la lengua bajando en tres pasos por el paladar hasta puntear al tercero sobre los dientes: Lo-lii-ta.”
Si la primera frase confiesa una pasión vergonzosa, la última frase permite trascenderla, la santifica:
“Estoy pensando en auroras y ángeles, el secreto de pigmentos durables, sonetos proféticos, el refugio del arte. Y esta es la única inmortalidad que tu y yo compartiremos, Lolita mía.”
El arte, la belleza de la palabra, nos permite no sólo perdonar a Humbert Humbert su crimen y su pecado, sino además nos hace admirar y recordar eternamente la pasión que los inspiró.
En Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, la primera y última frases expresan y reiteran el desencanto latino americano, la incertidumbre inevitable del desorden y la ausencia de amor por lo nuestro:
“Desde la puerta de «La Crónica» Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”
Esa falta de amor por el propio espacio, que parece característica de muchos pueblos latino americanos, se vuelve en contra de nosotros mismos y nos disipa el futuro; se traduce en incertidumbre y ausencia de instituciones; se siente como despropósito e inutilidad de nuestra vida:
“Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo habría otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría ¿No, niño?”
Con Doris Lessing, en el Cuaderno Dorado, tenemos una solución diferente a la conexión entre primera y última frase. Ambas resultan funcionalmente idénticas para describir la amistad de dos mujeres inglesas tratando de manejar la desilusión del ideal que las había convertido en militantes del partido comunista inglés y sus esfuerzos para rescatar las cosas verdaderamente importantes. La diferencia entre las frases es sólo de temporalidad. Al principio, las amigas están enfrentando la ruptura y la desilusión:
“Las dos mujeres estaban solas en el apartamento de Londres.
-El punto es -dijo Anna, cuando su amiga regresó del teléfono en el vestíbulo- el punto es que, tal y como lo veo, todo está desmoronándose.”
El “todo” es, por supuesto, la ilusión que ambas tuvieron de un mundo mejor, igualitario y participativo. Lo que se desvanece es la esperanza en que sus actividades organizativas pudiesen hacer alguna diferencia y no fuesen utilizadas por los hombres con ambición de poder. La novela nos describe justamente cómo la actividad política militante del comunismo enmascara las relaciones desiguales entre los hombres y las mujeres. Para salvarse de la destrucción del ser femenino, que tal relación asimétrica acarrea, las dos amigas encuentran el refugio de la domesticidad, del afecto entre ellas y hacia la prole. Al final, ya han aceptado la mentira comunista y sólo les queda la perplejidad ante el mundo que ha resultado al revés de como lo esperaban:
“-Todo es muy extraño, Anna. ¿No?
-Mucho.
Poco después, Anna dijo que tenía que regresar a Janet, quien seguramente ya habría vuelto del cine donde había ido con una amiga.
Las dos amigas se besaron y separaron.”
Esa frase final rescata la amistad y el espacio del afecto como las únicas realidades que sobreviven a la política y permanecen más allá del dogma o de la ficción. Para el lector, es el espacio que permanece abierto cuando cerramos el libro.
Margaret Mitchell, en su famosa novela Lo que el Viento se Llevó, utiliza ambas frases para describir a ese personaje inolvidable, Scarlet O´Hara, quien al principio se nos presenta como una muchacha frívola y coqueta que fascinaba a los hombres.
“Scarlet O´Hara no era bella, pero los hombres rara vez se daban cuenta cuando eran atrapados por su encanto, como lo estaban los hermanos Tarleton.”
A través de la saga bélica descubrimos el temple de esa mujer para sobrevivir y salvar a aquellos que terminan a su cargo, expresando en esa famosa frase final el espíritu heroico de los estadounidenses y su disposición al esfuerzo y al logro. La frívola, egoista y caprichosa mujer demuestra un apego por la tierra de sus ancestros, Tara, una pasión y una voluntad de vivir y obtener lo que se quiere por propio esfuerzo, que ninguno de los otros personajes, más serios y apegados a principios, podían tener. Los tiempos de guerra ciertamente prueban a las personas. Los buenos resultan pusilánimes y muchos malos resultan capaces de inmolación.
“Pensaré sobre eso mañana, en Tara. Entonces podré soportarlo. Mañana pensaré en alguna forma de reconquistarlo. Después de todo, mañana es otro día.”
Scarlet es ciertamente un personaje inmortal y entre ambas frases la autora logra describir una mujer sin igual, llena de defectos, sin embargo una heroína que sigue viviendo después que cerramos el libro. Estamos seguros que la saga continúa y que ella logrará reconquistar a Rhett y reencauzar su vida. El mañana continúa para ella y para nosotros lectores.
James Joyce, en Ulysses, comienza con un introito satírico al catolicismo irlandés.
“Pausadamente, el regordete Buck Mulligan bajó por la escalera, llevando un envase con espuma de afeitar sobre el cual reposaban un espejo y una navaja. Una bata amarilla, sin atar, era sostenida levemente detrás de él por el suave aire de la mañana. Levantó el envase y entonó:
-Introibo ad altare Dei”
Como es generalmente conocido, el Ulises, es una demostración monumental de la capacidad literaria de Joyce para escribir en todos los estilos posibles, usados en la literatura pasada y por venir. Cada capítulo no sólo describe Dublín, sus habitantes y sus cuitas, critica todos los dogmas y cuenta todas las odiseas de la Historia en un solo día, sino que además utiliza 18 formas narrativas distintas y múltiples narradores. El capítulo final es una explosión lingüística y emocional de Molly, quien sin respirar trasciende las barreras religiosas e históricas para afirmar la palabra que conocen todos los seres humanos: El amor:
“Puse mis brazos a su alrededor y lo atraje hacia mí para que sintiera mis senos y todo el perfume sí y su corazón latía como loco y sí dije que sí que sí quiero Sí.”
Franz Kafka, el relator supremo del absurdo comienza El Proceso con una prisión absurda y termina con una muerte absurda que todos continuamos sufriendo y cuya vergüenza sigue pesando, eterna y reiteradamente, sobre la humanidad.
La novela inicia abriendo el escenario del proceso absurdo:
“Alguien debía haber estado diciendo mentiras sobre José K., porque sin haber hecho algo malo, fue arrestado una hermosa mañana.”
Y termina abriendo el corredor eterno de la culpa. K muere:
“!Como un perro! –dijo; como si quisiera decir que la vergüenza lo sobreviviría.”
En Amerika, la obra más optimista y liviana de Kafka, se reitera el mito de este continente. Las primeras palabras abren sobre la libertad que, curiosamente, Kafka la ve defendida por la espada:
“Mientras Karl Rossmann, un niño pobre de dieciséis años enviado a América por sus padres porque se había dejado seducir por una muchacha de servicio que había quedado embarazada, estaba en la cubierta del barco que entraba al puerto de Nueva York, una repentina explosión de luz solar pareció iluminar la Estatua de la Libertad; así la vio bajo nueva luz, aunque la había visto anteriormente. El brazo con la espada levantado, como si acabado de estirar, mientras los vientos del cielo soplaban alrededor de la figura.”
Hay que leerla en alemán, por supuesto, para oírla y en todo caso perdonarle las imprecisiones porque nunca conoció América ni vio la Estatua de la Libertad, pero sus palabras cuentan una realidad: Es una tierra de esperanza. “Me gustan los americanos porque son saludables y optimistas” expresó el autor a Max Brod, el amigo que, desoyendo la voluntad de Kafka, que le pidió quemar todos sus manuscritos, los publicó y nos los explicó en relación a la vida y comentarios del autor.
Es un principio optimista, y en este sentido bien distinto del resto de sus novelas (El Proceso, El Castillo), y Kafka se mostró alegre y optimista mientras la escribía, también según Max Brod.
No tenemos las últimas palabras de América, pues Kafka la abandonó repentinamente y la dejó inconclusa. Según dijera a Max Brod, pretendía terminarla con una nota de reconciliación. Podemos pensar que el joven protagonista, quien había emigrado con el fardo de las temáticas de Kafka: La culpa, el pecado original, la autoridad paterna, se deslastraría y encontraría la felicidad en ese continente inmenso y sin límites que ofrecía todas las posibilidades y le abría sus brazos. Pero no necesitamos el final. En realidad, el cierre lo tenemos en las palabras iniciales del último capítulo:
“En una esquina, Karl vio un anuncio que decía: El Teatro de Oklahoma empleará miembros para su compañía hoy en la pista de carreras de Clayton desde las seis de la mañana hasta medianoche. ¡El gran Teatro de Oklahoma te llama! ¡Hoy sólamente y nunca más! ¡Si pierde esta oportunidad la pierde para siempre! ¡Si piensa en su futuro usted es uno de nosotros! ¡Todos son bienvenidos! ¡Si quiere ser un artista, únase a nuestra compañía! ¡Nuestro Teatro puede encontrar empleo para todos, un lugar para cada uno!”
Karl aprovechó la oportunidad. Kafka, como sabemos, no.
Hay dos de mis autores preferidos que parecen contra ejemplos y no ofrecen primeras ni últimas frases que cumplan los requisitos que he aplicado a las novelas anteriores.
Entre las novelas más importantes de Henry James no encontraba una primera frase que fuese metáfora de la historia o del tema y que cerrara el círculo con una frase final.
Hasta que encontré una: La Fuente Sagrada.
No sé por qué no empecé por ahí, porque me resulta una novela extraordinaria, aunque el mismo autor la haya descrito como “un jeu d´esprit”, un juego previsto como una historia corta que creció a 20.000 palabras, y León Edel, el equivalente para James de lo que fuera Max Brod para Kafka, considera que “merece un pequeño lugar honorable en el estante jamesiano.”
Esa novela es ciertamente un juego, un acertijo que parece un ejercicio literario y de lógica lingüística, sin substancia temática ni protagónica. Yo la estimo como un prototipo de novela, de la novela jamesiana específicamente. Una obra maestra que revela la estructura y la temática de todas las novelas de ese autor. La estructura: Una progresión dentro del espíritu insondable del ser humano que queda siempre incognoscible. La temática: La relación vampirezca entre los seres humanos, especialmente en la relación de pareja.
La novela inicia con la expectativa de compartir con conocidos durante un fin de semana en las afueras de Londres.
“Siento que era una ocasión -el prospecto de una gran fiesta- para encontrar en la estación amigos posibles e incluso enemigos posibles, que estarían también dirigiéndose a la fiesta. Tales premoniciones, era cierto, alimentaban miedos cuando no alimentaban esperanzas...”
El protagonista anónimo, cual cámara indiscreta, se entretiene observando, con una lógica que cree insuperable, a los invitados cuyas apariencias lo llevan a desarrollar la hipótesis de que en la relación de pareja siempre hay uno que chupa la vida del otro. Al final se encuentra equivocado en sus conclusiones sobre quien chupaba a quien y superado en sus deducciones por la anciana que comprende su juego y lo sobrepasa en la comprensión de las relaciones humanas. Lo que comenzó como deseo de socializar, termina con el impulso a huir del género humano.
“Esa última palabra -la palabra que me puso exactamente en ninguna parte- era demasiado inaceptable como para no obligar a refrescar el propósito de escapar a otros aires, como se me había ocurrido esa tarde. Definitivamente, nunca más debería juntarme con ella; no es que yo no tuviera tres veces su método. De lo que carezco fatalmente es su tono”
Otro de mis autores preferidos, V.S. Naipaul, no parece dar importancia a la cuestión de marras. Aunque escribió pasajes hermosos y significativos, no encuentro en sus novelas principales una primera frase vinculada a la última como metáfora completa. Sólo en una encuentro una tenue relación, Guerrillas, la más dura de sus novelas, la que más duele leer cuando se es suramericano, porque es la historia de todas las guerrillas y el resentimiento en el mundo colonial. El tema del resentimiento lo despliega de una vez en su primer párrafo:
“Después de almorzar, Jane y Roche salieron de su casa sobre el Risco y manejaron hasta la Granja Thruschcross. Bajaron a través de la ciudad caliente al pie de las colinas y luego a través de la ciudad al camino del mar, a través de las vías públicas pintorreadas con slogans: 'Negro Genuino', 'No Vote', 'El control de la natalidad es una conspiración contra la raza negra'”
Esa novela termina con la soledad de un líder que no tiene a quien guiar, un guerrillero sometido por su propia abyección y cuya última palabra suena a servidumbre:
“-Esa es la forma como será. Te estamos dejando solo, Jimmy. Yo me voy. Jane y yo nos vamos mañana. Jane está en su cuarto empacando. Te dejamos aquí. ¿Me oyes, Jimmy?
-Massa”
El escenario que nos abre ese diálogo final es la historia de nuestra guerrilla suspendida, aislada, en el espacio del resentimiento que niega el futuro.
Podría continuar jugando indefinidamente sobre este tablero, pero en algún momento hay que decir la palabra final. Espero encontrarlos para seguir jugando entre las puertas infinitas de la imaginación.
Caracas, 11 de Marzo 2009
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