01 febrero 2009

Goliat como escultura


Octavio Armand







El hombre sale de la piedra. Así reza la Biblia que heredé de mi madre, por suerte ajena a la traducción contemporánea, que con mucha razón y poca poesía reduce la expresión al cavernícola “salir de la cueva”. (1)

David es la profecía que se cumple, el hombre que sale de la piedra como un prisionero de Miguel Angel para ser libre, para cumplir lo que está escrito y así cumplirse, cumpliendo la palabra como destino.

Encarna la compenetración del hombre con la piedra, afilada y pulida hasta desmaterializarse en velocidad, puntería y belleza. La conoce, la apunta, la lanza como si fuera un grito, la proyecta como su propia sombra.

Es el rey que pudo haber sido cualquier cosa. Que pudo haber sido más. Un hexágono de cristal de roca que se aferra a sus seis lados y a su dureza para no consumarse en la luz. Para no ser sólo su propia transparencia.

Gautama, Ghandi, San Francisco, Cristo: seres que se afilan y se pulen hasta desmaterializarse. David pudo haber sido uno de ellos. Un místico sin misticismo.

Da la pedrada como palabra que da en el blanco. Conjuga la piedra como verbo, la cumple.

La de Sísifo vuelve a caer desde la cima una y otra vez lograda. La suya no cae: cae la cima. Cae Goliat, se desploma, se derrumba, monumental edificio al que le colocan en su ápice, y de último, su primera piedra.

David como creador y la honda como cincel: Goliat es una escultura.

Al mármol esculpido, la carne devastada.

El Goliat de David, no el David de Miguel Angel.

Atlas filisteo, columna que sostiene al cielo ajeno, el gigante cae abatido dos veces: en carne y hueso, por David; y como pilar, por Sansón.

Arte lapidario y lapidación: David y Sansón: la piedra en la honda mata; el templo como lluvia de piedras mata a miles.

Con la confusión de lenguas Yahveh dispersa a los constructores de la Torre de Babel. El gigantismo arquitectónico deviene alud de palabras. Escombros.

Al principio el verbo, luego la verborrea.

La Biblia comienza en una tautología múltiple. Afirma su punto de partida tres veces, como una subrayada puntuación pretextual. "Al principio Dios crió los cielos y la tierra" (Génesis 1, 1). Al principio alude al principio, a Dios y a la creación. Abre abriéndose en cielos, desplegándose en alturas. Todo el libro, así, parece descender hacia el hombre, hacia la lectura, como luz, como estrellada escritura del cielo.

Tautológico también es su punto final. El capítulo 22 del Apocalipsis advierte del final de todo, hasta del propio texto. Esto concluye, todo está dicho, no hay que añadir ni quitar absolutamente nada: "Si alguno añadiere a estas cosas, Dios pondrá sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad, y de las cosas que están escritas en este libro." Y punto. Amén.

Tablas de Moisés, que no tabla rasa. La creación termina en prohibiciones.

Quien añada o quite a lo escrito queda proscrito. Los derechos de autor son sagrados. Un monopolio de Dios y sus profetas.

Toda pretensión de adulterar el libro equivaldrá a vulnerar el cielo.

La escritura, como el cielo, es sagrada. Se accederá a ella mediante la lectura, y no alterándola con añadidos o borrones. Y se accederá a las alturas a través de la mirada suplicante o el rezo, y no con vano gigantismo.

La lectura, en su origen, es astrología. El primer libro fue el cielo. En él, antes que en las palabras, leímos las profecías.

Demoledoras, la puntería de David y la fuerza de Sansón defienden el cielo de Israel: hacen añicos al goliatismo, pretensión de alturas que se desmorona como un montón de piedras.

Sinécdoques contrapuestas: no partes de la anatomía sino anatomía de las partes. Aquiles y Sansón, fuerza en la hirsuta melena y flaqueza en el talón. Caer desde arriba o caer desde abajo. Sucumbir del todo por la parte. Anatomía secreta. Secretos de la anatomía.

Se abre el libro, se abre la tierra, se cae el cielo. Así, hasta la muerte de las piedras.

Lo judeo-cristiano como poética de la ruina: "polvo eres, y al polvo serás tornado" (Génesis 3, 19); "no quedará piedra sobre piedra" (Marcos 13, 2). Incólumes solo las Tablas de la ley. Y la cruz, esa idea.

En piedra los judíos sólo dejaron prohibiciones. Pero cada palabra escrita pesa como un ladrillo en su empecinada negación de la pirámide, que es el Libro.

No hay palimpsesto posible en piedra o en trazos pétreos, indelebles.

Lo hebreo: el desmoronamiento. Goliat, las columnas filisteas, el Templo de Salomón, son episodios de la cultura del desierto. Pedregales de la historia inscritos en la naturaleza. Antítesis de la pirámide y lo piramidal.

Lo griego, aun en el mito de Sísifo, aspira a peldaño y altura: volver y volver a la cima es como tallar el mármol; sentir en lo mineral, más que su peso, la vitalidad de las entrañas de la tierra. No menos admirable y trágica que Sísifo: la piedra misma, que carga su peso con equilibrio y gracia, con naturalidad, diríamos, como si fuera obra de Fidias o Praxíteles.

Lección dispar, imposible, para Cristo, capaz de ser tercio indivisible del misterio trinitario, pero negado a la cruz que lo niega como rey judío y lo afirma como dios para una secta de judíos.

Cristo nunca se integra a la cruz, nunca la incorpora. No hay consubstanciación. Al cumplir su sentencia aquella efímera escultura romana de tres días de duración pasa a la eternidad de la repetición, como Sísifo pero sin el sentido fatídico del griego, como si los maderos fueran las alas de cera de un Icaro que sobrevive una y mil veces al sol.

Al burlesco rey de los judíos, a este David que reta a que tiren la primera piedra, lo vemos obsesivamente repetido en crucifijos, cuadros, mármoles. Hasta como super-estrella en rock, música de piedra.

Su cruz es un extraño trono. Pero trono al fin. Por eso la carga una sola vez, aunque para siempre. No la carga como Sísifo, que es el muerto que no quiso morir, el condenado que no quiso regresar al infierno. Bajo su cruz o sobre ella, Cristo es víctima, solo víctima. Al resucitar es el hombre que sale, que vuelve a salir de la piedra.

En el epitafio, palimpsesto imposible, hay quienes añoran la resurrección.

Los cuatro evangelios terminan en un mismo episodio: hablan de la enorme roca misteriosamente removida que sellaba la tumba de Cristo. La “piedra quitada”, la “piedra revuelta”. Todos atribuyen el hecho a un milagro. Mateo alude a “un gran terremoto”, un ángel que había descendido del cielo y “revuelto la piedra”. Volver y revolver a la piedra. Volver a revolverla. Pareciera un improbable milagro del astuto Sísifo.

Deucalión y Pirra, el ejército de Viracocha, esqueletos vivos, piedras vivas, guerreros minerales, hijos de la piedra. A pesar de Pedro como excepcional primera piedra, la tradición judeo-cristiana remonta su origen al polvo y apuesta al polvo en su teleología: prohibiciones, apocalípticos escombros, ruinas, castigos.

¿Qué pensaría aquella piedrezuela de la puntería de David? Infalibilidad, albedrío, fe, profecía, ¿Y aquella otra, cansada, de la torpeza de Sísifo? Tragedia, absurdo, pesadilla, paradoja, laberinto de repeticiones sin salida.

El burlador de piedra: sustituido por una piedra en pañales, Zeus sobrevive a Cronos, el padre que devora a sus hijos. Luego lo mata para reinar en el cielo. Un dios que no promete resurrección ni vida eterna sino que literalmente mata al tiempo.

El burlador burlado asoma en diversas tradiciones, apoyándose de manera muy específica en el menú y las costumbres de mesa. Hay un indudable paralelismo gastronómico, por ejemplo, entre Cronos y la piedra en pañales y don Juan y el convidado de piedra. Pero para guisar, nadie como Rebeca.

En el Génesis la figura del burlador aparece en un episodio de engaño al padre por medio de la comida, que implica a la madre y los hermanos. Rebeca engaña a Isaac no para salvar la vida de Jacob, mellizo de Esaú, sino para favorecerlo, pues ella lo prefiere al primogénito. No se trata propiamente de sustitución de vianda sino de sustitución de oferente: Jacob, y no Esaú, recibirá las bendiciones de Isaac, quien ha pedido al primogénito, al cazador, un guisado a su gusto. Por trucos de Rebeca el gusto se lo da el favorito de la madre, disfrazado para engañar al padre ciego con los “preciosos vestidos” del hijo mayor y pieles de cabrito para cubrir las manos y la cerviz donde no tenía vello el lampiño Jacob. Imposible no recordar al suplantado por la piedra en pañales. Zeus también parece ser mellizo de Esaú, variante egea de Jacob, que viene del hebreo “El Suplantador”.

La piedra y lo petrificado como fuente genésica: líquido, vital, generador, el cuarzo soñado como agua o como semen. Lluvia petrificada, eyaculación geológica. De la blancura o la transparencia al negro retinto: tapasexos de azabache en forma de fruto de jabillo. Se cubre al falo con su oculta pero absoluta desnudez: el orgasmo, el estallido que dispersa las semillas. El mundo barrancoide propone así un simbolismo de doble y oscura proyección: la virtud potencial de las semillas reunidas y el reventón engendrador también en potencia.

Goliat como escultura es derrumbe, anulación, vaciado. El piramidal tapasexo de azabache solo asume su verdadera forma al reventar en la imaginación.

No es preciso aludir a lo monumental: las pirámides del altiplano mexicano o de las selvas mayas, donde se escalona el paso a las alturas; ni siquiera a las ciudadelas de piedra construidas como nidos en el macizo andino. Las formas más elementales, que apenas insinúan lo piramidal como aspiración o suspiro de la piedra, jalonan la arquitectura del antiguo mundo americano: el bohío taíno, el chabono yanomamo, el nuhue kogi.

Caracas, 5 de julio 2007

1
Pareciera que efectivamente todo tiempo pasado fue mejor. Aconsejo -- y cito -- la antigua versión de Casiodoro de Reina, de 1569, revisada por Cipriano de Valera en 1602

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