Lala Canel
No te quise. Tú no quieres que nadie te quiera. Pero hay algo que quiero decirte, es muy importante, aprovechando los quince minutos del mes en que la economía de mis guayabos permite que me acuerde de ti. Muchos besos, repártelos. Lucía.
Cuando una mujer como esa que ahora veo cruzar de una acera a otra en el boulevard de Sabana Grande. Viene directo al café donde estoy sentada. Con un vestido de pepas blancas y el sol de la cinco de la tarde pegando directamente en su pelo liso. De lentes oscuros para ocultar el rostro. Un collarín blando recetado por su médico y traumatólogo colocado en su cuello le dan un aire monárquico a sus movimientos. Cuando una mujer así, alta, esbelta, de taconeo fuerte y las uñas pintadas de rojo llega a cierta edad, digamos… unos treinta y poquísimos años; y ya han pasado por su vida dos, tres, cuatro y cinco amores importantes, siete romances duros y hasta uno que otro enredo depresivo u constipación afectiva… pues cuando van ya varios tránsitos caminando con sandalias altas su tristeza mientras siente latir los aguijones que se han clavado en su cervical.
A esa mujer, que sigo mirando hipnotizada, varios ganchos de izquierda le han roto la mandíbula dejándole la quijada ligeramente torcida. Yo sí lo noto. Una torcedura imperceptible que le brinda cinestismo a sus expresiones de arco iris.
Cuando la veo gesticular sentándose en la mesa que tengo a mi lado izquierdo tendría necesariamente que estudiar la posibilidad de entender la economía de sus guayabos. Entonces, por darte un ejemplo: Lucía (hipotético nombre bonito que le daré a esa mujer) ahora le pide una torta de chocolate al mesonero mientras hace minúsculas bolas de servilleta y saca un libro para leer- siempre piensa en Pablo cuando mira el Ávila y las nubes se tornan rosadas a las cinco de la tarde.
Imaginémosla de domingo –también- acodada en su apartamento vestida con un pantalón de blue jean roto en el culo, sin zapatos y una franela escuchando un bolero negro y hondo y mientras cocina a fuego lento un rissotto se le aprieta el corazón por Adriano, por los quesos parmegianos regianos, por las góndolas en Venecia y ¿De dónde salía aquel olor nauseabundo? Y revuelve y revuelve la cebolla, caldo y arroz. Ni ella, ni él lo soportaron ¡Por dios! y ese dolor de barriga en la plaza San Marcos y sus lunares amarillos en la espalda. El vuelo de regreso sin maletas, sin recuerdos y sin él ¿Y si de pronto volvemos a imaginar que nuestra Lucía sale a trotar cada mañana por el Parque del Este para mantener las pantorrillas magras, la barriga plana y de su cabeza no se sale Jesús? Jesús y sus gritos de aleluya al eyacular. Un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos… Jesús y su cintura puntiaguda… Un, dos, un, dos, un, dos, un, dos… Jesús y ella que corren para despistar unos malandros en Sao Paulo… Un, dos, un, ¡corre, no joda! Un, dos, un, dos, un, dos, un, dos… Jesús crucificado por los mosquitos de la selva. Y las interminables noches contando los estrellas en un mismo sleeping bag.
Lucía, -quien ahora paga la cuenta- se tira de nuevo a ver vitrinas de telas y discos antes de llegar a la oficina a preparar un guayoyo para su jefe y luego se sienta resignadamente frente al monitor pensando en Santiago y la UCAB. Los exámenes orales y las discusiones sobre Maquiavelo, Kant, Heggel, Spengler y Platón. El dolor del parto es una puñalada trapera y la cara de Santiago a punto de desmayarse con lágrimas en los ojos un ectoplasma que la rodea de tarde en tarde.
De uno a otro, de Pablo a Adriano, de Adriano a Jesús y de Jesús a Santiago pasa la vida acumulando guayabos en su corazón. De pronto suena el teléfono en el fondo de una cartera enorme llena de peroles, a las cinco de la tarde y la veo que atiende pero no es Pablo, su amor de las cinco de la tarde.
Cuando una mujer como esa que ahora veo cruzar de una acera a otra en el boulevard de Sabana Grande. Viene directo al café donde estoy sentada. Con un vestido de pepas blancas y el sol de la cinco de la tarde pegando directamente en su pelo liso. De lentes oscuros para ocultar el rostro. Un collarín blando recetado por su médico y traumatólogo colocado en su cuello le dan un aire monárquico a sus movimientos. Cuando una mujer así, alta, esbelta, de taconeo fuerte y las uñas pintadas de rojo llega a cierta edad, digamos… unos treinta y poquísimos años; y ya han pasado por su vida dos, tres, cuatro y cinco amores importantes, siete romances duros y hasta uno que otro enredo depresivo u constipación afectiva… pues cuando van ya varios tránsitos caminando con sandalias altas su tristeza mientras siente latir los aguijones que se han clavado en su cervical.
A esa mujer, que sigo mirando hipnotizada, varios ganchos de izquierda le han roto la mandíbula dejándole la quijada ligeramente torcida. Yo sí lo noto. Una torcedura imperceptible que le brinda cinestismo a sus expresiones de arco iris.
Cuando la veo gesticular sentándose en la mesa que tengo a mi lado izquierdo tendría necesariamente que estudiar la posibilidad de entender la economía de sus guayabos. Entonces, por darte un ejemplo: Lucía (hipotético nombre bonito que le daré a esa mujer) ahora le pide una torta de chocolate al mesonero mientras hace minúsculas bolas de servilleta y saca un libro para leer- siempre piensa en Pablo cuando mira el Ávila y las nubes se tornan rosadas a las cinco de la tarde.
Imaginémosla de domingo –también- acodada en su apartamento vestida con un pantalón de blue jean roto en el culo, sin zapatos y una franela escuchando un bolero negro y hondo y mientras cocina a fuego lento un rissotto se le aprieta el corazón por Adriano, por los quesos parmegianos regianos, por las góndolas en Venecia y ¿De dónde salía aquel olor nauseabundo? Y revuelve y revuelve la cebolla, caldo y arroz. Ni ella, ni él lo soportaron ¡Por dios! y ese dolor de barriga en la plaza San Marcos y sus lunares amarillos en la espalda. El vuelo de regreso sin maletas, sin recuerdos y sin él ¿Y si de pronto volvemos a imaginar que nuestra Lucía sale a trotar cada mañana por el Parque del Este para mantener las pantorrillas magras, la barriga plana y de su cabeza no se sale Jesús? Jesús y sus gritos de aleluya al eyacular. Un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos, un, dos… Jesús y su cintura puntiaguda… Un, dos, un, dos, un, dos, un, dos… Jesús y ella que corren para despistar unos malandros en Sao Paulo… Un, dos, un, ¡corre, no joda! Un, dos, un, dos, un, dos, un, dos… Jesús crucificado por los mosquitos de la selva. Y las interminables noches contando los estrellas en un mismo sleeping bag.
Lucía, -quien ahora paga la cuenta- se tira de nuevo a ver vitrinas de telas y discos antes de llegar a la oficina a preparar un guayoyo para su jefe y luego se sienta resignadamente frente al monitor pensando en Santiago y la UCAB. Los exámenes orales y las discusiones sobre Maquiavelo, Kant, Heggel, Spengler y Platón. El dolor del parto es una puñalada trapera y la cara de Santiago a punto de desmayarse con lágrimas en los ojos un ectoplasma que la rodea de tarde en tarde.
De uno a otro, de Pablo a Adriano, de Adriano a Jesús y de Jesús a Santiago pasa la vida acumulando guayabos en su corazón. De pronto suena el teléfono en el fondo de una cartera enorme llena de peroles, a las cinco de la tarde y la veo que atiende pero no es Pablo, su amor de las cinco de la tarde.
Así que por su cara a punto de hacer un puchero y la decepción en los ojos -estoy ya convencida que Adriano seguro le mandará un mensaje de texto cuando comience a salir a trotar de mañanita con Jesús en la cabeza- y que Jesús la invitará a comer justo cuando prepare un rissotto en homenaje secreto para Adriano; haciendo prácticamente imposible que cualquiera de estos galanes coincida en el horario y la necesidad de su corazón. Por eso camina sola, como ahora la veo alejarse de mi vida, acompañada de esos amores que quedan, como tatuajes, en su espalda. Como las heridas de una batalla campal que mostramos sin temor.
1 comentario:
Quedan las heridas de una batalla campal que se muestran por amor, sí y queda un poquito más.
Me gusta la idea de la "economía del guayabo", me parece muy acertada la visión de esa voz que va develando a Lucía para presentarnos a una mujer -cualquier mujer- y sus tristezas.
Buena lectura, gracias.
OA
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