12 junio 2008

Cuentos Varios


Igor Collazos

6
Hubo un tiempo –un tiempo que llamaré mítico, no por afán de deslumbrar al lector, sino porque no quiero que se piense que este cuento pretende ser un mito, como tantos cuentos al uso, cuando sólo es un cuento acerca de los tiempos míticos. Hubo, pues, un tiempo en que los hombres amaban a las mujeres y las mujeres a ellos, y en que los hombres eran, además, uno con ellas y uno consigo mismos. De hecho, si podían amarse era justamente por ser uno, por no haberse aún dividido; porque en ese tiempo, anterior al lenguaje, no existían todavía las palabras hombre ni macho, mujer ni hembra. Sólo existían los hombres en un sentido inmediato y ellos amaban a las mujeres en un sentido inmediato, ajeno al lenguaje; por así decirlo, las amaban a secas.

Pero ocurrió que inventaron el lenguaje, y se pusieron a sí mismos distintos nombres; y ocurrió que para inventarlo tuvieron que hacer muchas asambleas y foros. Unos levantaban la mano izquierda y otros la derecha para decidir qué nombre pondrían a cada cosa, pero como todavía no habían decidido el nombre de cada mano, se confundieron, y así acabaron inventando este lenguaje inexacto que usamos, en que los nombres masculinos terminan en o, pero los nombres masculinos esenciales, el del alma y el del agua, terminan en a como si fueran femeninos. Para mayor confusión, la gente se unía en partidos, y votaban de forma unánime en las asambleas; pero como no se había fijado el significado de la palabra unánime, ocurría que dos personas votaban con la izquierda, con resultados opuestos; cada quien creía que votaba con una mano mientras otros le decían que esa mano era en realidad la contraria y viceversa.

Luego inventaron los sinónimos y los homónimos, y ya no les fue posible saber si tenían pelo o cabello, uñas o garras, piel o cuero, ni si eran hombres o machos, mujeres o hembras. Y ocurrió que se hicieron preguntas sobre el amor y, tratando de emparejar antónimos, en su confusión unieron al hombre con la mujer y al macho con la hembra, olvidando que, en verdad, hombre rima con hembra. De modo que, tras muchas generaciones, los hombres y las mujeres ya no pudieron saber que estaban amando al ser incorrecto: el hombre amaba a la hembra por instinto, pero había aprendido que debía amar a la mujer, y a aquel desorden perpetuado por el uso, se sumó el del nombre marido, y ya no fue posible amar.

Hoy todavía encontramos vestigios de aquellos tiempos míticos. Claro que parecen actos de locura, pero yo sé de hombres que en su amor buscan la hembra en todos los rincones del ser, y se entregan a ella. Sé que ellas intuyen el significado de ese amor. Son casos raros. Por lo general, los hombres y las mujeres se encierran en las trampas del lenguaje, no sólo de lo que se dijo, sino también en las trampas de lo que dejó de decirse. Y sólo cuando advierten que su amor se diluye, en su desesperación, retorna a ellos el lenguaje primordial, el anterior al lenguaje, y lloran y gritan, ellos sobre el regazo restregando su rostro en el vientre, ellas de rodillas, justo ante el lugar de ser machos o hembras: donde está el sexo. Es tarde: cuando recuperan la lengua inicial, ya todo ha acabado.


8
Teoría
Tome un cuadrado ABCD de lado l. Trace una diagonal BD, es decir, un segmento que una los puntos B y D sin pasar por C. Haciendo centro en B y con radio BD, trace un arco con el cual dicha diagonal se proyectará sobre la recta BC, definiendo un punto E que llamaremos punto de confusión. La longitud BE equivale a la raíz de 2l2, según se desprende del teorema de Pitágoras.
Por el punto de confusión, trace una perpendicular a BE, definiendo un rectángulo menor que, sumado al cuadrado original determina un rectángulo mayor de medidas l por BE. Este rectángulo, y sólo éste, podrá duplicarse por simetría en su lado mayor generando un rectángulo de las mismas proporciones que el original y otra vez y otra, hasta el infinito. Llámase esta figura el rectángulo irracional ya que siendo el doble es, paradójicamente, semejante a sí mismo.

Práctica
Tome una vida cuadrada de lado l, definida por los segmentos: AB, de la casa al metro, BC, del metro a la oficina, CD, de allí al bar y DA, de nuevo a casa. Trace una diagonal BD, un recorrido directo del metro al bar sin pasar por la oficina. Haciendo centro en B, proyecte el punto D en BC o, lo que es lo mismo, haga de la oficina un bar y viceversa creando un punto E o punto de confusión. Con longitud l, y de forma perpendicular al recorrido del metro a la oficina, trace por E un nuevo segmento, un sentido adicional a la vida, perpendicular a la confusión, que definirá un nuevo territorio de medidas l por raíz de AB2-l, lo que viene a significar que la confusión es la raíz de ir y venir de la casa al metro y del metro al trabajo. Resulta así un rectángulo, que por su lado mayor puede duplicarse hasta crear una vida doble, de las mismas proporciones del rectángulo inicial pero con el doble de superficie o de superficialidad (¿hablo, acaso, de bigamia?). Esta nueva vida contiene un cuadrado y un apéndice irracional que podrán asimismo duplicarse, duplicarse y duplicarse hasta el infinito, lo que en términos prácticos significa la muerte o el fastidio.


Mientras suena una suite de Bach
Escrúpulos de narrador: no falsear los hechos, cuidar los adverbios modales, evitar los recursos cinematográficos. ¡Al diablo! Qué importa que la suite no sonara mientras ocurrían los hechos, sino mientras los escribo. Si ella no tuvo escrúpulos, ¿por qué he de tenerlos yo? El punto es lograr un buen efecto dramático, y qué mejor recurso que un fondo musical reposado y melancólico con que aderezar la secuencia.

Si se tratara de un filme tendría que ajustar la banda sonora a la acción, pero en este caso puedo conformarme con dejar la pregunta en el aire: ¿hacerlo le habrá tomado tanto tiempo como el que dura la suite? Mirarlo, cinco segundos. Taparle la cara con la almohada, dos minutos. Sacarlo de la cuna, un minuto. Abrir su vientre y vaciarlo de tripas, cinco minutos. Llenarlo con bolsitas de cocaína, dos minutos. Coserlo, diez minutos.

Dejo a la imaginación del lector los pormenores del trayecto al aeropuerto, el control de inmigración, el arribo, el desenfreno de los festines: escribir un cuento como éste lleva tiempo y la suite se está terminando.


Nikele
Una hebra más delgada que el pensamiento
R. Juarroz.

Nikele removió las brasas. Incluso ahora, dolida por el desprecio de Okané, sentía el mismo placer de siempre al mirar el resplandor naranja y oro de los carbones y el vuelo de las pavesas, leves y radiantes como hebras de sol – ese placer que en un principio había sido el de la belleza abstracta del color y la luz, pero que de forma paulatina la había despertado a otro de naturaleza muy distinta, como superpuesto a lo anterior, que ella dejaba tomar forma dentro de sí, madurar, hacerse nítido, desenvolverse e infiltrarse hasta producirle un leve estremecimiento, una pausa en los sentidos, una impresión de ir cayendo.

“Si no es mío, de nadie”, concluyó, y quedó absorta en esa voluntad de venganza, en ese egoísmo absoluto que allanaba el mundo y lo convertía en una vasta nada insomne. Y el placer de la venganza prevista la arrasaba a tal grado que no pudo siquiera darse cuenta de que mucho antes había existido en ella una apreciación de la belleza que fuera ajena a cualquier otra consideración. Como en un argumento teleológico que demuestra a Dios porque existe el mundo, Nikele sólo podía aceptar la hermosura del fuego en cuanto había sido el umbral que tardaría doce años en revelarle el sentimiento de la venganza.

Sepulta entre páramos de despecho había quedado la tarde en que a los cuatro años su padre le había permitido acompañarlo mientras hacía la hoguera y las sucesivas fiestas en que permanecía por horas contemplando en silencio las llamas, mientras los amigos y parientes hablaban junto a ella, en una permanente revelación del simulacro de concordia que llamaban familia.

Junto a las llamas había aprendido a escuchar a los adultos, sus saludos a veces marciales, efusivos o lánguidos, pero por lo general huecos y repetitivos; y luego también las frases veladas, los chistes cuyo sentido sólo alcanzaba a barruntar, los ligeros énfasis, los diminutivos en que el apego ocultaba el anuncio o el pedido de algo más, las infidencias, los gestos de señalar con los labios fruncidos o torciendo los ojos hacia el objeto de la calumnia o el deseo, las miradas que buscan una pronta comprensión, la elevación de los hombros para significar sorpresa o desdén.
Aprendió a rastrear comentarios. Cuando a media tarde cierto pariente se apartaba con el primo mayor, bajo el pretexto de revisar las brasas, ya ella sabía que iba a reclamarle como otras veces el pago pendiente de un préstamo, y sabía también que luego ese pariente se juntaría con la esposa, quien pondría un rictus de enfado, voltearía a mirar al primo, le reclamaría algo al esposo y luego lo dejaría para ir con la tía abuela, quien con un trago en la mano asentía a todo lo que le dijeran, sin decir palabra.

Nikele comprendía entonces que la tía abuela sabía algo de la deuda, algo que ella no conocía. Pero a cambio ella tenía un conocimiento que ni el primo, ni el pariente, ni su esposa, ni la tía abuela podían siquiera sospechar: que un hilo secreto los conectaba a todos ellos, un hilo que se trenzaba durante las parrillas, que convergía en quienes recibían más respeto o confianza, y que era posible suponer se trenzaba con otros hilos secretos en el trabajo, en las casas y en cada espacio en los que cada pariente hacía su vida. Nikele sabía que el hilo tenía hebras finísimas que se unían a otras, que pasaban por su madre y el tío que la miraba, por su padre y su prima mayor, por su abuelo y su hermano y por la novia del hermano que escuchaba hablar al abuelo, pero se distraería cuando llegara la tía que acababa de tener un hijo.

A aquella Nikele de entre ocho y doce años le hubiera gustado que las parrillas ocurrieran todos los días para poder llevar el pulso del hilo, sus cambios de tensión, el engrosamiento de ciertas hebras, la destrucción de algunas, el germinar de otras, el extravío de aquéllas que quedaban sueltas, luego de un roce entre dos parientes. Como ocurrió la vez en que el hijo de una tía hizo un mal negocio, del que no se habló nunca abiertamente. De pronto los hilos de la madre se disolvieron, y Nikele sintió una especie de compasión burlona por aquella señora que, sentada entre parientes afables, miraba a los lados como un perro perdido, tratando de atrapar una mísera hebra suelta.

Una tarde, tras mucho evaluar posibilidades, Nikele se decidió a pulsar el hilo. Le comentó a su primo segundo que estaba muy preocupada pues creía que su padre necesitaba cierta suma y tal vez tendría que vender la camioneta, por lo cual seguramente no podrían ir a la playa en Semana Santa. Era falso, pero en pocos minutos comprobó que el padre del muchacho se sentaba junto al hermano y hablaba con él con semblante preocupado. Nikele supo en ese instante que los dos tíos estaban previendo que el padre de ella les exigiría vender un terreno que compartían, lo que ellos habían tratado de evitar desde hacía varios años, pues esperaban hacer allí un negocio inmobiliario.

Aprendió así a poner en pánico a sus primos hablando con la abuela, a asacarle una sonrisa perversa a la tía soltando una frase junto a su padre, a poner eufóricas a sus primas comentándole una fruslería a su hermano. Sabía que, manejando bien el hilo, podía tener a su familia en las manos, pero las parrillas sólo se hacían de forma esporádica, y las hebras que ella lograba tejer o cortar en poco tiempo se rompían o rehacían.

Nikele necesitaba un hilo distinto, uno que pudiera pulsar a diario, a su antojo y, como luego comprobaría, para su provecho. Meditó el asunto largo tiempo, hasta que tuvo la idea una noche, al observar a sus primas sumidas en un torpe chismorreo en torno a un jovencito que, sin confesarlo, ambas deseaban. Tenía catorce años.

De pronto ya no le interesaba la familia. Se había quedado abstraída, removiendo los carbones y atizando y controlando el fuego hasta lograr que la carne alcanzara ese punto de cocción que cada quien prefería, lo que se había convertido en una de sus técnicas predilectas para inducir a los invitados a hablar junto a ella. Pero ahora había dejado de escuchar. Pensaba más bien en cuánto se parecían sus primas a tal o cual amiga del liceo. Pensaba en las frases despectivas con que se referían a una rival, en los saludos que todas sabían artificiosos, pero que de todas formas ejecutaban ciñéndose a un guión, establecido por alguien no sabía cuándo. Pensó en la actitud, como de pajarracos adormecidos, de los muchachos de pie en la acera, recostados del murito o de los carros estacionados, callados y simulando un temperamento taciturno y denso que ocultaba en el fondo un inmenso tedio. Pensó en el permanente recurso a la injuria, la verdad calumniosa y la ostentación vacua en esas muchachitas que a los doce o trece ya emplean el arsenal de infamia con que se encumbran, imponen, desprestigian y aniquilan las reinas del mundo. Y se reprochaba cuánto esfuerzo había dilapidado ocupándose de los insulsos menesteres de su familia, cuando en la puerta de su casa había existido siempre una vasta red de chismes, murmullos, comentarios y traiciones que manejar y explotar.

Nikele, largamente adiestrada en el arte de la escucha y el comentario sutil, se convirtió en el poder oculto de la cuadra. Orquestaba encuentros feroces entre las pandillas del liceo y emboscadas con baños de harina, pintura, aserrín, orine y huevo que suponían la ignominia suprema para la víctima. Ejerció el destierro contra niñitas estúpidas que acababan acudiendo a ella, confundidas; difundió especies perversas contra incontables quinceañeras, a las que, diciendo sin decir, tildaba de marcianas, lagartijas, morcillas, cachalotes, muñecas tuertas, con la cauta habilidad de convencer a los demás de haber sido ellos quienes habían ideado las injurias.
Nikele quebraba amistades, demolía amoríos, revelaba quién era virgen y quién no, y lograba que una u otra condición fuera siempre un motivo de vergüenza. Conseguía interdictos, revelaba desfloraciones, detallando siempre el cuándo y el cómo, y arreglándoselas siempre para que esos pormenores fueran otras tantas espinas de oprobio.

Ridiculizaba, humillaba, sometía, dominaba. Nikele estaba detrás del caso en que unos jovencitos dejaron por maldad a su prima menor abandonada en la casa de dos zagaletones. Se ufanaba en silencio de varios embarazos y celebraba con frenesí la noticia de una violación, una borrachera o un asalto que dejaba a dos noviecitos de trece desnudos en la calle. Y sin embargo, nunca había empleado sus artes para beneficio propio: se trataba siempre de un ejercicio amateur de la perfidia. Hasta la tarde en que su prima llegó con Okané.

Bien visto, Okané no era un muchacho tan hermoso. No tenía el tipo oficial de cabello rubio y sonrisa andrógina que tanto gusta en estos tiempos. Pero tenía unos brazos largos, unos codos que sobresalían a los lados y anunciaban una pronta fortaleza, piernas tensas y una espalda recta que daba al conjunto un aire belicoso, irresistible para Nikele.

A sus dieciséis, Nikele era una chica frágil de largas trenzas y ojos de Medea que la enorgullecían y resaltaba con delineador negro. Tenía un sentido especial de la elegancia que hubiera subyugado a un hombre más maduro, pero no se avenía al gusto recargado y apremiante de su generación. Okané carecía del instinto indispensable para ver en ella a la mujer que no tardaba en llegar, y no podía sino fijarse en la prima, Korai, una chiquilla estridente que usaba pulseras de abalorios rosados y se embebía en colonia para niños, distinta en todo a Nikele, habitada por un genio afecto a las líneas rectas, los tonos neutros y las miradas impasibles.

Ello era un doble motivo de rencor para Nikele, quien se sabía superior a su prima, la cual, sin embargo, la aventajaba en algo: la monástica Nikele, sumida en sus largas observaciones familiares y luego en sus artes pérfidas no había tenido nunca un novio y, aunque sabía que con el tiempo habría de dominar también el arte de la seducción, el hecho era que Korai tenía cautivo a Okané y ella no conseguiría quitárselo.

A su despecho pronto se sumó la indignación de verse usando las frases que tanto desdén le inspiraban: esa estúpida, etcétera. Lo que se agravaba por el hecho de que tales juicios nacían en ella de una convicción que no admitía reparos, y no del juego feroz que tan bien dominaba. Y el despecho se convirtió en encono contra sí misma al comprobar que su propia desesperación la obnubilaba, destruía sus facultades y le impedía tejer los fáciles sarcasmos de siempre.
Dos años duró su aflicción. El esbozo de amor había dado paso a una inquina furibunda, que el temperamento de Nikele no mitigaba, pero poco a poco domesticaba. Hasta que esa tarde logró idear un plan de venganza que aniquilaría a Okané y a Korai.

Sobrepuesta de su pasión, pudo rehacer su red de sirvientes involuntarios. A uno de ellos le asomó una idea más bien imprecisa, a otro le regaló cierta revista. A aquél le sugirió poner en su cuarto un cartel de motociclismo que servía a sus propósitos. Hizo pensar a varios que Okané era un cobarde. La perfección de sus actos la incitaba a continuar con la intriga, en un deleite que celebraba de antemano la victoria definitiva.

Hasta que llegó un nuevo tiempo de fiestas. La edad era la propicia; la moda, el círculo al que pertenecían, una que otra figura pública, crearon, sin saberlo, el contexto adecuado para el éxito de Nikele. Pulsando el hilo por aquí y por allá, valiéndose de su fama de muchacha sensata, incitando a unos, zahiriendo a otros, logró que cada cual tuviera a mano lo necesario para servir al plan.

Entonces hubo una parrilla en su casa. De pie ante las brasas esperó toda la tarde. Le complacía oír a lo lejos un permanente rumor de motores. Salió un momento a la puerta y se alegró de ver a su prima, tonta como nunca. Volvió a sus carbones. No habían dado las siete cuando Korai entró gritando y llorando. Nikele miraba los carbones, impasible, pues lo sabía de antemano: la abierta incitación de los muchachos de la cuadra, la ostentación vana de las niñitas, las rencillas acumuladas que ahora daban fruto, Okané ofendido subiéndose, partiendo, muriendo en la moto.


Igor Collazos (París, 1973).
Inventor y narrador. Tiene tres hijos: Diego, Valeria e Iskandar. Debe su carácter y vocación a su abuela Dilcia, amante de la pintura y las máscaras y a su abuelo Ramírez, rastreador de senderos invisibles. Le gusta dormir con un bebé sobre la barriga, el níspero y el dulce de leche de grumitos con clavo y ciruela, y el sonido de la bandola, que le recuerda una mujer divorciada adormecida a media tarde bajo un cardón. Habla gritado. Detesta las fiestas. Recibe y merece el odio de las mujeres arregladas de pelo liso que hacen bien la tarea, y el de los opinadores de oficio. Lecturas preferidas: Yourcenar, Juarroz, Swift, Stevenson, Wilde, Nabokov, Rabelais, Borges, Bradbury, Conrad, London. Espera poder ir a Angkor el año que viene, o si no a Tikal.

No hay comentarios.: