En sí mismo, errancias y catástrofes mediante, ha entrevisto vetas de sensualidad pagana, de goce misterioso del cuerpo. El complejo Rublev de Tarkovski es, a su manera, un iniciado a los misterios de la carne. La carne y sus razones siempre oscuras tienen para Rublev-Tarkovsky el don del misterio. También (no hay una clara jerarquía del pecado en Rublev) encuentra en sí mismo trazos de mezquindad. ¿Por qué no pudo entender al juglar, que hacía de un brinco una fiesta y de una palabra una parodia? ¿Por qué lo imaginó, sin asomo de duda, del lado enemigo? Más cómplice que testigo, no hizo nada cuando se lo llevaban los soldados.
Tanto desnivel entre su fe y su realidad lo confunde. Ha visto cara a cara al enemigo y sus impías tropas, pero el enemigo-intuye- lo habita de forma silenciosa, con el silencio de las bestias al acecho, con su hambre, su abyección, su natural nihilismo. La figura del enemigo, el grito del enemigo, encuentran eco interior. Rublev deja de ser un siervo inocente.
Es fascinante la transición que tiene lugar tanto en los hábitos como en el alma del monje. De entre todas las posibilidades, elegidas por otros tantos personajes de la película (la errancia después de la catástrofe, la indiferencia, la humillación ante el soldado mongol por un pedazo de carne), Rublev escoge el recogimiento. Deja de ser el pintor oficial para convertirse en uno más de la congregación. Pertenece al coro de forma silenciosa. Es su manera de quedarse, de resistir y de lidiar con el enemigo. No sólo enmudece: deja de pintar.
¿No es en momentos de catástrofe cuando los objetos de devoción-los sa
Rublev se sabe fracturado. Su impotencia espiritual, resuelta en silencio, es también esterilidad elegida. Su mirar, también, muda. Su mudez es señal de madurez y de mudanza interior. Su casa, ahora, está un poco más a la intemperie y desnuda. Rublev responde con renuncia y silencio a la mezquina historia de la que se siente, de manera indefinida pero crucial, responsable. Su renuncia no es absoluta, sin embargo. De su entorno obligado y de sí mismo será un testigo en la sombra. (Al juglar, al cabo del tiempo, lo ve, y acepta sus vehementes reproches.)
Veo el silencio de Rublev en algunos cuadros de El Greco. Un aire de familia los envuelve. Un aire que pasa, subterráneo y secreto, del frío de un monasterio ruso al calor de Creta, de las manos de un monje ruso a las de un cortesano cretense de Venecia y de Toledo. Un aire que es, a su vez, un color y un escalofrío. El color de los iconos, el aire de las epifanías; el contrapunteo de la nieve y de la tierra seca.
El color predilecto de la iglesia (tanto ortodoxa como católica) es el dorado, fulgor enfático que en la mano de El Greco adquirirá matices, relatividad, la lucidez, tan cara a una cierta tradición mística, del despojamiento. El dorado de los iconos es el resumen, o acaso la promesa, de una vivacidad que no se permite desparramarse en gradaciones, que le tiene terror tanto a las magulladuras de la conciencia como a las oscuras razones del cuerpo. Ese oro tiene algo de publicitario: los santos viven un paraíso fulgurante. Un paraíso (un fulgor) hecho de negaciones.
Algo que asombra en las pinturas de Rublev es su sentido del contraste. Sus imágenes pasan del oro enfático al ocre, del triunfalismo del poder religioso a una cierta atmósfera de recogimiento, dolor e intimidad, de la severidad a la magia generosa del color, un tinte pagano en la profesión de fe de sus telas. Como en otros grandes artistas, hay en Rublev, a la vez, una continuidad y una transformación de la tradición en que se reconoce, en su caso, la rica tradición iconográfica de Bizancio.
El Greco, por su parte, heredero plástico del cielo y el oro ortodoxos, permite en sus cuadros (tolerancia que ya asoma en Andrei Rublev) la aparición del aire, el movimiento, las posibilidades nada ortodoxas del color.
No es el dorado el color del misterio, sino cualquier color. El color en El Greco es una forma de perspectiva y de movimiento, de vida, de inquietud. Hay también una trama de contrastes en El Greco, una lidia entre el dorado del cielo cristiano y el negro de los infiernos griegos.
Toledo flota, sigue flotando en el cuadro de El Greco, invadida por un verde sombrío, a punto de hundirse en la penumbra o de evaporarse en destellos. En su versión de “La última cena”, el centro deja de ser Cristo o alguno de sus apóstoles: el centro es la mesa. Hay una mesa, de parecido silencio e intimidad, en medio de la Santísima Trinidad de Andrei Rublev.
Lo único que vemos de la mesa, en ambas pinturas, es el velo de un mantel. Ese mantel, acaso, es una forma de oración y un espejo. Una reflexiva oración que se repite, como si el misterio se hubiera convertido en una sucesión de espejismos, en los cuadros-manteles de Mark Rothko.
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