Sodely Páez Delgado
“…en lo que estoy diciendo, en realidad, es el Otro quien habla”
Lacan
La palabra ética deriva del vocablo griego ethos, el cual poseía en su origen dos significados diferentes. El primero, refería al lugar donde se habita, una definición que, enriquecida más tarde por múltiples influencias, aludía a la actitud interior, al lugar que el hombre porta en sí mismo. Esta acepción primigenia fue la adoptada por Heidegger como andamiaje para sustentar su tratado filosófico en torno del ser: ”el pensar que afirma la morada del hombre en el ser”.
El segundo significado apuntaba al singular modo de ser del individuo, al carácter adquirido por la fuerza del hábito.
En un primer tiempo, la ética era considerada como el estudio de los principios morales que rigen el comportamiento de los pueblos, es decir, se la concebía como una teoría sobre los hechos morales.
No es sino hasta bastante adentrada la modernidad, gracias a Kant, que la ética fue considerada como una disciplina filosófica distinta a la metafísica y diferenciada de la moral, lo que condujo a una definitiva discriminación conceptual entre dichos términos. Hasta entonces, ambos conceptos, ética y moral, eran usados como sinónimos.
Si etimológicamente la primera proviene del griego, la moral lo hace del latín mos que significa carácter, norma, precepto, modo de vivir. Este hecho podría explicar, de algún modo, la confusión semántica aún hoy existente en algunos sectores del conocimiento formal y del quehacer social.
Es frecuente el uso de la ética como adjetivo para calificar y evaluar el comportamiento de los individuos. Para determinar si éste se corresponde con las premisas morales implícitas en los parámetros sociales establecidos de acuerdo con la ideología dominante respecto al bien y el mal.
Las Instituciones, los gremios y cualquier tipo de organización o grupo social, por lo general, tienden a diseñar su propio y específico código de ética a partir del cual se edifican las normas que gobiernan la actuación y las relaciones de intercambio de sus miembros, en función siempre de una perspectiva moral acerca del ser, que está al servicio del deber y el bien común. Es pués la noción del bien del hombre y los medios para alcanzarlo lo que clásicamente ha inspirado toda elucidación alrededor del tema.
Desde los filósofos de la Grecia Clásica, el interés y estudio de la ética estuvieron subordinados a la égida de la conciencia moral. Guiado por este espíritu, Aristóteles, desarrolló un listado de los bienes y virtudes a los cuales debía orientarse el hombre para alcanzar el bien supremo de la felicidad, sólo posible a través de la observación de una” conducta recta”.
Por su parte, Platón partiendo de una premisa similar acerca de la necesidad o importancia de alcanzar una vida virtuosa, privilegiaba la Idea con el objetivo de volver a ser lo que se es. Para arribar a tal destino, era imperativo practicar la contemplación, poniendo el énfasis en la justicia como la mayor y mas noble de las virtudes.
En un contexto diferente, el “yo pienso” cartesiano, su cogitatio, resulta completamente ajeno a la cosmogonía platoniana y griega en general. Se trata ahora del imperio de la verdad reducida a la certeza, un yo consciente cerrado sobre sí mismo que funda el pensamiento del hombre moderno.
Alcanzar una verdad objetiva, a través de la recolección de pruebas materiales de la existencia del ser y del objeto, mediante la empírica y la observación, es el paradigma de todo conocimiento.
Impulsaba a Descartes una necesidad de cerciorarse de las cosas que era impensable para filósofos de verdades abiertas con las que continuamente se topaban y eran sorprendidos los griegos.
En oposición, Kant, introduce mas adelante, el término ”subjetividad” para designar una concepción éticamente diferente del hombre, que fue retomada y ampliada por filósofos como Schelling, Hegel y Nietzsche entre otros.
Me sirvo de esta breve y resumida introducción al concepto de ética y la evolución del mismo, para señalar que la práctica psicoanalítica se edifica a partir de una noción ética particular. Aunque trata, confronta y cuestiona preceptos morales y culturales, inscritos en el inconsciente del individuo y fundantes del mismo, está lejos de ser una práctica reeducativa o una nueva teología moral.
Lacan
La palabra ética deriva del vocablo griego ethos, el cual poseía en su origen dos significados diferentes. El primero, refería al lugar donde se habita, una definición que, enriquecida más tarde por múltiples influencias, aludía a la actitud interior, al lugar que el hombre porta en sí mismo. Esta acepción primigenia fue la adoptada por Heidegger como andamiaje para sustentar su tratado filosófico en torno del ser: ”el pensar que afirma la morada del hombre en el ser”.
El segundo significado apuntaba al singular modo de ser del individuo, al carácter adquirido por la fuerza del hábito.
En un primer tiempo, la ética era considerada como el estudio de los principios morales que rigen el comportamiento de los pueblos, es decir, se la concebía como una teoría sobre los hechos morales.
No es sino hasta bastante adentrada la modernidad, gracias a Kant, que la ética fue considerada como una disciplina filosófica distinta a la metafísica y diferenciada de la moral, lo que condujo a una definitiva discriminación conceptual entre dichos términos. Hasta entonces, ambos conceptos, ética y moral, eran usados como sinónimos.
Si etimológicamente la primera proviene del griego, la moral lo hace del latín mos que significa carácter, norma, precepto, modo de vivir. Este hecho podría explicar, de algún modo, la confusión semántica aún hoy existente en algunos sectores del conocimiento formal y del quehacer social.
Es frecuente el uso de la ética como adjetivo para calificar y evaluar el comportamiento de los individuos. Para determinar si éste se corresponde con las premisas morales implícitas en los parámetros sociales establecidos de acuerdo con la ideología dominante respecto al bien y el mal.
Las Instituciones, los gremios y cualquier tipo de organización o grupo social, por lo general, tienden a diseñar su propio y específico código de ética a partir del cual se edifican las normas que gobiernan la actuación y las relaciones de intercambio de sus miembros, en función siempre de una perspectiva moral acerca del ser, que está al servicio del deber y el bien común. Es pués la noción del bien del hombre y los medios para alcanzarlo lo que clásicamente ha inspirado toda elucidación alrededor del tema.
Desde los filósofos de la Grecia Clásica, el interés y estudio de la ética estuvieron subordinados a la égida de la conciencia moral. Guiado por este espíritu, Aristóteles, desarrolló un listado de los bienes y virtudes a los cuales debía orientarse el hombre para alcanzar el bien supremo de la felicidad, sólo posible a través de la observación de una” conducta recta”.
Por su parte, Platón partiendo de una premisa similar acerca de la necesidad o importancia de alcanzar una vida virtuosa, privilegiaba la Idea con el objetivo de volver a ser lo que se es. Para arribar a tal destino, era imperativo practicar la contemplación, poniendo el énfasis en la justicia como la mayor y mas noble de las virtudes.
En un contexto diferente, el “yo pienso” cartesiano, su cogitatio, resulta completamente ajeno a la cosmogonía platoniana y griega en general. Se trata ahora del imperio de la verdad reducida a la certeza, un yo consciente cerrado sobre sí mismo que funda el pensamiento del hombre moderno.
Alcanzar una verdad objetiva, a través de la recolección de pruebas materiales de la existencia del ser y del objeto, mediante la empírica y la observación, es el paradigma de todo conocimiento.
Impulsaba a Descartes una necesidad de cerciorarse de las cosas que era impensable para filósofos de verdades abiertas con las que continuamente se topaban y eran sorprendidos los griegos.
En oposición, Kant, introduce mas adelante, el término ”subjetividad” para designar una concepción éticamente diferente del hombre, que fue retomada y ampliada por filósofos como Schelling, Hegel y Nietzsche entre otros.
Me sirvo de esta breve y resumida introducción al concepto de ética y la evolución del mismo, para señalar que la práctica psicoanalítica se edifica a partir de una noción ética particular. Aunque trata, confronta y cuestiona preceptos morales y culturales, inscritos en el inconsciente del individuo y fundantes del mismo, está lejos de ser una práctica reeducativa o una nueva teología moral.
Afirmaba Heidegger que “el sujeto de la experiencia interior no es mas que la descendencia indigente del cogito sum cartesiano”, nunca su núcleo. Dasein, es el vocablo intraducible que utiliza para explicar al hombre y su relación con el mundo, “ser-el ahí”, el hombre en su esencia, el alma para Aristóteles.
La ética del psicoanálisis es la ética del bien decir, no del bien soberano sino del decir pleno, del decir de un sujeto que ya no es el de la filosofía cartesiana y que si, afirmativamente y con convicción, se aventura al análisis en busca de la verdad, descubre en la cura que esta es siempre polisémica, relativa, metafórica, penúltima y temporal. Una verdad entre miles que sufre las transformaciones necesarias en el tránsito hacia el cambio, la renovación y la develación. Verdades, en plural, que se encuentran en el sin-sentido y se esconden esquivas en lo no dicho, en los lapsus, los actos fallidos, los sueños y el síntoma.
Con Freud supimos que si bien es cierto que a lo largo de la vida el hombre conscientemente persigue su felicidad, hay un más allá que lo conduce por caminos tortuosos e impredecibles si acaso a una satisfacción posible que nunca es la esperada.
La lucha entre los ideales y la compulsión a la repetición se perpetúa en un destino incierto y sufriente en el que el sujeto aprende a gozar. El sujeto, pues, no busca su bien, nos dice Colette Soler. Debido a que su objeto está perdido originaria e irreversiblemente, está condenado a una insatisfacción que apenas si puede paliar en sus equívocas relaciones con el saber, el sexo y el amor.
Que la talking cure es una cosa de palabras es un hecho aceptado y compartido por todos los psicoanalistas, independiente de nuestras afiliaciones y marcos teóricos referenciales. En su decir y con él, el analizante establece relaciones que dan sentido, orden y resignificación a experiencias vividas y representaciones subterráneas, reprimidas y dislocadas, que han conformado su identidad y lo han estructurado como sujeto.
Discurrir sobre ética en psicoanálisis, es por tanto, hablar sobre la práctica analítica, una práctica pensada desde un punto de vista topológico, como un sistema organizado, constituido por lugares distintos a ocupar por los integrantes de la díada, en el que el deseo del analista soporta el discurso del paciente y opera sobre éste con el fin de obtener, no una hermenéutica del inconsciente, sino, en palabras de Lacan, “una rectificación ética del sujeto”. Dicha rectificación no es otra cosa que una articulación nueva con el saber y la verdad.
Es importante destacar que aunque existan dos personas en la relación analítica, el sujeto del análisis es uno sólo. Este, el paciente, con su falta en ser y en una relación de asimetría, que no niega la empatía ni está reñida con la calidez en el encuentro, dirige su demanda al analista encargado de dirigir la cura desde el lugar de sujeto supuesto saber en el que es ubicado por él en la transferencia. En la realidad, el saber está del lado del paciente, el analista no es más que su traductor, el semblante del Otro, un sujeto supuesto a saber, que nada sabe y que desde su propia falta interviene sobre las verdades forzadas que el analizante ha construido en su vida con el propósito imposible de velar su castración. Su división lo lleva al análisis y en éste la logra descubrir y aceptar. Al final, será solamente libre para escoger seguir sufriendo o resolver nuevos modos de ubicarse ante su falta.
Con sus intervenciones intermedias, ambiguas, plenas de interrogantes y carentes de certezas, el analista produce un efecto de vacío, de enigma, que enfrenta al analizante con el no–todo, con su falta. No es la esencia de un verdadero proceso analítico, ni tarea del analista, tranquilizar al paciente con el uso de explicaciones e informaciones esgrimidas como si de verdades reveladas se trataran.
En tal sentido, bajo la consigna “sin memoria, sin deseo y sin comprensión”, inspirado en los principios de neutralidad y abstinencia sobre los que Freud instauró el encuadre analítico, Bion propuso un marco de trabajo pensado primordialmente en el ánimo de atender y contener las posibles y eventuales actuaciones en las que podía incurrir el analista en su propensión a curar y saber. No comprender, sino habilitar la emergencia de sentido, semantizar al paciente valiéndonos de su discurso, es en palabras de Mirta de Pereda el objetivo capital del análisis.
Con la atención flotante freudiana se nos ofrece una modalidad de aproximación a los fenómenos psíquicos que favorece una escucha libre de prejuicios y facilita el encuentro con la verdad inconsciente allí donde menos se la espera. Sin embargo, muchos le han criticado al Freud clínico su excesivo apego a la realidad y el abuso en la utilización de la transferencia para inducir cambios en sus pacientes que muchas veces se reducían a un robustecimiento yoico más que a cambios profundos y estructurales en sus organizaciones psíquicas.
Lacan (1955), al poco tiempo de haber formulado su teoría del Nombre del padre, expuso su noción sobre “el deseo del analista” en la dirección de la cura, con la que cuestionó el lugar ocupado por el analista en la concepción freudiana: el lugar del padre ocupado por el analista cuyo poder obtura toda posibilidad de autonomización y vindicación del paciente.
Estos revolucionarios y controvertidos postulados, aportaron a la práctica analítica un significante nuevo, que reubica al analista dentro de una posición y dimensión ética diferentes en la dirección de una cura cuyo desenlace estaría determinado por factores distintos a los de la identificación con el significante fálico o con el analista padre-amo poseedor de la verdad.
El deseo del analista como deseo del Otro, no de la persona que el analista es, permite y promueve el discurso del inconsciente y el encuentro y reordenamiento de los significantes ,la verdad de su deseo inconsciente. El acto analítico, por tanto, descansa en una teoría de la significación, en la cual los juegos dialécticos entre transformaciones y deconstrucciones de los significantes precedentes se presentifican para dar lugar a nuevos efectos de significación.
A tal respecto, dijo Lacan: “Existen partes del discurso descargadas de significaciones que otra significación, la significación inconsciente, atrapa por detrás.” (Libro XII). Toda significación se fundamenta, pues, en una significación inconsciente. Prueba de ello lo constituye el síntoma, significación pura, texto con el que se intenta restituir un sentido perdido, el cual cede fácilmente su espacio en la cura ante la emergencia de una nueva significación que es aportada por el analista en su acto, con su voz, con su silencio.
Definida la experiencia analítica como “el campo donde se despliega la pasión del neurótico”, es según este autor, un cambio en su posición subjetiva, una destitución subjetiva de los síntomas, lo que marcaría el fin de análisis, no, una eficiente adaptación social del paciente o sus logros intelectuales, profesionales o económicos, valorados como insignias sociales ideales.
Desde Freud sabemos que el neurótico encuentra en los síntomas una forma sufriente de satisfacer la pulsión y ciertamente en el análisis se apuesta al descubrimiento de formas de satisfacción menos displacientes pero muy lejos de la aspiración y meta analíticas una adecuada y eficiente inserción y adaptación social del paciente.
El atravesamiento del fantasma, el descubrimiento del deseo como deseo del Otro, (tal como lo planteó Kojeve antes que Lacan) y por tanto la imposibilidad de satisfacción del deseo, como lo demuestra la incompatibilidad entre el deseo y la palabra, por ser ésta siempre equívoca y tramposa, ya que tiene su origen en cualquiera de los distintos estratos y personajes que conforman el sí mismo, son algunos de los indicios de que un análisis ha llegado a su fin. La pregunta ¿qué me quiere el Otro? es sustituida al final del análisis por ¿qué soy yo? ¿Qué soy yo en lo que digo?
Es éste el sujeto que adviene y no deviene en el análisis, el que lo precedía y se escondía en los resquicios de la represión, el que está en permanente construcción, el inacabado e inagotable en sus posibilidades pero que se sabe sujeto sujetado. El que ha adquirido e instalado la función analítica dentro de sí y el que reconoce su sí siempre en función de otro.
El fin de análisis no semeja para nada un happy ending hollywoodiense, aunque un saber hacer con el goce sea uno de sus derivados.
La ética del psicoanálisis es la ética del bien decir, no del bien soberano sino del decir pleno, del decir de un sujeto que ya no es el de la filosofía cartesiana y que si, afirmativamente y con convicción, se aventura al análisis en busca de la verdad, descubre en la cura que esta es siempre polisémica, relativa, metafórica, penúltima y temporal. Una verdad entre miles que sufre las transformaciones necesarias en el tránsito hacia el cambio, la renovación y la develación. Verdades, en plural, que se encuentran en el sin-sentido y se esconden esquivas en lo no dicho, en los lapsus, los actos fallidos, los sueños y el síntoma.
Con Freud supimos que si bien es cierto que a lo largo de la vida el hombre conscientemente persigue su felicidad, hay un más allá que lo conduce por caminos tortuosos e impredecibles si acaso a una satisfacción posible que nunca es la esperada.
La lucha entre los ideales y la compulsión a la repetición se perpetúa en un destino incierto y sufriente en el que el sujeto aprende a gozar. El sujeto, pues, no busca su bien, nos dice Colette Soler. Debido a que su objeto está perdido originaria e irreversiblemente, está condenado a una insatisfacción que apenas si puede paliar en sus equívocas relaciones con el saber, el sexo y el amor.
Que la talking cure es una cosa de palabras es un hecho aceptado y compartido por todos los psicoanalistas, independiente de nuestras afiliaciones y marcos teóricos referenciales. En su decir y con él, el analizante establece relaciones que dan sentido, orden y resignificación a experiencias vividas y representaciones subterráneas, reprimidas y dislocadas, que han conformado su identidad y lo han estructurado como sujeto.
Discurrir sobre ética en psicoanálisis, es por tanto, hablar sobre la práctica analítica, una práctica pensada desde un punto de vista topológico, como un sistema organizado, constituido por lugares distintos a ocupar por los integrantes de la díada, en el que el deseo del analista soporta el discurso del paciente y opera sobre éste con el fin de obtener, no una hermenéutica del inconsciente, sino, en palabras de Lacan, “una rectificación ética del sujeto”. Dicha rectificación no es otra cosa que una articulación nueva con el saber y la verdad.
Es importante destacar que aunque existan dos personas en la relación analítica, el sujeto del análisis es uno sólo. Este, el paciente, con su falta en ser y en una relación de asimetría, que no niega la empatía ni está reñida con la calidez en el encuentro, dirige su demanda al analista encargado de dirigir la cura desde el lugar de sujeto supuesto saber en el que es ubicado por él en la transferencia. En la realidad, el saber está del lado del paciente, el analista no es más que su traductor, el semblante del Otro, un sujeto supuesto a saber, que nada sabe y que desde su propia falta interviene sobre las verdades forzadas que el analizante ha construido en su vida con el propósito imposible de velar su castración. Su división lo lleva al análisis y en éste la logra descubrir y aceptar. Al final, será solamente libre para escoger seguir sufriendo o resolver nuevos modos de ubicarse ante su falta.
Con sus intervenciones intermedias, ambiguas, plenas de interrogantes y carentes de certezas, el analista produce un efecto de vacío, de enigma, que enfrenta al analizante con el no–todo, con su falta. No es la esencia de un verdadero proceso analítico, ni tarea del analista, tranquilizar al paciente con el uso de explicaciones e informaciones esgrimidas como si de verdades reveladas se trataran.
En tal sentido, bajo la consigna “sin memoria, sin deseo y sin comprensión”, inspirado en los principios de neutralidad y abstinencia sobre los que Freud instauró el encuadre analítico, Bion propuso un marco de trabajo pensado primordialmente en el ánimo de atender y contener las posibles y eventuales actuaciones en las que podía incurrir el analista en su propensión a curar y saber. No comprender, sino habilitar la emergencia de sentido, semantizar al paciente valiéndonos de su discurso, es en palabras de Mirta de Pereda el objetivo capital del análisis.
Con la atención flotante freudiana se nos ofrece una modalidad de aproximación a los fenómenos psíquicos que favorece una escucha libre de prejuicios y facilita el encuentro con la verdad inconsciente allí donde menos se la espera. Sin embargo, muchos le han criticado al Freud clínico su excesivo apego a la realidad y el abuso en la utilización de la transferencia para inducir cambios en sus pacientes que muchas veces se reducían a un robustecimiento yoico más que a cambios profundos y estructurales en sus organizaciones psíquicas.
Lacan (1955), al poco tiempo de haber formulado su teoría del Nombre del padre, expuso su noción sobre “el deseo del analista” en la dirección de la cura, con la que cuestionó el lugar ocupado por el analista en la concepción freudiana: el lugar del padre ocupado por el analista cuyo poder obtura toda posibilidad de autonomización y vindicación del paciente.
Estos revolucionarios y controvertidos postulados, aportaron a la práctica analítica un significante nuevo, que reubica al analista dentro de una posición y dimensión ética diferentes en la dirección de una cura cuyo desenlace estaría determinado por factores distintos a los de la identificación con el significante fálico o con el analista padre-amo poseedor de la verdad.
El deseo del analista como deseo del Otro, no de la persona que el analista es, permite y promueve el discurso del inconsciente y el encuentro y reordenamiento de los significantes ,la verdad de su deseo inconsciente. El acto analítico, por tanto, descansa en una teoría de la significación, en la cual los juegos dialécticos entre transformaciones y deconstrucciones de los significantes precedentes se presentifican para dar lugar a nuevos efectos de significación.
A tal respecto, dijo Lacan: “Existen partes del discurso descargadas de significaciones que otra significación, la significación inconsciente, atrapa por detrás.” (Libro XII). Toda significación se fundamenta, pues, en una significación inconsciente. Prueba de ello lo constituye el síntoma, significación pura, texto con el que se intenta restituir un sentido perdido, el cual cede fácilmente su espacio en la cura ante la emergencia de una nueva significación que es aportada por el analista en su acto, con su voz, con su silencio.
Definida la experiencia analítica como “el campo donde se despliega la pasión del neurótico”, es según este autor, un cambio en su posición subjetiva, una destitución subjetiva de los síntomas, lo que marcaría el fin de análisis, no, una eficiente adaptación social del paciente o sus logros intelectuales, profesionales o económicos, valorados como insignias sociales ideales.
Desde Freud sabemos que el neurótico encuentra en los síntomas una forma sufriente de satisfacer la pulsión y ciertamente en el análisis se apuesta al descubrimiento de formas de satisfacción menos displacientes pero muy lejos de la aspiración y meta analíticas una adecuada y eficiente inserción y adaptación social del paciente.
El atravesamiento del fantasma, el descubrimiento del deseo como deseo del Otro, (tal como lo planteó Kojeve antes que Lacan) y por tanto la imposibilidad de satisfacción del deseo, como lo demuestra la incompatibilidad entre el deseo y la palabra, por ser ésta siempre equívoca y tramposa, ya que tiene su origen en cualquiera de los distintos estratos y personajes que conforman el sí mismo, son algunos de los indicios de que un análisis ha llegado a su fin. La pregunta ¿qué me quiere el Otro? es sustituida al final del análisis por ¿qué soy yo? ¿Qué soy yo en lo que digo?
Es éste el sujeto que adviene y no deviene en el análisis, el que lo precedía y se escondía en los resquicios de la represión, el que está en permanente construcción, el inacabado e inagotable en sus posibilidades pero que se sabe sujeto sujetado. El que ha adquirido e instalado la función analítica dentro de sí y el que reconoce su sí siempre en función de otro.
El fin de análisis no semeja para nada un happy ending hollywoodiense, aunque un saber hacer con el goce sea uno de sus derivados.
Bibliografía
Heidegger, M (1981). Conceptos Fundamentales. Alianza Editorial.Madrid
Miller, J.A. (1997). El deseo de Lacan. Atuel. Argentina.
Pereda de, Mirta. (2007). Jornadas de Niños y Adolescentes. SPC.
Stoïanoff-Nénoff, S. (1997). Problemas Cruciales para el Psicoanálisis. Una lectura del Seminario XII de J. Lacan. Nueva Visión. Buenos Aires.
En la imagen Lacan en 1931.
1 comentario:
"TODA LECTURA ES UNA MALA LECTURA"
DERRIDA.
"Objetivamente", el objeto a es nada, pero, visto desde un cierto ángulo, asume la forma de "algo". Este algo es el objeto anamorfótico, un puro semblante que sólo podemos percibir claramente "mirando al sesgo"
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S ZIZEK
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