Ophir Alviárez
Quisiera arrancarme las palabras, aquéllas que se quedan a mitad de camino entre las ganas y el ejecútese; las que no nacen pero tienen raíces que no escupo porque de abrir la boca, saldrían como hilos opacos —infinitos— y penetrarían la tierra anclándome más, haciéndome terciar la frente para soportar, para acunar el lastre de lo que callo cuando el alarido hace pucheros con mi bilis.
No me reconoce; la del espejo mira al espejo como le ordenan —porque eso también se lo ordenan— y quien sonríe no es ella. Hay una parodia de mujer que juega a vivir y se desnuda aunque la cáscara cuando deja el fruto se marchita y he de asumirlo, mi fruto está lejos. No importa la boca agua llena de silencios, no importa el oficio con el que no pago las cuentas, ni la podredumbre de la casa, ni las pesadillas en las que no soy madre y ya pierdo a la hija. La lámpara está apagada y yo sigo apostando a corresponsal; aspiro prolongarme en un cuerpo, en una ciudad, en un cuarto, en una cocina que no existe y que me sirve de escenario si —como tantas veces—, se me ocurre sacar de entre las páginas del Quillet rosado, las muñecas de papel que —caigo en cuenta—, tienen sin duda mi cara.
Y las visto y las desvisto, las empujo. Escaleras arriba, pasillos abajo, cubrecama chino, nevera vacía. Les consiento rozarte con sus pestañas, con los pezones pardos que no te conmueven, con la sonrisa que no esconden porque son muñecas y a diferencia de mí, nada emulan, poco notan, no pueden hablar ni sufren por ello. Son tan sólo retazos que voy arreando de mi ayer, un racimo de máscaras en que bordar mi impaciencia, el vago rumor de lo que queda del camino, las caligrafías del colegio que repetían que vivieron felices sin importar el cómo, ni el siempre.
Noche de fragmentos, las piezas del puzzle se incrustan y me develan. Hiedo a lo que no digo, a lo que no entrego, a lo que no hago. Vulgar reducto de carne, me gustaría concebir las palabras en el mismo plano en el que nos concibieron, en el eje de las equis, pero sigo estacada en las y-es de las occisas.
No me reconoce; la del espejo mira al espejo como le ordenan —porque eso también se lo ordenan— y quien sonríe no es ella. Hay una parodia de mujer que juega a vivir y se desnuda aunque la cáscara cuando deja el fruto se marchita y he de asumirlo, mi fruto está lejos. No importa la boca agua llena de silencios, no importa el oficio con el que no pago las cuentas, ni la podredumbre de la casa, ni las pesadillas en las que no soy madre y ya pierdo a la hija. La lámpara está apagada y yo sigo apostando a corresponsal; aspiro prolongarme en un cuerpo, en una ciudad, en un cuarto, en una cocina que no existe y que me sirve de escenario si —como tantas veces—, se me ocurre sacar de entre las páginas del Quillet rosado, las muñecas de papel que —caigo en cuenta—, tienen sin duda mi cara.
Y las visto y las desvisto, las empujo. Escaleras arriba, pasillos abajo, cubrecama chino, nevera vacía. Les consiento rozarte con sus pestañas, con los pezones pardos que no te conmueven, con la sonrisa que no esconden porque son muñecas y a diferencia de mí, nada emulan, poco notan, no pueden hablar ni sufren por ello. Son tan sólo retazos que voy arreando de mi ayer, un racimo de máscaras en que bordar mi impaciencia, el vago rumor de lo que queda del camino, las caligrafías del colegio que repetían que vivieron felices sin importar el cómo, ni el siempre.
Noche de fragmentos, las piezas del puzzle se incrustan y me develan. Hiedo a lo que no digo, a lo que no entrego, a lo que no hago. Vulgar reducto de carne, me gustaría concebir las palabras en el mismo plano en el que nos concibieron, en el eje de las equis, pero sigo estacada en las y-es de las occisas.
Inédito perteneciente a la serie Páginas sueltas.
Diciembre, 2007
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