26 noviembre 2007

“¿Qué importa quién habla?”: la experiencia desnuda del lenguaje


Ivanova Clemente Pustelnik



“¿Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla?”, éstas son las palabras que Michel Foucault toma prestadas de Beckett para formular el tema sobre la desaparición del autor.
Esta desaparición no es una desaparición completa en el sentido de que el discurso pudiera diluirse en una sin-forma perdiendo los rastros de toda o alguna particularidad. Esta desaparición parece referirse más bien a una manera específica de significar y comprender el nombre de autor. Lo que Foucault nos dice es que el autor ha desaparecido como fundamento y origen del discurso. No obstante, en este vacío que ha dejado esta desaparición del autor surge lo que Foucault denomina la función de autor. Si en algún momento el autor de una obra era considerado como fundamento originario del discurso que ha escrito, estableciéndose así como el lugar privilegiado de su comprensión y significación, ahora esta desaparición del autor comprende el nombre de autor como una función variable y compleja del discurso.
Según esto, el nombre de autor no se remite necesariamente a un sujeto real, sino que es el discurso mismo, el que en su análisis describe un modo de ser particular que lo coloca en una cierta disposición individual. Esto lo que quiere decir es que el nombre de autor no está dado por el sujeto real que escribió, sino que más bien el nombre de autor ejerce un papel funcional con respecto a los discursos. Comprendido el nombre de autor como función sobre los discursos, la función de autor se encargaría de clasificar, delimitar, reagrupar ciertos textos con respecto a otros. La función de autor por lo tanto más que remitirse a un sujeto existente como tal, nos remite a las relaciones complejas que forman el ser particular de cada discurso.
Podemos decir entonces que el nombre de autor no puede tratarse como un nombre propio cualquiera, el nombre de autor siempre se refiere a ciertos discursos en los que cumple funciones específicas,


“Se llega así, finalmente, a la idea de que el nombre de autor no va, como el nombre propio, del interior del discurso al individuo real y singular que lo ha producido, sino que corre, de algún modo, en el límite de los textos, que los recorta, que sigue sus aristas, que manifiesta su modo de ser o, por lo menos, lo caracteriza. Manifiesta el acontecimiento de un cierto conjunto de discursos, y se refiere al estatuto de este discurso en el interior de una sociedad y en el interior de una cultura.”1

Esta nueva disposición del autor con relación al discurso se encuentra precedida por un movimiento en torno al lenguaje, que en la transición de la época clásica a la moderna, se establece como objeto propio de conocimiento. Al igual que las ciencias positivas nacientes del siglo XIX, el lenguaje comenzó a ocupar un espacio y lugar propio como área autónoma de conocimiento. El lenguaje dejó de ser sólo un instrumento para convertirse en un saber por sí mismo. En este movimiento surge para Foucault lo que estrictamente denominamos “literatura”. El lenguaje literario se presenta como un lenguaje aislado, independiente, enigmático. A diferencia de los discursos de las ciencias, la literatura se presentó como un discurso que podía ir más allá de los principios establecidos por un cierto orden dado por una episteme, el discurso literario al no tener un referente como lo podían tener los discursos positivos se encontraba en un espacio autónomo de transgresión.
Este movimiento en torno al lenguaje se manifestó de manera particular en los movimientos artísticos y literarios de la época. Se podría decir que esta manifestación estuvo encabezada por Mallarmé, cuya respuesta a la pregunta ¿quién habla, quién detenta el discurso? marcará una nueva comprensión del discurso literario, al responder que quien habla, no es el autor, no es el sujeto que ha escrito, sino la palabra misma, en su soledad, en su nada, en su enigmática presencia y precariedad.
Los movimientos decadentistas y simbolistas fueron expresión de esta crisis en torno al lenguaje en la que el discurso literario se presentó como un espacio autónomo, pero espacio también que consistía en la experiencia de la muerte por parte del autor. La nueva presencia de la tecnología y de las ciencias positivas convirtieron al artista en un ser aislado. El artista era un ser solo que ante la nueva multiplicidad de sentidos que envolvía lo real y en oposición a la subjetividad romántica, buscaba la expresión de lo impersonal, de aquello que fuera más allá de la apariencia, pero que pudiese abarcarlo todo hasta llegar a lo absoluto. En una época de nacientes ciencias positivas los artistas también trataron de elaborar un arte más objetivo, abstracto, lo que los llevó a una crítica del propio arte que producían. De la misma manera, en la búsqueda de un arte más objetivo y universal los artistas debían dejar de lado su individualidad, su subjetividad para conseguirlo. En el querer hallar una esencialidad que escapa a la apariencia de las cosas, los artistas, en particular los poetas, se hicieron portavoz de algo que escapaba a su propio pensamiento. El poeta ya no decía “yo pienso” sino “yo soy pensado”, el poeta ya no se identificaba con su propio yo sino con el “yo soy otro” en la medida en que querían dar cuenta de la gran experiencia de todo, de alcanzar la anhelada fusión con el cosmos.
El poeta debía de separar su yo existencial de su yo escritor para que su poesía pudiese adquirir ese tono impersonal, para que su poesía fuera una poesía pura, objetiva y universal. En esta experiencia de lo literario el lenguaje poético se presentó como un lenguaje autónomo, un lenguaje que no sólo se distanciaba de las cosas sino que también se distanciaba de su autor, del sujeto que escribe. El lenguaje literario pasa así a lo que Foucault denominó el pasaje al afuera. En la ausencia del autor, en su muerte y desaparición posible, el lenguaje intentó encontrar su ser propio, la abertura de su propio despliegue. Nos encontramos entonces ante la experiencia desnuda del lenguaje, en tanto que el lenguaje, su discurso, ya no nos remite a un sujeto escribiente, a un autor, pero tampoco nos remite a la interioridad del mismo lenguaje, como si su ser propio consistiera en una autorreferencia del lenguaje consigo mismo. Ahora en la experiencia de su desnudez el lenguaje pasa al afuera, libre de toda subjetividad y limitación de sentidos, donde ya no es la dinastía de la representación, sino lenguaje que se encuentra en una apertura hacia la dispersión de nuevas posibilidades, de nuevas relaciones, de nuevos sentidos que descansan en el vacío que conforma su lugar, en la distancia que lo constituye. De esta forma el discurso literario en su apertura y su desnudez, se convierte en transgresión, posibilidad, intransitividad, despliegue.
Las críticas literarias contemporáneas también dieron cuenta de esta ausencia del autor en el análisis de los textos literarios. El formalismo ruso, el estructuralismo, los postestructuralistas, entre otros, dieron cuenta, salvo algunas excepciones, de procedimientos de análisis y estructuración que pretendían estudiar y explicar los textos en su estructura intrínseca, o según otros elementos de carácter histórico, social, cultural, etc., pero prescindiendo de análisis que tomaran en cuenta la subjetividad y la influencia del propio autor en los textos. Podríamos decir entonces que la ausencia del autor, su desaparición del discurso, fue una idea que se manifestó en distintos movimientos del ámbito literario.
Esta idea de la ausencia del autor, su muerte, su desaparición como fundamento originario y significante del discurso, se manifestó en poetas y artistas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Entre estos autores que pensamos consciente o inconscientemente se distanciaron de sus textos, hasta su muerte, una muerte no necesariamente entendida en su sentido físico, sino una muerte considerada como ausencia o perdida de subjetividad o individualidad, se encuentra Fernando Pessoa. El haber escogido a Pessoa para este trabajo resulta interesante ya que su hacer poesía, específicamente la heteronimia, parece convalidar las ideas de Foucault acerca de este tema.
Heteronimia no es lo mismo que seudonimia. Un seudónimo consiste en el uso por parte del autor de una obra, de un nombre distinto al suyo verdadero. En el caso de la seudonimia el autor piensa y siente en su propia persona pero firmando su obra con un nombre distinto al suyo. La heteronimia, en cambio, es del autor fuera de su persona, de una individualidad completa, por lo que la heteronimia requiere de un notable esfuerzo de despersonalización y abstracción, en tanto el autor debe pensar y sentir como “otro”, diferente de él, lo haría.
La heteronimia en Pessoa parece presentarse como un proceso creativo que atiende a la necesidad del poeta de expresar o calmar una angustia existencial que nace de un exceso de conciencia de sí. Este exceso se manifiesta en una conciencia que se desdobla entre un mundo exterior del que no tiene certeza de realidad y un mundo interior del cual tampoco tiene certeza. La problemática existencial que domina al poeta proviene del conflicto de no poder asir lo real, la realidad se convierte en sueño, mirada interior, incertidumbre, misterio. Los poemas de Pessoa ortónimo son un reflejo de esta problemática donde la conciencia se convierte en el laberinto de sí. El sujeto naufraga en el abismo enigmático de la existencia, pues en una poesía demasiado consciente de sí, el poeta no sólo tiene dificultad de aprehender el mundo que lo rodea, sino a sí mismo, pues el “yo” convertido ahora también en objeto de conocimiento y análisis se convierte también en algo inaprensible y desconocido,


“Nada soy, nada puedo, nada sigo.
Traigo por ilusión mi ser conmigo.
No comprendo comprender, ni sé
si he de ser, siendo nada, lo que seré.

Fuera de esto, que es nada, bajo el azul
del ancho cielo un viento vano del sur
me despierta y estremece en el verdor.
Tener razón, tener victoria, tener amor

mustiaron en el asta muerta de la ilusión.
Soñar es nada y no saber es vano.
Duerme en la sombra, incierto corazón.”2

En este sentimiento de dolor en el que el poeta se siente ser nada, en la ausencia de un puerto seguro del que asirse, perdido de los hombres y de sí mismo, nace la heteronimia. La heteronimia representada por Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, podría consistir en un juego terapéutico literario, en la medida en que plantea otras formas de la condición humana, pudiendo ser así una de las respuestas ante los limitantes de la individualidad. En este juego literario de desdoblamiento el sujeto se ha perdido, el propio yo se convierte en ausencia, en el lugar y vacío donde sucede el drama de despersonalización.
Debemos también tener presente que Pessoa como muchos de los escritores de su tiempo, también reflexionó sobre el propio quehacer poético. Algunas de las ideas de Pessoa en torno al proceso poético se encontraban relacionadas con la teoría del conocimiento. Entre éstas se encuentra la llamada estética sensacionista, en la que la sensación es el acto cognitivo por medio del cual se aprehenden los objetos del mundo exterior. Para Pessoa es a través de la sensación que podemos conocer la realidad. La sensación es el acto cognitivo que se procesa por medio del intelecto, los datos sensibles percibidos se organizan de manera particular de acuerdo a cada individuo y temperamento. Por lo que la sensación se convierte en un acto completamente subjetivo, en el sentido íntimo que se refiere a un modo propiamente particular de cada quien. En este sentido, sensación podría ser sinónimo de versión de la realidad, en cuanto cada individualidad tiene distintas sensaciones que se remiten a distintas formas de aprehender el mundo. De acuerdo a esto, el arte para Pessoa consiste en la conversión de una sensación en otra sensación en la medida en que todo objeto se convierte en sensación al ser aprendido. El artista convierte la sensación en objeto artístico, la individualidad que observa este objeto lo convierte a su vez en una sensación al aprehenderlo. Pero el artista, que sabe de antemano que su arte ha de ser contemplado o aprendido por varias individualidades, debe someter su sensación a un proceso de abstracción o limpieza, de modo tal que el objeto de su creación, sin dejar de ser individual, sea susceptible de generalidad o universalidad, pues para Pessoa el fin más elevado del arte es aquél que es capaz de incrementar la autoconciencia humana; por ello, la obra de arte debe reunir este grado de objetividad en lo singular.
Ahora bien, este grado de abstracción que debe conseguir el artista en la realización de su obra, lo logra en la medida en que se hace más autoconsciente, pues así el artista es capaz de descomponer y analizar los elementos psíquicos de sus propias sensaciones. Mientras el artista sea más autoconsciente de sí, será más capaz de realizar la abstracción con mayor precisión y conseguir mayor objetividad en su obra. Este proceso también tiene que ver con lo que Pessoa entiende por arte dramático, pues Pessoa señalaba que el punto central de su personalidad era la de ser un poeta dramático. La dramatización consiste para Pessoa en el ejercicio intelectual de abstracción que permite la despersonalización, despersonalización que se refiere a la capacidad de sentir, porque se piensa que se siente, otros estados de ánimo que no le son propios. El poeta en su más alto grado sería justamente aquél que no sólo piensa que siente, sino que vive estos ánimos que no tiene directamente. En este sentido, para Pessoa el temperamento poético es disuelto por la inteligencia, la unidad de la obra vendrá dada únicamente por el estilo.
De este modo la estética sensacionista unida a la dramatización del poeta entiende el proceso artístico como un proceso intelectual, donde el fingimiento de la experiencia, por medio de la abstracción, consiste en el trabajo del pensamiento sobre el sentimiento, con el fin de alcanzar una objetividad común, en la que el lector pueda percibir, sentir, sin ser él, el sentimiento o sensación transmitida, y así ampliar su conciencia y su visión de mundo.
La heteronimia que caracteriza la obra poética de Fernando Pessoa podría relacionarse con este drama en la medida en que se presenta, como señalamos anteriormente, como un juego tentativo a las limitaciones de la individualidad, pero en la que el poeta descubre por medio de su inspiración creativa intelectualizada y por medio de la extrema despersonalización de su abstracción, nuevas sensaciones que remiten a distintos modos de aprehensión de la realidad. Cada uno de los heterónimos plantea así una forma distinta de aprehender el mundo y a sí mismo.
Es en un día “triunfal”, como lo denomina Fernando Pessoa, en el que aparece su primer heterónimo poeta consolidado a quien da el nombre de Alberto Caeiro. A éste le seguirán tres discípulos poetas también: Ricardo Reis, Álvaro de Campos y el propio Fernando Pessoa. A cada uno de los heterónimos Fernando Pessoa les asignó una minibiografía y los consideró ajenos a él, de una individualidad completa y particular forma de comprenderse y acercarse al mundo a través de su poesía. Cabe señalar que no se crearon primero los individuos y después los respectivos discursos poéticos, sino que se crearon discursos poéticos distintos que exigieron fueran atribuidos a distintas individualidades.
Todos los heterónimos parten de la sensación como acto cognitivo de la realidad, pero cada uno de ellos percibe la sensación de modo distinto. La poesía de Caeiro, el maestro, podría definirse como una poesía materialista o naturalista, donde la única realidad de las cosas viene dada por lo que perciben los sentidos, sin que esta información llegue a ser conceptualizada por el pensamiento. Para Caeiro lo real es lo que ve, pero este ver, esta mirada debe ser pura, instintiva, en la medida en que debe anular todo pensamiento referido a la cosa. Para Caerio pensar es estar enfermo, pues para este poeta el pensamiento distorsiona lo real, por lo que la visión del mundo de Caeiro se asemeja a las enseñanzas orientales como el Tao o el budismo Zen. Estas sabidurías enseñan lo que Caeiro propone, “aprender a desaprender”, que consiste en abandonar los conceptos y los significados, para establecer un contacto con lo real sin la interposición del pensamiento, de ideas, religiones, filosofías, creencias y sistemas,


“Creo en el mundo como en una margarita,
porque lo veo. Pero no pienso en él,
porque pensar es no comprender...
El mundo no se ha hecho para pensar en él
(pensar es estar enfermo de los ojos),
sino para mirarlo y estar de acuerdo...
Yo no tengo filosofía: tengo sentidos...
Si hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que es,
sino porque la amo, y la amo por eso,
porque quien ama nunca sabe lo que ama,
ni sabe por qué ama, ni qué es amar...

Amar es la eterna inocencia,
Y la única inocencia es no pensar...”3



Caeiro no se preocupa, como lo hace Pessoa, por el misterio ni por la verdad, pues el único misterio para Caeiro es que el hombre crea que existe un misterio, para Caeiro lo natural es lo que ve, y lo que ve son las cosas sin conceptos y significados, el sol, la lluvia, los pájaros, los árboles. En la visión de este poeta no hay necesidad de querer comprender lo que la vida y estas cosas son, pues para Caeiro no hay nada que comprender, y esto es suficiente para sentirse completo, para existir. Caeiro sería el poeta consciente de su inconsciencia en la medida en que plantea una visión de mundo natural e instintiva, sin angustias, sin misterios, sin la necesidad intelectual de buscar un sentido que explique la existencia.
Ricardo Reis, el primero de sus discípulos ya marca una notable diferencia con su maestro Caeiro. Reis es un pagano decadente en el mundo moderno, adherido a la ética estoica y epicúrea, su poesía podría definirse como la búsqueda de la calma, de la serenidad ante el infortunio de ser pasajeros, de estar destinados irremediablemente a la muerte. De una poesía fría y de un dolor casi imperceptible, la poesía de Reis, de estilo neoclásico, atiende a la necesidad del hombre de encontrar la calma de espíritu y el dominio de sí para no perecer ante los placeres pasajeros, placeres que sólo le traen al hombre un mayor sufrimiento. Por eso Reis elige el ascetismo y la abdicación como forma de vida. El dolor de Reis es el dolor de nuestra miseria estructural, el dolor de ser pasajeros, el dolor de la muerte que se cumple en cada momento que pasa. Para Reis es preferible perecer en la virtud, lúcido y solemne, y no en las pasiones que nos atan a lo transitorio,


“No tengas nada en las manos
ni un recuerdo en el alma,
que cuando te pongan
en las manos el óbolo último,
al abrirte las manos nada te caerá.
¿Qué trono quieren darte
que Átropos no te quite?
¿Qué laureles que no se mustien
en los arbitrios de Minos?
¿Qué horas que no te hagan
de la estatura de la sombra
que serás cuando estés
en la noche y al final del camino?
Coge las flores pero suéltalas,
de las manos apenas las miraste.
Siéntate al sol. Abdica
y sé rey de ti mismo.”4


Ya en Reis, a diferencia de Caeiro, encontramos un grado de intelectualización en su poesía, en tanto Reis se hace consciente de las dificultades existenciales del hombre; no obstante, esta intelectualización no le causa una angustia extraordinaria. Su respuesta ante esta angustia esencial del ser humano de ser para la muerte la enfrenta por medio de la ética estoica y epicúrea, pues a pesar de que Reis ya no puede creer fielmente en los dioses paganos, acepta el destino que se le ha impuesto, lo acepta por medio del dominio de sí. Reis no se angustia por encontrar respuestas, pues la única certeza de Reis es que no podemos ser completamente libres en nuestro destino, pues constitutivamente estamos destinados al “hado”, al destino de ser mortales, perecederos. La poesía de Reis es la poesía de un poeta neo-clásico, que adherido a la ética antigua de los estoicos y epicúreos, se hace consciente de la finitud del hombre y de sus dificultades existenciales. Su poesía es una poesía objetiva moderada en tanto el intelecto ya forma parte de una reflexión en torno a la realidad y a sí mismo.
El último de los heterónimos corresponde a Álvaro de Campos, el más histérico y explosivo de los tres. Campos, como ninguno de los heterónimos, es el que más cercano se encuentra a los movimientos literarios de la época. Admirador de Walt Withman y del futurismo, la poesía de Campos es un viaje vertiginoso de sensaciones extremas, de una reflexión metafísica profunda iluminada por lo cotidiano y efímero. Por un lado, Campos es el poeta de las alturas, del éxtasis de los sentidos, “de ser todo en cada cosa”, de “sentir todo de todas las maneras”; pero, por otro lado, es el poeta de la caída, de lo absurdo radical, de la desesperación de una conciencia desolada y perdida. Campos es el poeta ahogado por el tedio, que en el incesante delirio de no encontrar nada que valorar ni nada que satisfaga su sin-sentido, encuentra en la explosión de las sensaciones un momento transitorio de ficticia voluntad de vida. Pero este desbordamiento de sensaciones termina por reposar sólo en el vacío, en el abismo de una conciencia que se espanta ante el misterio de ser todo inaccesible. El cansancio y el tedio de vivir lo sumergen en una reflexión sentimental metafísica que lo ofrecen al desnudo, donde ya no existe cura ni remedio ante la angustia nadificante que lo devora,


“Ah, ante esta única realidad, que es el misterio,
ante esta única realidad terrible- que haya una realidad,
ante este horrible ser que es que haya ser,
ante este abismo de que exista un abismo,
este abismo de la existencia de todo ser un abismo,
ser un abismo por simplemente ser,
por poder ser,
porque hay ser!
.....................................................
Mi inteligencia se transformó en un corazón lleno de pavor,
y es con mis ideas que tiemblo, con mi conciencia de mí,
con las sustancia esencial de mi ser abstracto
que me ahogo de incomprensibles,
que me aflijo de ultratrascendente,
y de este miedo, de esta angustia, de este peligro del ultra-ser,
no se puede huir, no se puede huir, no se puede huir!
Cárcel del Ser, no hay liberación de ti?
Cárcel del pensar, no hay liberación de ti?”5


Si en Caeiro encontramos una conciencia casi feliz por irrealizable, y en Reis una conciencia que eligió el ascetismo y la abdicación como forma de vida ante la inquietud existencial de ser hombres, en Campos nos encontramos con una conciencia que ha sucumbido ante el misterio, donde ni la razón ni la fe son alternativas con respuestas, pues en el pensamiento metafísico de pensar demasiado la realidad, Campos ha perdido su capacidad de vivir, alejado de la vida de los hombres y del mundo exterior, Campos se flagela en el conocimiento, para él nunca realizable, de que “sólo hay camino hacia la vida, que es la vida”.
La poesía de cada uno de los heterónimos es distinta en estilo, vocabulario, forma, ritmo y contenido, cada uno de ellos se acerca a lo real y a sí mismo de una forma completamente distinta, aunque tienen en común esa preocupación atenta al inquietante problema del existir; pero, salvo que pueden estar motivados por una inquietud común nos atrevemos a pensar que conforman estilos de discurso distintos, en tanto el carácter de su discurso parece acomodarse a una forma particular que delimita su modo de ser en independencia unos de otros, a pesar de ser escritos por la misma persona. Esta distinción en los diferentes discursos poéticos heteronímicos nos llevó a pensar que el modo de ser del discurso toma una forma particular en cada uno de ellos. Tampoco debemos olvidar que Pessoa los concibió como ajenos a sí mismo, de una individualidad diferente a la suya, con creencias, ideas, pensamientos y sensibilidad ajenos a él. Resulta interesante leer las discusiones en torno al arte y otros temas que estos heterónimos mantuvieron entre sí. Por lo que podríamos llegar a admitir la firme voluntad de Pessoa de separarse de estos discursos, de no ser más que un simple espectador de un proceso poético que ya no lo incluye de manera privilegiada.
Las ideas de Foucault en torno al discurso y al autor, en las que, ya señalamos, plantea la desaparición del autor como lugar y origen privilegiado del discurso, nos ofrece una propuesta a la que podríamos acercar a Pessoa y su discurso heteronímico. Pessoa, como autor, ya no parece ser el significante de un discurso heteronímico que se ha separado del sujeto que escribe. Si seguimos las ideas de Foucault en torno a este tema, y aceptamos la nueva disposición del autor, como función variable del discurso, encontramos que estas funciones de autor, ya no parecen remitirse al sujeto real que escribe, sino que más bien parecen atender a la particularidad del modo de ser del discurso, que viene dada a su vez por los límites del discurso y que sirve para clasificar y delimitarlos en un espacio propio de acuerdo a su particularidad, tenemos que entonces estas funciones de autor podrían estar dadas de forma independiente y separada en cada uno de los discursos heteronímicos, pues no podemos incluir un texto de Campos en uno de Reis, ni uno de Caeiro en uno de Campos ni de Pessoa, etc. Cada uno de estos discursos parece encontrar una función de autor distinta, que no viene dada por el nombre del sujeto que ha escrito los textos, sino por el modo de ser de cada discurso.
La función de autor, según nos lo señala Foucault6, no nos remite a un sujeto existente como tal, sino a relaciones complejas que forman el ser particular de cada discurso. De acuerdo a esto, no podemos decir que la función-autor es la misma para Alberto Caeiro que para Ricardo Reis. Cada uno parece comprender una función-autor individual que los reagrupa y clasifica de manera separada. Lo que importa para establecer un nombre de autor, no es el sujeto real, sino la función que pueda cumplir el nombre de autor en el discurso,


“...un nombre de autor no es simplemente un elemento en un discurso (que puede ser sujeto o complemento, que puede ser sustituido por un pronombre, etc.); ejerce un cierto papel respecto de los discursos: asegura una función clasificadora; un nombre determinado permite reagrupar un cierto número de textos, delimitarlos, excluir algunos, oponerlos a otros. Además, establece una relación de los textos entre ellos; Hermes Trimegisto no existió, Hipócrates tampoco- en el sentido en el que podríamos decir que Balzac existe-, pero que varios textos hayan sido colocados bajo un mismo nombre indica que se establecía entre ellos una relación de homogeneidad o de filiación, o de autentificación de unos por los otros, o de explicación recíproca, o de utilización concomitante. Finalmente, el nombre de autor funciona para caracterizar un cierto modo de ser del discurso: para un discurso, el hecho de tener un nombre de autor, el hecho de que pueda decirse que “esto ha sido escrito por fulano”, o que “fulano es su autor”, indica que este discurso no es una palabra cotidiana, indiferente, una palabra que se va, que flota y pasa, una palabra inmediatamente consumible, sino que se trata de una palabra que debe ser recibida de un cierto modo y que debe recibir, en una cultura dada, un cierto estatuto.”7


En este sentido, los discursos heteronímicos se caracterizan por tener un nombre de autor distinto que los reagrupa y delimita unos respecto a otros, a pesar de que hayan sido escritos por la misma persona, Pessoa, el carácter particular de su modo de ser en cada discurso permite establecer una función-autor específica para cada discurso, ejemplo que nos acerca a la tesis planteada por Foucault.
Ahora bien, Foucault nos señala también que el autor es un cierto producto ideológico, que depende de cierta forma, de la apropiación y circulación de dichos discursos por parte de una cultura dada. El autor no es una figura que tiene un único significado, sino que depende también del modo en que una cultura haga uso de él. Según Foucault, desde mediados del siglo XIX, la figura del autor entró en crisis a través de una nueva forma de concebir el lenguaje. Como ya hemos señalado, esta crisis dio lugar a un movimiento en torno al lenguaje que colocó a esta figura de un modo distinto al acostumbrado. Esta crisis, que podría extenderse hasta nuestros días, concibe y entiende la figura del autor bajo un principio ético de indiferencia con respecto a su uso como sujeto originario, fundamental y privilegiado del discurso. El autor desaparece y el lenguaje literario encuentra un despliegue en el que se encuentra en un espacio propio de reconocimiento, más allá de su autoría, del sujeto que ha escrito. A pesar de ello cabe señalar que esto no sucede en todo discurso literario, pero ejemplo como el de Pessoa y otros escritores de importante renombre, han contribuido a este nuevo sentido de lo literario, como aquel discurso que se encuentra en una apertura para nuevos sentidos y significados. Esto es así ya que un discurso que no se encuentra limitado por el sentido o significado que le puede imponer un autor, queda abierto a las nuevas relaciones de sentido que puede intercambiar con nuevos lectores, con los sujetos posibles que se encuentren a su disposición.
En nuestro trabajo hemos intentado dar cuenta de uno de los posibles acercamientos o apropiación de estos discursos y de la posibilidad de comprender la figura del autor bajo un nuevo significado; no obstante, y si queremos ser fieles al pensamiento de Foucault, sabemos que esta no es la única y última interpretación sobre este tema, sino que es una las posibles nuevas formas del pensar a la que seguramente seguirán nuevas formas de pensamiento que aún no sospechamos.
Para concluir podemos seguir una vez más a Foucault y decir: no hay necesidad de un sujeto para producir un autor, la figura del autor como fue concebida parece haber desaparecido, pero los discursos permanecen con coherencia, dada su unidad y clasificación, más allá del sujeto creador. Para estos cambios en torno a la figura del autor nos quedan como ejemplo las obras de numerosos escritores que vivieron la experiencia de esta muerte, de la muerte del autor como sujeto originario y privilegiado del discurso, lo importante es que nos dejaron como legado sus escritos, esos escritos que en su apertura, en la ausencia de rastros del sujeto que ha escrito, se nos muestran en la experiencia de su desnudez, de un lenguaje que ya no está sujeto a las determinaciones ni significaciones de un autor, donde ya no importa quién habla ni quién detenta la palabra, el lenguaje se despliega bajo el anonimato de un murmullo.



1 Foucault, M. (1999) Entre filosofía y literatura, “¿Qué es un autor?”. Barcelona: Paidós. Pág. 338.
2 Pessoa, F. (1997) Obra poética. Tomo I. Barcelona: ediciones 29. Pág. 85.
3 Extraído de la antología poética bilingüe Fernando Pessoa. Un corazón de nadie. ( 2001)
Barcelona: Galaxia de Gutenberg. Poemas de Alberto Caeiro, pág 71.
4 Ibid. Poemas de Ricardo Reis, pág. 221.
5 Extraído de Lopes, T. (1993) Álvaro de Campos. Livro de versos. Lisboa: Estampa. Pág. 215.
Traducción libre del portugués al español hecha por el autor de este trabajo.
6 Foucault, M. (1999) Entre filosofía y literatura, “¿Qué es un autor?”. Barcelona: Paidós.
7 Ibid. Pág. 338.

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