06 noviembre 2007

El último viaje


Kira Elena Morales



La emoción que me había acompañado durante todo el vuelo se había ido extinguiendo gradualmente, de tal forma que eso tampoco pudo ser un indicio de lo que se avecinaba. De alguna manera, el descenso de la agitación que me producía la proximidad de comenzar una nueva vida, en una ciudad desconocida y rodeada de seres sin rostros, se lo había atribuido al cansancio. ¿Qué otra cosa podría ser? Nueve horas de vuelo; el cúmulo de tiempo invertido en preparativos que más de una vez habían parecido interminables; la suma de los últimos minutos junto a las personas que habían ido a mi casa para compartir lágrimas y risas, licor y muchos cigarros. Todo, acompañado de un gran desvelo y lo poco que había logrado dormir en el avión, habían tenido que agotarme y, por lo tanto, que mi capacidad de estimulo ante lo externo se hubiese reducido, no se presentaba como un síntoma alarmante.
Siempre había detestado ese aeropuerto. Las altísimas paredes de acero, el color plata estructurando los diferentes espacios como sinónimo de lo moderno, dando esa sensación de impersonalidad impuesta, como sí alguien se hubiese esmerado en recalcar que la soledad es lo único que nos acompaña a dónde quiera que vayamos. La señalización desbordada. Enormes cubos amarillos que ves desde cualquier ángulo en el que te ubiques, a pesar de que tu visión esté muy lejos de ser 20/20 y, sobre éstos, negras letras: A, B, C… ¡quién sabe si hasta la Z! y cada letra formando conjuntos con los números A21 – A42, B01 – B20… y así, imagino, las combinaciones podrían casi llegar a ser infinitas. Esto gritándote lo inepto que serías si los anuncios no estuviesen indicándote el camino. Manipulación concebida minuciosamente ante el descubrimiento de haber creado un monstruo arquitectónico, capaz de tragarte como el laberinto de Cnosos a los jóvenes minoicos.
Es la tercera vez que tengo que hacer escala en este lugar para poder llegar a mi destino, sin embargo, no me había preocupado, ya que me encontraba hartamente imbuida en las expectativas de un nuevo plan. Quizá, si como las veces anteriores, no hubiese ignorado lo perturbable de aquel horroroso espacio, esto no estaría sucediendo. Tal vez, esto acontece porque hoy la estadía ha sido obligatoriamente más larga. A lo mejor, la causa está en el hecho de que nunca había tenido que llegar de noche. O, acaso, eso de “a la tercera va la vencida” sea la respuesta.
Cuando bajé del avión y me vi, una vez más, rodeada de aquel entorno, me dediqué a determinar, en el barullo de cuadrados tridimensionales, dónde se hallaba la puerta de embarque. Una vez identificada, busqué ubicarme más allá del espacio. Irónicamente, el exceso de información contrasta con lo absurdo de no encontrar un reloj en un sitio estratégico. Tanto preocuparse porque los pasajeros encuentren la manera de salir de aquel inhóspito enmarañamiento y a ningún arquitecto, diseñador o encargado se le pasó por la mente la idea de que hay viajeros que no usan reloj, que detestan estar atados al tiempo y que en circunstancias extremas necesitan saber la hora si quieren continuar el trayecto trazado.
Luego de varios intentos fallidos, pude saber que aún me quedaban tres largas horas para abordar. Por ello, decidí tomarme algo, fumarme todos los “Belmont” que me quedaban, leer y escribir un rato.
Me senté en un pequeño bar, de paredes plateadas, sillas plateadas, ceniceros plateados, cubiertos plateados… El mesonero que me atendió, creo que lo único no plateado del bar, parecía extranjero. Tenía un color de piel un tanto tostado, si se compara con el tono predominante de las personas de este país, y unos grandes ojos delimitados por unas tupidas cejas. Sin embargo, mostraba ya la actitud fría y distante que suelen mantener las personas de los países casi gélidos. –Al extranjero ya lo mimetizaron –pensé, y una interrogante cruzó veloz y casi inadvertidamente por mi cabeza –¿cuánto tiempo sería capaz de mantener mi personalidad “mediterránea” ante tanto bombardeo de individualidad?
Una jarra de cerveza, no tan fría, me trajo al presente, desde el cual retomé el último momento que estuve en este aeropuerto: Abrumada por el espacio, por lo que me esperaba, por no tener cómo descifrar qué hora era, la sensación de poder perder el vuelo y no llegar a donde me dirigía… Habían pasado dos años y, en ese momento, lo que parecía haber sucedido hace tanto tiempo, se presentaba como pasado inmediato, como si acabara de vivirlo. Como si apenas ayer hubiese estado en este lugar, del cual, extrañamente, sólo reconocía el molesto brillo de sus paredes y techos.
¿Sería esta la segunda señal no interpretada adecuadamente? Esa aniquilación del tiempo real, la cual no respondía a la arbitrariedad intrínseca del recuerdo sino a una verdadera anulación de un periplo importante en mi vida que se desdibujaba dejándome en la incertidumbre de no saber realmente por qué me encontraba allí ni a donde me dirigía, tiene que ser otro síntoma que no fui capaz de entrever.
Al reconocerme desorientada pedí una segunda cerveza, o ¿sería ya la tercera? En fin, le di un gran sorbo y, como siempre llevo al menos dos libros cuando viajo, de hecho, estos son los momentos cuando más leo, busqué en mi maletín de mano pensando que al retomar la lectura abandonada conseguiría reubicarme en el tiempo. Total, ¿cuánto tiempo había podido pasar desde que comenzamos a aterrizar, desembarcamos y me senté en ese bar? –. Para mi sorpresa, no encontré publicación alguna en la pequeña mochila. Terminé la cerveza abruptamente y me paré perturbada, –¿habría dejado los libros olvidados en algún lugar? Pero ¿qué era lo último que había estado leyendo? ¿Por qué no podía recordarlo? ¿Por qué recordaba tan poco?
Caminé aturdida por el silencio, producto de la ausencia de memorias. Al principio, la gente salía de todas partes con sus caras sin expresión alguna pero transitando como si al salir del aeropuerto les esperara la más grande de las quimeras hecha realidad. Se empujaban entre ellos y tuve que hacerme a un lado para no ser atropellada por aquella masa deforme de seres humanos. El silencio comenzó a mutar. Abruptamente, un gran bullicio en aumento invadía el lugar desabitado de mi memoria, así como cada esquina, cada rincón por alejado que estuviese. Era como si alguien se hubiese dado a la tarea de ir subiendo el volumen de los altoparlantes, minuto a minuto, para distorsionar la voz que de ellos se cuela hasta el punto de no entender palabra alguna y escuchar tan sólo ruido. En medio de la multitud, y tratando de salvarme de ella, corrí a la única silla desocupada que pude atisbar en tal exceso de individuos. Me senté y sentí como si hubiese logrado alcanzar la última tabla en el mar después de un naufragio.
Pude relajarme y respirar pausadamente. Ya más tranquila, vi una mujer levantarse. Recogía una cantidad inconcebible de pequeños equipajes, dando la impresión de ser la más exitosa de las malabaristas. Está imagen me absorbió. Era una señora literalmente grande. En cada uno de sus brazos guindaban bolsas, carteras y pequeños maletines, los cuales dificultaban precisar el ancho de sus extremidades superiores. No así, podía ver cada una de sus piernas, las cuales recordaban un menhir. La falda a medio muslo, dejaba entrever dos redondas y sólidas rodillas de donde salían sus perfectas pantorrillas torneadas como un bello cuerpo de mujer, aunque tres veces más grandes que cualquier pierna que hubiese podido pertenecer a ese cuerpo. Concentrada en el aparatoso caminar de la enorme equilibrista, quien debía coordinar el balance entre la diversidad de valijas mientras arrastraba dos maletas con unas rueditas a punto de sucumbir, olvidé por completo la sensación de angustia que me había acompañado desde que abandoné el pequeño bar. Cuando volví a reconocer el entorno, parecía como si por medio de un acto de magia la multitud se hubiese diluido.
Hace apenas unos instantes pasó un señor, un tanto encorvado, empujando con desgano un tobo cargado de utensilios de limpieza. Ahora, quién sabe cuanto tiempo llevo sentada aquí. Me llama la atención el no haberme dado cuenta de cuándo este lugar quedó desierto.
Creo, porque he hecho todo este esfuerzo por recapitular, que iba a un sitio ajeno a comenzar algo; que hace unas horas me rodeaban algunos amigos para despedirme y desearme suerte; que esta es la tercera vez que transito por aquí. Sin embargo, desde que me encuentro sentada tratando de rearmar los hechos, se ha ido pronunciando la modorra; incluso llegué a creer que había estado soñando. Pero no es así, estoy más despierta que nunca. Aunque he perdido la capacidad de controlar mis extremidades y se me hace prácticamente imposible siquiera levantar un dedo.
Conservo la certeza de que caminé hasta esta silla aturdida por el desconcierto; pero ya no puedo distinguir desde qué dirección vine ni dónde está la puerta de embarque. Agudizo el oído, no hay voces, no hay ruido, tan sólo logro escuchar mi respiración. Cierro los ojos, han desaparecido todas las imágenes que en algún momento tuvieron que conformar mi recuerdo. Los abro y no hay más que este espacio encandilante, lleno de anuncios que ya no descifro.

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