01 agosto 2011

el cautivo

Octavio Armand



Había un pájaro. Solo uno. Empinándose, retaba a la inmensidad. Parecía inmóvil pero avanzaba constantemente hacia el fuego, subiendo la escalera sin peldaños como si la absorbiera al atravesarla, como si poco a poco se fuera convirtiendo en aire, viento. Así lo imaginé porque no podía retenerlo sino por instantes entre los párpados.

Fijar la vista en aquel punto que iba y venía del sol me remontó a la infancia, cuando el cielo era aún más alto pero lo sentía cerca. Del tamaño de mis ojos, me rozaba el pelo y la piel. Me acariciaba, me despeinaba, se filtraba por el cuerpo, aligerándolo para que flotara y pusiera todo a mi alcance. Entonces podía sostener a los pájaros en las alturas con la mirada, esa mano con que agarraba cualquier distancia. Eran mis flechas sin rumbo que siempre daban en el blanco. Y también nubes inmutables, menos caprichosas, que solo se transformaban de zopilote en halcón, de gorrión en cenzontle o colibrí.

Ahora veía en aquel pájaro al señor del espacio, tan ajeno a mí como la realidad a mis deseos. Y cada vez que me atrevía a morder la luz, aunque tuviera que apretar lágrimas al hacerlo, volvía el rostro hacia arriba y lo hallaba de inmediato, pues ocupaba la inmensidad, aumentando de tamaño al alejarse.

El vuelo se repetía a ras de tierra, donde la sombra le dibujaba mil destinos. Ensartaba las piedrezuelas, recogiéndolas en un collar ingrávido que sugería horizontes. Al cruzar sobre arbustos, la curva de cada rama lo doblaba en mitades dispares, zigzagueantes; las raíces brotadas lo afilaban, quizá para clavarlo en una gota de agua escondida; y las hojas cedían momentáneamente su brillo encendido donde la pequeña nube negra rebotaba en un sinnúmero de diminutas nubes negras.

Decidí seguir el vuelo mutiplicado en su sombra para no quemarme. Hice que las alas se arrastraran sobre la tierra, como si fueran mis propios pasos buscando la madriguera de un conejo o el túnel de algún hormiguero. Tal vez porque así he soñado la puerta del inframundo y ya me buscaba entre los muertos.

Del sol sólo veía esa sombra cuando llegué a mi destino.

Por Cerros Blancos, orillas del Zahuapan, nos enfrentamos.

 El enemigo nunca ha podido doblegarnos. Nunca lo hará. Una y otra vez le hemos negado la victoria, regalándoles sangre. Y cobrándosela. Con el rostro pintado somos lobos, puntas de flecha, aullidos, ocelotes, serpientes, macanas, siseos. Entretejidas en la cabellera, las plumas de gavilán bailan con el viento para prestarnos la ligereza de las nubes.

 Los colores no son las únicas armas. Nos untamos manteca de tortuga, baba de sapos, orina de coyote; y con cola de cascabel y carnaza de ciervo nos frotamos, para que todos sepan quiénes somos. Eso nos protege mucho más que los escudos. Afincados en la tierra y el agua, somos piedra y espuma, hermanos de lo que se arrastra sin sombra.

 Otros lucharían, como siempre, para defender un pedazo de tierra. Yo había decidido defender el cielo de Tlaxcala. No me fijé sobre la yerba reseca, buena para lanzarse al ataque o resistir la embestida. Me coloqué bajo una nube. Bajo un pedazo de cielo.

 Pero esta vez duré menos que la polvareda del combate; y aunque al caer me burlé del Caballero Aguila, yo soy el maniatado, no él.

 Evitó mis mejores golpes. Y evitó matarme. Ahora ambos solo vivimos para morir de nuevo. Como gemelos vivimos para el sacrificio.

 __  Conocerás la pirámide, me dice.

 Oigo sus amenazas como antes, de niño, oía el viento. Así no dejo de burlarme de su comprobada valentía; y al sentir que no es más libre que yo ni que el río amarrado a la corriente, puedo soñar que sostengo su vuelo, que el prisionero es él.

 Cicatrizarán mi odio y su desprecio. Mío, ya, el consuelo de sus últimas palabras:

 __  En la cima morirás mejor. 



Caracas, 29 de septiembre 2010


*
El cautivo

Por Cerros Blancos, orillas del Zahuapan,
duré menos que la polvareda del combate;
y aunque me burlo del Caballero Aguila,
yo soy el maniatado, no él.

 Evitó mis mejores golpes. Y evitó matarme.
Ahora solo vivimos para morir de nuevo.
Como gemelos vivimos para el sacrificio.
__  Conocerás la pirámide, me dice.

 Al sentir que no es más libre que yo
ni que el río amarrado a la corriente,
el prisionero es él.

 Cicatrizarán mi odio y su desprecio.
Mío, el consuelo de sus últimas palabras:
__  En la cima morirás mejor. 


Caracas, 23 de septiembre 2010






Octavio Armand. Nació en Guantánamo, Cuba, en 1946.Ha vivido durante muchos años en Nueva York, donde fundó y dirigió la revista Escandalar entre 1978 y 1984. Reside actualmente en Caracas. Colaborador de Plural, Vuelta, Papeles de son armadans, Ujule, More ferarum, Tse tse y otras revistas latinoamericanas y españolas.Ha publicado en poesía: Horizonte no es siempre lejanía (1970), Entre testigos (1974), Piel menos mía (1976), Cosas pasan (1977), Cómo escribir con erizo (1978), Biografía para feacios (1980), Origami (1987), Son de ausencia (1999). Algunos de sus ensayos han sido recogidos en Superficies (1980), El pez volador (1997), El aliento del dragón (2005) y Horizontes de juguete. Refractions, una selección de poemas y ensayos, en traducción de Carol Maier, fue publicada por la editorial Lumen Books de Nueva York en 1994.Su obra ha merecido la atención de Juan Antonio Vasco, Luis Justo, Guillermo Sucre, Octavio Paz y Severo Sarduy, entre otros destacados intelectuales.

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