01 agosto 2011

la sombra

 Carlos Riccardo



Al atardecer, en el rancho de Gustavo, comemos hongos.

Apoyado contra una pared fuera de la casa, mientras las consabidas náuseas se apoderan de la garganta, frente al viejo Torino blanco que, por unos instantes - el capot se hincha y deshincha levemente - parece respirar.

Voy hacia la hondonada verde que hay al costado del rancho. Lo abierto, el aire, me alivian. Me siento en el declive: la vegetación se vuelve exagerada: sobre todo las plantas a nivel terreno, los arbustos próximos adquieren un aspecto amenazante; en cambio, las arboledas, distantes, movidas por la brisa en una ondulación suave me calman.



Sentado solo  contemplando el paisaje en sus mínimos detalles: miro a lo lejos, lo que me resguarda de la amenaza vegetal que pareciera señalar que hemos profanado algo, aquí...

una diminuta plantita - entre otras similares e idénticas - se muestra en toda su singularidad; parece un pequeño dragón; un aura verde fluo, de un amarillo enclorofilado, la envuelve: fija ante mi es la presencia de lo vegetal en su inmanencia absoluta

cierro los ojos (para escapar de esa mirada inquisidora): adentro, en la pantalla de los párpados, un fluido geométrico, caleidoscópico, de tonos naranjas, rojos, intensos y cambiantes no paran de sucederse: es una presión roja con diseños romboidales, una suerte de friso en movimiento continuo entre el naranja y un rojo que suena demoníaco (la palabra surge sola): es la angustia del yo: (siento que debo curarme de esa sombra) - abro los ojos

reflujos nauseosos al mirar a través de la piel de las tobillos la circulación de la sangre, alivio al cerrar los ojos otra vez, pero es un alivio que dura poco, pronto vuelve esa angustia roja que impregna todo mi interior tanto física como psicológicamente

(trato de relajarme, de entregarme a la experiencia, me auto-convenzo de la necesidad de entregarme, de hacerme merecedor de este regalo, de este don que estoy experimentando, de estar a la altura del conocimiento que la experiencia me ofrece como espectáculo y como cura:

Se produce un enfrentamiento contra algo como una sombra, algo como una evidencia rojo oscuro dentro de eso que llamamos el interior de uno; y después, contra una especie de embotamiento en la mente profunda: siento miedo y la presión concreta, de esa insinuación crispada, en la parte lateral del cerebro. Respiro hondo. Intuitivamente trato de armonizar con lo que me rodea. Me abandono totalmente y en tanto me abandono la sombra empieza a alejarse, como a disolverse en mi interior.)

abro los ojos: como siempre, la respiración latente de la naturaleza, la viva e intensa nitidez de las formas, el espacio entre las cosas sobre-dimensionado, profundizado en su calidad aérea y de transparencia

el pelaje-oleaje de los animales: irisaciones ondulantes en el lomo de la yegua; los perros a nivel naturaleza, ese consentimiento material del cuerpo con la tierra; las yeguas deambulan en la penumbra; Vera, que está preñada, es como una mancha lúbrica en la espesura de la oscuridad

fosforescencias de las piedras, la humedad del cauce lleno de luciérnagas sube contiguo al campo de estrellas donde imaginariamente se dibuja el carro de la Osa
diálogo sin palabras con mi guardián: la plantita dragón, frente a mí, pequeño ser tutelar dentro de la magnificencia de la vida vegetal que me ha sido descubierta: confianza total en su presencia protectora, siento agradecimiento y se lo expreso

sentado sólo en la pura percepción, conciencia absoluta (sé que es una aproximación ideática aunque verdadera) a la vez, al cerrar los ojos, en el centro de ese espacio del sí mismo, me escucho inmerso en el sonido: en un tejido de chicharras, susurros, pasos animales en la sombra de la noche, ecos de lejanías

al rato, redescubro a Gustavo con los caballos, nos reímos de tonterías como tocarle la teta caliente, llena de leche, a la yegua; del aparente estado de borrachera al caminar, de la falta de equilibrio.

Después, las fosforescencias se van apagando, lentamente, entre la noche y las piedras, como brasas frías.Miércoles 12/3/97

10 hs. — Tomo una dósis de L.S.D

11 hs. — Indagar el sonido: pongo un cuarteto de Beethoven, el “Rasumosky”. (Pero estoy metido en un movimiento continuo, electrizado en las coyunturas, en las articulaciones). Todavía no lo he podido escuchar. Siempre está primero la sobre-jerarquía de la vista. Para el sonido solo, hay que cerrar los ojos. Ahí empieza. Hasta ahora me ha sido imposible cerrar los ojos.

Escalofríos. La ya conocida sensación de crecer. De alargarse —hasta los testículos parecen  alargarse—, hacia abajo; las piernas largas, me veo largo. Esto empezó en la terraza. (Desde hace media hora que estoy dando vueltas incesantes por  toda la casa.) Pero en la terraza, sentado al sol, era una sensación visual, ahora además es una cosa muscular, física, ósea. Tengo la sensación de ser una anguila: alargándome, alargándome.

La respiración, el sonido nervioso de mi cuerpo. Los ruidos están dispuestos como en un anfiteatro. Ahora un camión aparece en escena, el sonido de camión no se superpone a la música de Beethoven. Ningún sonido se superpone a los otros, ocultándolo, tapándolo. Cada uno tiene un lugar material en el espacio acústico. Las hojas de los árboles se ríen conmigo, como la música, como el tiempo tan rápido. Afinamiento: de tan fino afinado ya al mundo. Sonidos modigliani. Delgados, como ramas. Los sonidos como frutos que se hinchan y caen de las ramas, como nervios o como gotas que se deslizan por ellos, de pronto es una sola onda lo que sostiene esta audio- mirada en el vaivén interminable, líquido, que se disuelve en un único y mismo ritmo: Beethoven lo alcanza, las hojas afuera, las persianas casi derramadas sobre el piso de madera, las vetas molestas del ruido lo alcanzan y oscilan en ese ritmo. Se me abrieron los oídos.

Tal vez decir algo para demostrar que todavía estoy vivo dentro de esta belleza.


Ando por lugares distintos; mi cuerpo y mi mente. Una nítida disociación entre mi cuerpo y mi mente. Contraste abrupto, indescriptible entre la nerviosidad minúsculamente inmensa que me recorre el cuerpo por entero, y la constante calma maravilla de belleza del momento en derredor. El tiempo en la hora parece palpitar levemente. (Ahí estás mic, a la espera de mi, de que diga algo? ¿No escuchás todo? ¿No escuchás?) Ser como un micrófono, un grabador y dejar en la cinta cada brillo, cada gemido, latido, resoplido, silbido, (algo que no se oye) el balbuceo bajo, ininteligible, a la altura del puro oir, y escuchar de la indefinida marea del sonido, la más llena vibración de lo inaudible.

¿Porqué las agujas del reloj parecen tener un reborde sonrojado, de sangre?



12 hs. -  En la terraza: Tenemos palabras para indicar el mundo, no para escucharlo: un maullido, chicos gritando, una sirena, el agobio de los colectivos, de los frenos, de los  motores de los colectivos. Vibra el aire sobre mi espalda y mis piernas tienen sonido; la rubia que pasa por enfrente tiene su sonido, el abuelo y su nieto tienen un dulce, festivo y tierno sonido. El aire fresco me hace bien; hace encontrar el ritmo. La chica de enfrente no tiene ritmo, corre. Los colectivos horrorosos no tienen ritmo. Lo de las hojas es tan maravilloso que qué importa. Una cosa está ahí, el horror de los colectivos y aquí la majestuosidad impresionante, rítmica, del viento entre las hojas.

Ahora son los ojos los que se afinan; y este nuevo afinamiento del cual tengo conciencia es un abrirse. La percepción desapercibida: cada pequeño movimiento, conforma en la unidad, la suave respiración que anima universo. Ese es el ritmo. (Cuesta romper con uno para entender y ver el mundo en su perpetuo e imperceptible ritmo, abandonarse enteramente a esa fluencia permanente y disfrutarla. Disfrutarla.)

En el mismo instante en que uno ve la belleza, ve lo que la socava: lo-que-de-sin-cha, de-sin-fla.



Lo del baño fue sumamente traumático: la piel se transparentaba dejando ver el ritmo sanguíneo, por un momento me volvía rojo, y acompasadamente me volvía casi blanco. Los rasgos de la cara se hacían lentamente caricaturescos, deformados, sobrasalidamente expresos. Una sensación  de decadencia, de algo que socava inaudiblemente la carne. El sonido de la muerte.



Una risa zen. Reír es una forma de agradecer.



La delicuescencia de la mirada. Sólo son luces y sombras. Texturas vivas. El paso de la luz, de la hora, de la piel, de la sombra. Como si el ojo viera ahora los mecanismos invisibles que hacen a las cosas de la mirada, el sonido indescriptible de las transformaciones de lo mirado. Habría que transmitir esa especie de otra dimensión que se va creando en lo que uno mira cuando se descubre la particularidad única de aquello que se mira. Es como una asunción de la vida. Es una dimensión mágica, un puro estar. Hay una incandescencia de la imagen, de una Imagen que es siempre la cristalización momentánea del movimiento, del infinito en movimiento ante los ojos.

En el laboratorio fotográfico: se entra en la opresión del negro, percibo como una dimensión absoluta en cada cosa. El negro tiene una dimensión dramática, tan simple como el negro es la ausencia absoluta de luz. Abro la ventana, aparece: la acústica azul del espacio, la ampliadora sobre la mesa, cubetas y una lámpara y tijeras, y esto es verdad en suspención azul. Es la delicuescencia de lo que pasa. La irrupción celeste vacío en la cavidad de nube que se ahueca en lo que pasa.



13:20—  (Etapa de auto convencimiento de que se está acá, en la fluidez del mundo y que es posible vivirla en paz, cotidianamente.)

Voy a la caza de sonidos. (en la cinta se escuchan pasos, el ladrido del perro, un gris ruido ambiente)  Cómo podrían grabar mis ojos el sonido de las nubes, cómo podrían mis oídos ver la pequeña sinfonía de ocres y verdes que produce la luz entre las ramas.

Tratando de ser micrófono. Ojos de micrófono.



La incandescencia. Como si se desprendieran silenciosas partículas de luz en cada movimiento —de las manos, de las piernas o de los brazos—, hay una incandescencia que, por un instante suspendida, deja una brevísima huella de ondulación en el aire. Una especie de resplandor imana de lo existente, aura a la vez que relieve de la mirada. Esta rara luminosidad natural que late, envuelve y realza todo lo que veo, sensualidad que arrebata todo lo que miro.

Bailando en la penumbra caribe de la pieza, Libertad es el nombre de la gracia.

(Se acaba la cinta.)

15 hs. — En la cocina.

La mayor importancia de las drogas alucinógenas no está dado por su poder alucinatorio sino por el estado de gracia que por momentos  dejan alcanzar y, por ello mismo, la grave y libre autoconciencia de los actos que nos llevan al más alto grado de impecabilidad.






Nació  en la ciudad de Buenos Aires el 27 de Noviembre de 1956. Escritor, traductor y docente. Residió en México entre 1979 y 1983. Fue miembro del consejo de redacción de la revista de poesía Último Reino y posteriormente co-editor de la revista de arte y literatura tsé-tsé. de la Argentina. Libros: Membrana, ed. Clinamen (con ilustraciones de Nani Capurro), Buenos Aires 1976. Cuaderno del Peyote, ed. Último Reino, Buenos Aires 1988 y  ed. Alción, Córdoba, Argentina, 2009. México City, ed. Último Reino, Buenos Aires 1990. La orilla, ed. tsé-tsé, Buenos Aires 2000. Solares, ed. tsé-tsé, Buenos Aires 2003. Entre lo más destacado de las traducciones del francés se encuentra: La presencia y la imagen, de Yves Bonnefoy; El último en hablar, de Maurice Blanchot; El jardín exaltado, de Henri Michaux,; El cruel tesoro de Hans Bellmer de André Pieyre de Mandiargues. Tradujo así mismo del portugués poemas de Paulo Leminski, de Wilson Bueno entre otros poetas contemporáneos  y los Cantos chamánicos de Roberto Piva (Pen Press, New York, 2004). Los textos que se presentan aquí forman parte de La forma oscura, libro que permanece aún inédito.

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