01 marzo 2011

Submarino amarillo - José Luis Palacios



“Toda historia tiene un núcleo central más o menos predecible. Lo que la hace notable es un comienzo que te atrape y un final inesperado.”

Releo la frase y debato internamente si debo hacer una pelota con la hoja de papel sobre la que la acabo de escribir. La papelera está cerca, podría hacer una cesta de dos puntos. Al final dejo la hoja sobre el escritorio y me hago otro café instantáneo con uno de los sobres que lleva el mismo logotipo del papel, el bolígrafo y las toallas. De la habitación de al lado me llega, inconfundible, la melodía de “Something” en versión original. La noche pasada venía del mismo lugar el estrépito de una pareja entregada a unos juegos amatorios vigorosos. Me dan envidia esos vecinos.

Anoche Sofía me dejó y se llevó la camioneta. Habíamos decidido fortalecer la relación en este balneario que visitábamos desde nuestra infancia. El hotel con diminutas habitaciones, ideales para amantes, al borde del mar. Los sándwiches y la botella de vino, el ventanal y el rumor de las palmeras aportaron un buen comienzo. Las caricias, el ventilador de aspas somnolientas pegado del techo. Luego todo degeneró en una pelea por nuestros empleos, o quizás yo la llamé con el nombre de otra, un personaje que estoy trabajando y me tiene subyugado. Uno nunca sabe con certeza por dónde comienzan las catástrofes.

Las últimas siete notas de la canción se filtran a través de las paredes. Necesito seguir oyendo a los Beatles. Por suerte, tengo descargado completo el disco “Revolver”, que siempre me pone muy triste. Me pongo los audífonos. El enredo mínimo de cable y reproductor lo meto en un bolsillo de mis shorts. Apuro el último sorbo frío de café y salgo hacia la playa.

Sobre la orilla del mar yace una cornucopia de conchas, algas, maderos, objetos de plástico y semillas de mangle que semejan hortalizas comestibles. El agua se siente fría en los tobillos. Me siento en el borde húmedo de la arena y dibujo un submarino. Un óvalo con tres o cuatro periscopios. Como todo buen submarino, desaparece bajo la espuma de una ola que lo borra. Me echo hacia atrás, para evitar la marea, y dibujo el perfil de Sofía sobre la orilla seca. Lo corrijo: su nariz no es tan puntiaguda.

La playa está desierta, sin toldos ni temporadistas. Al frente sigue el mar, con sus colores de siempre. Nada puede compararse a esa visión acompañada del soundtrack que entra por mis oídos. Una sombra alargada - primero unos largos cabellos, agitados por la brisa, y luego un torso y unas piernas - se acerca a mi espalda y se detiene sobre mi dibujo. Reprimo el deseo de voltear, quiero mantener la tensión de la historia que titubea en busca de una conclusión. Recito para mis adentros: “Cada uno pone en la boca del otro/las respuestas que temen dar”. Clavo las manos en la arena para excavar dos efímeras tortas y cierro los ojos. Cuando los abra y voltee, estaré conforme con cualquier posible final.

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José Luis Palacios nació en Caracas (1954), y todavía vive y trabaja en esa ciudad. De los cursos que tomó en Berkeley antes de conseguir su Ph.D. en Matemáticas (1982) destaca el dictado por su héroe de aquella época, Julio Cortázar. Sus héroes actuales,  por aguantarle sus manías, son su mujer y sus dos hijas.  Entre cuentos y cuentas ha publicado nueve libros, como autor o como editor. Los más recientes son "Invertebrados y otros relatos" (Monte Avila/Equinoccio 2008) y "Narrativa estadounidense contemporánea" (Bid & co, 2008).  Está incluído en la antología canónica "La vasta brevedad" de López-Ortega/Pacheco/Gomes (Alfaguara, 2010).

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