27 octubre 2010

Un rostro absolutamente



José Balza



Para mi Hanni


No había otro misterio. El invitado descubrió su llegada al pueblo como si todavía no hubiese despertado; calles muy amplias, solitarias. Un poco de calor, la madrugada. Se repuso, tratando de arreglar algo que no podría modificar: porque esa imagen aún inconclusa, levemente dislocada, permanecía en sus ojos, en la arena del despertar, distribuida dentro de los párpados y en todo el cuerpo: el cansancio de seis horas sentado con cierta incomodidad.



A su lado el perfil riguroso, descarnado y dulce de la mujer. Ella seguía con los ojos abiertos, como al comienzo del viaje. Se volvió hacia él y sonrió. Parecía decirle que todo había comenzado, pero ahora, y reproducía el mismo entusiasmo de la salida. Siete horas antes estaban en la Estación Central. Allí, la noche incipiente y aquella luz aturdidora transcurrían con fuerza excesiva. Los viajeros que llegaban asumían una prisa sorprendente. Después el autobús dejó la ciudad; el gran cuerpo metálico y sus ventanas de cristal no correspondían exactamente con el vasto territorio de montañas y llanuras. El invitado conversó brevemente con la mujer: ella era gentil pero apagada, atenta a otras cosas. Más tarde optó por callar y entregarse a la total extensión de la noche: sintió el cielo negro y las montañas, los árboles, convertidos en felpas blancas. El viaje cambiaba las cosas, había algo de opuestos que se condensan. La mujer, a su lado, tranquilizaba; él había aceptado venir con ella al pueblo buscando unos días de tranquilidad. Nada de su vida valía la pena: todo podía ser recordado. La mujer vestida de oscuro era mayor que él y pacífica; de vez en cuando le señaló puntos del camino. A medianoche bajaron del bus para tomar una cerveza. El cambiaba de posición con cuidado en el asiento; no quería incomodarla. En cierto momento sintió que su cabeza resbalaba hacia el pecho de ella y despertó sobresaltado.


Ahora el autobús, plateado y silencioso, acogedor, se había desviado de la ruta principal que ya ondulaba, lejana. El motor tendía un ruido grave y adormecedor para el pueblo. Fugazmente el vehículo ascendió hacia una meseta, estaban entre las calles. Por fin cesó la música de cassettes que acompañara a los viajeros desde todas las cornetas distribuidas entre los asientos. A esta hora de la madrugada tales comodidades, esos vidrios inmensos de las ventanillas, sólo podían tener relación con la ciudad, con el brillo de la Estación y las grandes avenidas aéreas.

Y aquí, elevándome desde el suelo o antes, creciendo como la hierba, arrancando con hojas secas hacia las ramas pequeñas del rosal, con la gruesa humedad de los lirios, aun similar a las grandes raíces de dibujos nudosos, aquí, puedo ser una plenitud vegetal, la llave desconocida de los tallos, un crecimiento del espacio. Soy el tiempo en el jardín, ninguna forma. Penetrantes aires, solidez de la atmósfera: ajo, cactus, azahar. Y una profundidad no advertida en siglos, una profundidad de minutos. En mí no hay nada que resolver; nadie llega. Hojas, aromas, dimensiones de lo real que me conducen. Toca madera de la mía, ahora comienzas el olvido, a reconocerte.




El invitado evocó por un instante su vida universitaria: presurosa, frágil, como algo que no vacila: clases, investigaciones. Así estaba, y de pronto esta mujer tranquila aparece de visita en su casa: felizmente la madre reconoció muy rápido en ella a una hermana no vista desde hacía mucho tiempo. También la madre graduó el entusiasmo de todos ante aquel suceso y poco después resultó ser natural que él se adaptara a la idea de pasar las breves vacaciones con su tía. De un golpe decidió venirse. Y aquí está. En la madrugada tenue el pueblo duerme silencioso. El calor va a abrir zonas de la noche, pero no. La mujer vestida de oscuro sonríe, y sabe. Quiere pensar en todo lo suyo: sus hijos, su esposo, tanto trabajo en la casa; todo lo que dejó por una semana. De la ciudad trae cosas novedosas y útiles, como en cualquier otro de sus escasos viajes. El autobús se detiene en la calle principal; alguien anuncia:

—Pasajeros: ¡llegada!


Y el invitado queda solo con la mujer.
Las maletas son pequeñas; ella vive cerca: en su casa hay luz. La mujer llama a su propia puerta, impasible y concentrada. Todos quieren besarla, sonrientes. La noche va a concluir. Ella los atiende, entrega el equipaje, parece ir hacia la cocina donde la hija mayor hace café.


Y ahora, tanto tiempo después, tantos años —simple invitado aquella noche por su tía, cuando era animoso y parcial, joven, apegado en verdad a algo que debía ser el tiempo— él reconstruye con facilidad los rostros que iba a encontrar en ese momento de la llegada: sus primas, el dueño de casa, un núcleo de actividades felices, fluyentes; reconstruye esos días de alegría insospechable, la mirada y los tácitos acuerdos con su bella prima, pero sólo ahora, años más tarde, vuelve a su tía, la mujer simple, delicada y atenta, que correspondió al recibimiento con especial entusiasmo y que no obstante no quiso retener únicamente aquella parte del momento. Ahora él sabe que no puede volver a esos días ni a ese instante absoluto, porque la casa fue vendida al morir la prima más bella. Y de nuevo es imposible localizar a los otros. Sin embargo, hoy reabsorbe (aunque no quisiera trocar detalles) y comprende con un estremecimiento el gesto inesperado de la mujer, visto a distancia pero asumido ahora como única posibilidad, porque era y sigue siendo el presente. Así, finalmente, lo deslumbra la imagen de la mujer vestida de oscuro, esa mujer que después de tomar el café, vuelve a apartar con suavidad los abrazos y la ternura del encuentro y, sin que se note, aunque los hijos y el esposo comprenden que ha de ser así, como siempre, abre la reja del patio. Afuera, la madrugada es densa. Ella no vacila, vislumbra hermosas trojas, armazones de metal entre las enredaderas, una rotonda cubierta, torbellinos oscuros de hojas y ramajes.


El invitado miró un momento a los otros, éstos callaron y volvieron a sus cosas de la madrugada. El creyó sentir que el gran campo se agrupaba en un esfuerzo simple, que el temblor de la oscuridad repartía millones de hojas y raíces, que alguien era disuelto o identificado.
El extenso jardín está en sombras; la mujer sale de la luz por completo, ya inclinada.

1972

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