26 octubre 2010

Niñas malas



Michelle Roche Rodríguez




El Instituto la Colina estaba superpuesto en la punta del cerro más pequeño del valle. Era el colegio de monjas españolas de moda en Caracas—ciudad donde la educación privada y por género marca a las clases pudientes con una pedagogía católica; en virtud de la cual profesores y sacerdotes se pasan los días desestimando los inconvenientes del progreso como las teorías de Charles Darwin, la televisión y los contraceptivos.


Mi primaria había transcurrido feliz en el Colegio Americano de Caracas. Pero, como el Ministerio de Educación no permitía que uno fuera musiú ni en el título de Educación Superior, mis padres pensaron que lo mejor era someterme a la educación religiosa que ellos me habían negado en la niñez, y por algo me la habrían ahorrado. No bien comencé a estudiar en ése colegio, las mojas supieron que yo no recordaba ni una sola de las oraciones que había aprendido apresurada para mi primera comunión. Tuvieron que ponerme en clases particulares con el cura titular de La Colina todas las tardes del primer trimestre de clases, para que antes de la Misa de Gallo yo pudiera conocer la piedad del catolicismo.


Para el segundo trimestre del año escolar, ya yo me había convertido en una cristiana legítima, como el resto de mis compañeras de clase. Pero, como otras adolescentes de mi promoción, odiaba ir a las misas que el colegio organizaba los miércoles por la mañana. La mayoría nos escapábamos del rito –éramos unos cincuenta nombres en las listas de alumnas de tercer año de bachillerato, pero en el momento de la comunión no había más de dos docenas en la cola. Las demás caíamos en el patio de recreo, entre los salones vacíos o en la cantina.


Yo iba a encerrarme en uno de los cubículos del baño. Sólo cerca del retrete, donde las demás dejaban sus porquerías, podía yo entregarme las delicias del Tres Leches que mi mamá me metía en la lonchera una vez por semana. Los miércoles, el día de la misa. Debe ser por eso que las hostias, incluso hoy en día, me saben a leche condensada.


Aquel día estaba yo comiéndome mi postre dentro de mi cubículo favorito del baño. Me había sentado sobre la tapa de la poceta y tenía los pies recostados en la pared que se alzaba a mi mano izquierda. A través de la rendija de la puerta observé que entraban tres compañeras a quienes yo nunca había tomado en serio: Eunice, Eulalia y Eugenia. Con ellas no había cruzado ni tres palabras seguidas en los seis meses que tenía estudiando en La Colina. Eunice era una morena baja de ojos achinados y nariz redonda, cuyo tesoro más preciado era su pelo lacio y bien cuidado que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Eulalia se le parecía mucho, pero tenía la piel como la porcelana china y el pelo corto, como un varón. Eugenia era la más bonita de las tres: no tenía el pelo lacio, pero el secador la ayudaba; sus ojos no eran rasgados sino tristones de rabos caídos, pero ella los maquillaba con delineador y la cosa se arreglaba. Las compañeras decían que la más gordita de las tres, Eunice, tenía cintura de japonesa. Resaltaban entre las quinceañeras de la promoción 1986 de La Colina, sólo por sus atributos físicos, ya que las tres estaban bastante mal en los estudios. Venían hablando de algo serio, pero yo agarré la conversación a medias.


– Bueno, si ustedes dos piensan que merece la muerte, entonces, yo creo que sí, que se la merece–, me pareció oír a Eunice decir mientras reía de forma algo siniestra.


– Ella ha llegado muy lejos, así que hemos decidido ejecutarla–, dijo Eulalia amarrándose una soga imaginaria al cuello y tirando de ella.


– Ah, Eulalia, ¡con esas cosas no se echa vaina!–, respondió la primera que escuché hablar, intempestivamente punzada por el remordimiento.


– Esto no es una broma. Me tiene harta. No tengo estómago para soportarle una tontería más–, dijo Eugenia, que parecía tomarse el asunto en serio.
Yo las veía entre la rendija de la puerta. Estaba haciendo maromas sobre la poceta para que no poner los pies en el suelo ni emitir sonido y evitar que me descubrieran. Me gustaban los chismes y por eso mismo iba a esconderme en el baño; me encantaba oír los vericuetos de las almas humanas cuando no saben que hay una fisgona cerca. Así que, al escucharlas hablar de asesinato, me interesé inmediatamente por la historia: ¿a quién odiarían tanto como para querer matarla?


– Pero, ¿quiénes somos nosotras para decidir sobre la vida de otra persona?–, dijo Eunice, que daba la impresión de ser la más medrosa de las tres.


– A no. Eres una lata. Yo pensé que tú la odiabas también.


– Eulalia, tú no me entiendes. Hay gente que ha ido más lejos que Elena y no le hemos hecho nada–, esputó una de ellas, cuya voz no reconocí.
¿Elena?, me pregunté y sentí que las leches se me ponían ácidas dentro del estómago. Pensé que había tantas estudiantes con mi nombre en ese colegio y otras tantas más Helenas y hasta una Ellen, que no podía ser yo la Elena a la que ellas se referían. Porque, ¿qué les había hecho para que me odiaran de esa manera?


– El problema no son los demás, Eunice. El problema es ella. –, dijo Eugenia, que se adjudicaba protagonismos entre las amigas.


– Sí. Pero me aterra pensar que estemos hablando con esta frialdad de la muerte de una amiga.


– ¿Amiga? Será amiga tuya, Eunice, porque yo no tengo nada que ver con ella. ¡Si parece una comiquita, chama! –, respondió Eulalia con un tonito burlón que me heló la sangre de rabia.
Yo también pensaba que hablar de asesinato era una exageración. Nadie puede ser tan despiadado a los quince años.


– Te repito: Elena me tiene harta. Me repugna tener que pensar en otra de sus excusas. Pero Eunicce, ¿es que no te acuerdas lo que hizo?
¿Bueno, y qué sería lo que hizo?, me pregunté yo, sin entender cuál era la afrenta. Además, la Elena de la que ellas hablaban nunca había dado excusas, más bien siempre estaba alejada de todo el mundo, pensando en sus cosas, sin meterse con nadie. Esa pobre Elena no tenía nada de qué disculparse.


– Yo creo que este es el momento para decidir cómo lo vamos a hacer–, apuntó Eulalia, haciéndole unas muecas al espejo que yo desde mi cubículo no podía ver.


– ¿Para matarla?


– No, chica, vamos a organizarle una fiesta. Claro que para matarla ¡Cómo te pones de bruta a veces, Eunice! –, le respondió Eugenia.


– Yo creo que lo mejor es empujarla por las escaleras así parecerá un accidente–, apuntó Eulalia con frialdad mientras se alejaba de su reflejo.


– No, porque la mujercita es gorda como una pelota. Seguro rebota. Yo creo que mejor le clavamos un cuchillo después del primer recreo. Entre el jaleo por volver a los salones, no se van a dar cuenta de que se desangró hasta que limpien el cafetín, una hora después que nosotras entremos al salón. Y así listo, nadie nos puede ligar al crimen. ¡Redondito pues… como le cuadra a ella!


– ¿Cuchillo? No, pana. Eso es un sangrero loco. Seguro nos ensuciamos y allí si nos van a acusar de todo. La mejor idea es empujarla… si rebota, le damos de nuevo. Igual, siempre se queda de última en las filas.


– ¿Y si le ponemos veneno en la comida? Es como más limpio todo, ¿no? Y ella, pues como es tan gordita, seguro que ni desconfía –, dijo Eunice, que buscaba ensayar una reconciliación entre los métodos de tortura de las dos amigas. Por cierto que me dolió este comentario, pues al principio me pareció que Eunice no estaba muy convencida de matar a nadie.


– Bueno: “el pez muere por la boca”, ¿no?–, bromeó Eulalia.


– Coño, pero, ¿qué diversión hay en eso?


– Eugenia, tú eres una mierdita. ¿Además de querer matarla quieres también divertirte a costa de ella?– le respondió la otra.


– Si lo que queremos es divertirnos con ella, entonces deberíamos dejarla viva. Ella siempre da risa. ¿Para qué matarla?
A mi me pareció muy natural la reflexión de Eunice. Pero, Eugenia y Eulalia cantaron al unísono: ¡CA-GO-NA!


– ¡Chama, tú eres más cagona! Tú no quieres matarla y punto, ¿verdad?–, dijo Eugenia subiendo los ojos.


Me costaba ver sus pupilas desde mi cubículo, porque sus párpados caídos parecían ver a cada lado de la nariz, como si fuera una yegua. Sí, era bonita, pero su belleza era equina. Quizá, ella sabía aquella falta y por eso se la pasaba maquillándose los ojos.


– No, chama, no me salgas con eso. Ya te dije, si ustedes están de acuerdo, entonces yo no puedo decir más nada. Yo le echo bolas a cualquier vaina. Si me dicen que la quieren matar a pellizcos, pues yo esta noche mismo me limo las uñas.


– ¡A carajo! Eso si sería divertido: ¿Te imaginas hundirle nuestras uñas en su carne regordeta? Si debe ser como meterlas en uno de esos hombrecitos quita-estrés, ¿sabes los que digo, Eugenia?–, preguntó Eulalia haciendo pellizquitos en el aire.
Yo sentí punzadas sobre mi piel erizada, como si ellas me estuvieran tocando a mi, no a esa Elena de quien ellas hablaban, la que supuestamente se la pasaba disculpándose.


– ¿Los muñequitos esos que la gente pone sobre el escritorio y golpea cada vez que se arrecha con alguien en el trabajo?–, preguntó Eugenia como si le desagradara la divagación.


– Bueno, no sólo en el trabajo, los puedes poner en cualquier parte. Yo tengo uno en mi cuarto y le caigo a pellizcos cada vez que me peleo con mi mamá. El otro día papi tuvo que comprarme otro, porque con la rabia que agarré la semana pasada lo dejé sin nariz.


– Por lo menos tú misma rompiste el tuyo. Mi hermano, el otro día le dio un batazo al mío y lo destrozó. No tenía ni un mes de comprado. A mí, mi querido “papi” no me consiente tanto, chama. Así que ando con mi muñeco vuelto mierda, pero allí está, aguantando mis golpes.
Aunque se había movido de mi encuadre y yo no podía ver sus ademanes, noté que hablaba con rabia: su voz estaba entrecortada. Me extrañó que Eugenia se burlara de Eulalia así. Recordé, entonces, que ellas estaban unidas por una extraña afinidad: el papá Eulalia se acostaba también con la mamá de Eugenia.


– Bueno, coño, sin desviarse del tema. ¿Cómo vamos a ajusticiaaaaar a la gordita– , agregó Eugenia tras una pausa.


– Chama, esto es todo menos justicia. ¡Y ya me imagino el sermón del padre Ramsés cuando toque enterrarla! Que si angelita… Que si querubina… Que si muñequita… —, le respondió Eunice a Eugenia.


– ¿Muñequita? Mira, Eunice, el padre Ramsés podrá ser muy casto… pero ciego: ¡Lo dudo!


– Marica, ¿Tú te imaginas que nos obliguen a todas a ir al entierro de la Miss Piggy?–, dijo Eulalia entre risas.
¿Miss Piggy?, pensé yo. ¡Carajo, unos kilitos de más y cualquiera se convierte en el hazmereír de este trío de urracas!


– Pero claro que nos van a obligar. Por cualquier cosa inventan una misa y una fiesta religiosa. ¿No te acuerdas que el año pasado vino el Papa y se pusieron a hacer el circo ese con las cadenas de confesión? Que si había que ir a misa, que si había que confesarse, que si todas teníamos que dejar de comer chocolate. A estas monjas les encanta un cambote. Ir en cambote a cantarle al Papa. Ir en cambote a misa. Ir en cambote a confesión. Ir en cambote a rezar el rosario. ¡Ir en cambote a cagar!


– Eugenia, ¿a ti como que te afectó la venida del Papa?


– Claro, pendeja, como tú cantas horrible, no fue a ti a la que tuvieron cuarenta y ocho horas seguidas cantando en polaco y en latín. ¿Tú sabes cuánto tiempo pasé yo en eso? ¿Y las semanas de semanas ensayando para esa vaina?


– Bueno, pero piensa que así te santificas. Seguro sólo por eso tú pasas menos tiempo que yo en el purgatorio.


– Eunice: Eugenia no se santifica ni que se muera ahogada en agua bendita– dijo Eulalia.


– Euge: tú eres de lo peorcito, de verdad. Tan bien que la pasamos cuando vino el Papa–, agregó.
– Marica, tú… ¡Yo pasé las dos semanas siguientes sin hablar!


– Euge, ¿Te imaginas que te pongan a cantar cuando entierren a la gordita? –, dijo Eunice sonriendo con sus labios enormes.


– No, coño, lo que me faltaba. ¡Mira que después se levanta del ataúd y me pega! –, rieron las tres urracas a la vez.


– Aja, pero ahora en serio. ¿Tú crees que Elena venga a jalarnos los pies después de muerta?–, dijo Eulalia con la solicitud que le faltaba en la vida escolar.
En ese momento se me ocurrió que yo sí era la Elena de la que estaban hablando. Hubo algo en la inflexión de sus voces, un cambio en la iluminación del baño o una idea que ahora no puedo recordar. Pero fue un detalle minúsculo lo que me convenció que la Elena a la que querían matar era yo. Incluso, me imaginé a mí misma después de muerta, sacando la cobija de la cama de Eunice para buscarle los pies.


– Bueno, igual ya nos jodimos. Porque se peca de pensamiento, palabra, obra y omisión. Así que aunque no nos venga a jalar los pies, segurito vamos al infierno.


– Pero, ¿Ustedes no han aprendido todavía? De aquí hasta el momento en el que nos muramos tenemos años para confesarnos una y otra vez del mismo pecado. ¡Es que tenemos tiempo hasta para arrepentirnos!—, dijo Eugenia.


– Chica, ¿Será por eso que los mocositos en los barrios comienzan tan temprano a hacer sus fechorías?–, dijo Eulalia mientras hacía con el dedo anular y el índice la mano izquierda el gesto de una pistola.


– ¿Para que les de tiempo de confesarse varias veces?–, agregó.


– Marica, ¡cómo eres de sifrina! Esa vaina sí no. No hables así de la gente que vive en los barrios. Me parece de lo último. Como tú lo tienes todo, entonces sí te burlas de los pobres. ¡Esa vaina es pecado!


– Euni, yo sólo los llamé “mocositos”. Y uno puede decirle mocosito a cualquier carajito, sea pobre o rico. Es como si uno dijera niñito. Bruta. Además, igual me voy a confesar de asesinato… Sifrinería es un pecado venial, ¿o no?


– Tenemos que tomarnos esto bien en serio. No podemos seguir hablando tonterías. Entonces, ¿cómo vamos a entrarle a la gorda? ¿Será que yo traigo el cuchillo mañana, y ya?


– Chama, no. Igual que Eunice, yo pienso que el cuchillo es un sangrero. Además, seguro nos descubren. Yo, de pana, creo que lo mejor es hacerlo ver como un accidente—, dijo Eulalia viendo al suelo.


– Mira, uno nunca sabe. Hasta pueden cerrar el colegio por unos días. ¿Te imaginas al Ministerio de Educación revisando esquina por esquina de esta cárcel para ver si es segura para “las alumnas”? Y no nos caerían nada mal los días sin clases, ¿no?


Considerando que hablaban de asesinar a una compañera del colegio , me pareció les faltaba más seriedad. Yo también me imaginé que, frente a esta situación, sería cómico ver a los funcionarios de la policía dialogando con las monjas y metiendo sus manos sucias entre los faldellines blanquitos de los santos. ¡Pero, coño, estaban hablando de MATAR! Y de matar a un ser humano. Pero, pensar en Sor Irina tratando de hacer entrar en razón a los oficiales, mientras la ponían contra la pared y le tanteaban el hábito me pareció demasiado cómico como para quedarme callada. No quería, pero dejé escapar una carcajada.


– ¡Carajo! ¿Quién está aquí?—preguntó Eugenia.


No sólo fue sonora mi risa: el espasmo fue tan fuerte que mi pierna derecha no pudo soportar la arremetida y me caí de la poceta. En la mano izquierda tenía los restos del tres leches. Pero ya no podía hacer malabares: se cayó el recipiente de plástico en el que iba mi postre. Restos de leche, que yo había claudicado cuando ellas entraron al baño, fueron a rodar al pie de la poceta. Y la cucharita de plástico que mi mamá me metía en a lonchera, se salió del cubículo y fue a caer a los pies de Eunice. El estrépito fue tal, que pensé que me habían descubierto y que me iban a matar en ese mismo momento a patadas. Me dejé caer en el suelo con dolor, pronto vino la calma de los fríos mosaicos del suelo congelándome la mejilla. No tenía ánimos para levantarme, así que esperé la primera patada con los ojos cerrados y descansando sobre el piso.


Pero el golpe nunca llegó. Tanto se habían asustado las tres urracas con el alboroto que armó mi caída, que salieron corriendo del baño antes de darse cuenta que era yo misma la que estaba allí. Sonreí al pensar que andarían por todo el colegio asustadas de que las hubiese escuchado una monja o una compañera que fuera a soplarle su plan macabro a Sor Irina. Creo que hasta improvisé una carcajada. Fue una risotada corta, porque pronto pensé en mí misma, que de ahora en adelanta iba a tener que inventar un método para mirar hacia delante, hacia atrás y hacia los lados mientras caminara por el colegio y durante todo el tiempo que pasara allí, porque estaba segura que estas tres desgraciadas no iban a desistir de la idea de matarme bajo ninguna circunstancia. Recuerdo que una lágrima rodó por la mejilla que no tenía pegada al suelo y que esta misma pronto fue a encausarse por un surco de mi cuello. Me manchó la camisa con una gota tan gruesa que mi imaginación la tiñó de rojo. Parecía sangre.


Si bien me alegraba de que a las tres se les hubiera estropeado la conversación que parecían disfrutar tanto, yo tenía mucho miedo de lo que me esperaba. Esas carajas eran capaces de cualquier cosa. Pensé en acusarlas con Sor Irina, pero pronto deseché la idea. Para las niñas que estudian en los colegios como La Colina, si hay algo peor que una gordita, es una gordita soplona.

1 comentario:

IIFI Idiomas dijo...

encantador