12 agosto 2009

Una sonrisa detrás de la metáfora


Leonardo Rodríguez




Una sonrisa detrás de la metáfora fue el primer libro de crónicas de Elisa Lerner. En Madrid, en una librería de ediciones hispanoamericanas, sobre todo argentinas, mexicanas y venezolanas, encuentro un ejemplar impregnado de esa pátina amarilla, como de dientes de fumador, que ya no se permite a los libros en España. Extraigo el librito de su eternidad apenas comercial, más bien anónima y sin flúor. Una sonrisa detrás de la metáfora es más un boleto de cine que de viaje, una función con derecho a esa otra gran emoción cinéfila que es la tertulia, en este caso escrita.

Como en el narrador, el primer don del ensayista (y estas crónicas no son sino ensayos periodísticos) es escoger su reparto. Para ello goza, como han dicho tantos entusiastas del género, de una libertad acaso más amplia y vertiginosa que la de cualquier otro escritor. Pero allí donde el narrador se deja acompañar y hasta enloquecer rigurosamente por sus personajes, el ensayista los interpela. Elisa Lerner tenía ya de espectadora, de lectora nada furtiva y un poco de detective, esos detectives sentimentales con olfato de sabuesos de algunas novelas negras. Los “raídos boletos de cine” de que hablaría bellamente más tarde, y también los periódicos de la época y algunos libros de controvertida actualidad, fueron sus cuadernos. Hay que prestar tanta atención a las prendas verbales como al carmín de la intriga, a los personajes invitados, a la nicotina nerviosa de la noticia y a la luz imposible de la calle. Las metáforas de Elisa Lerner son un como pudor de la lucidez.

La indagación de fondo, el rapto ritual de Lerner, ya desde ese estupendo librito, es esa como segunda ciudadanía que es el presente. No hay en ella una reflexión filosófica ni lírica sobre el tiempo sino teatral (o es cinematográfica y novelesca) y periodística (o es crítica y política). El tiempo es humano, que no siempre quiere decir justo, y a menudo inhumano, que no significa ajeno. Está hecho tanto de la materia de los sueños como de las pesadillas de la vigilia. Nuestra época, escribió no sin lamento, es la de la valentía en la oscuridad y no en la transparencia del laberinto.

El mundo no es sólo uno de cuatro paredes familiares o penitenciales sino de dilemas amorosos, crimen, belleza, guerras y dinero. Las mujeres convocadas en Una sonrisa detrás de la metáfora, mujeres del cine, de la literatura, de la política y de la carne, no sólo conversan entre sí sino con los hombres, con sus amantes y fantasmas. El clóset se convierte en escenario y la historia en indagación. Sobre actrices, personajes y escritoras discurre con paródico y a la vez íntimo overplay.
Será, desde entonces, su tono. A veces, el cotilleo alcanza alta ebullición estilística y reflexión moral. Así discurre sobre Greta Garbo: “Sabiéndose de Suecia, sabiéndose de muy lejos quizá pensó que sus remotas puertas no podían escucharse en lo cercano y verídico de las confrontaciones intelectuales”. Con sus pares literarias no es menos incisiva. “Sólo las guerras pudieron sacarlas de sus bellos ensimismamientos literarios”, escribió a propósito de Virginia Woolf y Katherine Mansfield. A Elisa –como a Susan Sontag, su esencial contemporánea-el espejo le ha devuelto algo más que su propio rostro.

Su simpatía más lúcida, me parece, la muestra en ese espléndido texto que es “Otra rosa para Mrs. Miniver”. En la ironía, en el lujo metafórico de una intimidad con vistas y en la solidaridad civil de ese personaje del Londres de la Segunda Guerra no es difícil adivinar un retrato cifrado de la autora.

El mal es el poder absoluto pero el poder tiene rostro. Humano, justo allí lo dramático. Con escrutinio de novelista al vuelo, Elisa esbozó un retrato del mismísimo Stalin, legendario marido político de la Santa Madre Rusia, a propósito de las cartas que publicó por esos años su hija Svetlana, exiliada en Nueva Jersey: “Es un hombre que sumergido en el afianzamiento del Estado, como otros a los que ha despojado de su identidad en los largos y frioleros destierros igualmente, ha perdido su posibilidad de identidad porque ha cortado bruscamente con el recuerdo. Y cuando hemos cortado con el recuerdo carecemos de posesiones y ningún afecto nos pertenece”.

Es una nota que se repite en su copiosa retratística del poder. Hay, siempre ha habido, con frecuencia de forma programática y espectacular, una clave melodramática en el poder. No hay caudillo que no se precie de ser un esforzado y carismático marido o padre o hijo de su pueblo. Con sagacidad, Elisa ha señalado que los dogmas de los caudillos no han sido sólo políticos.

Si hay una clave íntima en el poder, también existe una llave política para la intimidad. Había en esos textos una fascinación por un presente ya de película, una película a veces de guerra, otras un film noir y tantas veces una comedia, sin excluir el melodrama. De allí que el matrimonio sea una de las instituciones a las que, elíptica, Lerner dedica agudas y divertidas observaciones en estas crónicas. No es una crítica al romance novelesco, cuya ironía más bien le apasiona, sino a los cercos sociales, y es también un ilustrado reclamo de derechos, en especial ese derecho (ese lujo legal) tardío y todavía beligerante que es el divorcio. Una sonrisa detrás de la metáfora es una risueña reivindicación del divorcio, no sólo conyugal. Una cita deliciosa: “¡Ya tú no perteneces a ningún hombre! ¡Tú perteneces a Broadway”! le dice Adolphe Menjou a Katherine Hepburn en una vieja película, de esas que ya no pasan sino en contados cineclubes. Lerner, amante del cine y además bígama, pertenecía a esos otros dos cónyuges exigentes, la literatura y el periodismo.

Una sonrisa detrás de la metáfora puede ser leída como una transición periodística entre dos personificaciones como autora: la escritora de teatro y la novelista. Elisa Lerner es esas autoras y otra: una cronista con pareja atracción y respeto por la noticia, la greguería, el cine y la crítica. ¿A quién le extraña que, años después, declarara su exigente amor a Columbo? Una sonrisa detrás de la metáfora también puede leerse como una pieza en la que cada acto (cada crónica) es representado por mujeres diferentes, díscolas, divorciadas y aun cordiales. Otro acercamiento posible, no reñido con los anteriores: leerlo como un sucinto y brillantísimo catálogo comentado de cierto cine norteamericano y europeo a través de algunas actrices, pasión crítica (con el añadido de los actores, letrillas de amor incluidas) que continuaría en páginas ulteriores.

Elisa Lerner trajo un aire de felicidad expresiva y de humor engañosamente frívolo a la casa asmática, algo inapelable, de la política y la literatura venezolanas. A las tribunas conceptuales y el costumbrismo de cartón piedra, ha opuesto una muy imaginativa y libre sonrisa de sentido común. Imaginación, sentido común, desenfado: si la conjunción de los términos nos suena improbable, no es problema suyo sino de los lectores acostumbrados a las dietas rutinarias.

En muchos contextos ha sido una outsider familiar. Escritora de teatro en una tradición de ensimismadas voces literarias, judía laica en Caracas, cronista entre tribunos, novelista de vena política en un ámbito donde política y ficción se niegan el alma la una a la otra, Elisa Lerner (como dijo Salvador Garmendia) es también la creadora de un estilo, un estilo de desenfado cuya poética secreta es la del retrato. En un ámbito de efigies, monólogos y demagogia, Elisa Lerner optó por la discusión, en una pugna poco menos que invicta contra el cliché. Su obra es una significativa galería de rostros en varias dimensiones y perspectivas, una tertulia caraqueña tan abierta al mundo como defensora de la intimidad. Esa opción ha sido una aventura creadora y, me parece a mí, más bien feliz. Todo eso está ya anunciado en Una sonrisa detrás de la metáfora.


Ilustración: Walter Pidgeon y Greer Garson en The Miniver story, de William Wyler.

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