Judit Gerendas
Conocí a Hanni a finales de los sesenta, cuando ambas eramos estudiantes de Letras. Ella entró a primer año –entonces la carrera no era por semestres y tenía una duración de cuatro años- cuando yo cursaba el tercero. Poco tiempo después, en 1969, se produjo esa gran eclosión que constituyó la Renovación universitaria, la cual conmocionó a la Universidad Central de Venezuela y tuvo en Letras uno de sus bastiones centrales. Los del primer año aportaron quizás el mayor grado de creatividad, dentro de una Escuela tremendamente formal y académica.
La Renovación fue una fiesta, que en parte logró sus objetivos, pero luego el proceso, cuando iba a iniciarse la revisión más profunda de las estructuras universitarias, se quebró, debido al allanamiento y la intervención llevados a cabo en 1971 por Caldera.
Recuerdo la luminosa figura de Hanni participando en la Renovación, serena y apasionada, tímida y llena de coraje. Era una de las más jóvenes, una niña casi. Delgada, grácil, muy bella, permanecía sentada escuchando en silencio, la cabeza inclinada a un lado, seguramente ya figurando infinitos. Luego intervenía, concisa, breve, tajante, segura de sí misma.
Después, años más tarde, fuimos ambas profesoras de Letras, nuestra Escuela. Las circunstancias habían cambiado y nos encontramos en bandos enfrentados vehementemente, intensamente. El Área III, del cual era ella una de las profesoras más brillantes, se oponía al Área II, en el cual yo ocupaba un lugar significativo. Dicho de una forma más razonable, sin las etiquetas que tanto daño hicieron, ella dictaba las materias Necesidades Expresivas, Poesía y Poetas y Literatura y Vida. Las mías eran Teoría de la Literatura y Crítica e Investigación Literaria. A pesar del fragor de la confrontación, Hanni y yo nunca tuvimos ni el más leve enfrentamiento, nos respetábamos y nos apreciábamos, aunque teníamos posiciones radicalmente diferentes en cuanto a la literatura y en cuanto a la vida. Pero creo que coincidíamos en un punto de integridad, de honestidad, que nos permitía no llevar esas divergencias al terreno de lo humano.
A finales de los años setenta asistí a la defensa que hizo Hanni de su primer Trabajo de Ascenso. Habló con su voz melodiosa, modulada, como formulando un poema o entonando un canto, sugestiva, apasionada, dura en sus apreciaciones. Luego del acto le pedí prestado un ejemplar y, después de leerlo, le dije lo mucho que me había gustado. Me miró con sus ojos asombrados y me preguntó, sorprendida: -¿de verdad? Yo le dije, de verdad, claro que sí, si no no lo diría. Ella se alegró, de verdad, se sorprendió de verdad, porque era humilde, como todo ser realmente grande, y altiva, como todo creador que se siente segura de lo que hace. Ese ensayo se publicó luego con el título de Memoria en ausencia de imagen/Memoria del cuerpo.
Coincidimos también durante varios años en el Consejo de la Escuela de Letras, ella como Jefa del Departamento de Disciplinas Literarias y luego como representante profesoral, yo como Jefa del Departamento de Teoría de la Literatura. Ella poco hablaba, ya había comenzado su proceso de ensimismamiento. Cuando terminaban esas horribles y maratónicas sesiones, generalmente nos íbamos juntas hasta el estacionamiento, ella, la profesora Vilma Vargas y yo. Pronto Vilma y yo nos dimos cuenta de que al acercarnos a esa zona del campo universitario llamada Tierra de Nadie, Hanni se ponía a temblar y entraba en un estado de gran angustia. Desde entonces nos cuidamos siempre de acompañarla y dábamos un rodeo para no pasar por el lugar que desencadenaba en ella semejante reacción. Sólo mucho después, cuando leí sus poemas, comprendí, conmovida, lo que podía simbolizar para ella ese espacio.
Luego, años después, se agravó, no pudo seguir dando clases. Pero añoraba la docencia, no podía vivir sin ella, así como amaba la literatura y tampoco podía vivir en su ausencia. En un momento en que creímos que estaba un poco mejor, siendo yo directora de la Escuela, en 1994, abrimos un curso sin créditos para que ella lo dictara. Sus alumnos de siempre, que la amaban, se inscribieron, pero ya ella no era ella, ya no era capaz de sostener el discurso al que estaban acostumbrados y el curso naufragó, inexorablemente.
No quisiera recordar la última vez que la vi. Fue en la misma época, yo seguía siendo directora, y ella estaba en una clínica, agonizando. Vi a alguien en esa cama a quien no conocí, a una anciana desvencijada, en posición fetal, sumergida en el letargo que antecede a la muerte. No supe qué hacía yo ahí, no había comunicación posible con ella. Torpemente me despedí de los familiares y huí del lugar. Igual de miserable me sentí, más o menos en la misma época, cuando fui a visitar a Ida Gramcko, quien se estaba muriendo en terapia intensiva, y a quien ni siquiera vi, ahí sólo había una puerta cerrada y no había ni familiares, de manera que de mi huida de ahí no hubo testigos, de mi pavor tampoco.
Ida murió a los pocos días. Pero Hanni, espectacularmente, se recuperó. Su organismo no era el de una anciana, era todavía joven y robusto y resistió, se negó a morir.
Después, ya sólo supe de ella por terceros, hasta que, hace algunos años, me leí toda su poesía, una y otra vez, y descubrí la sostenida e inmisericorde exploración de su propio dolor, su capacidad de poetizar una calidad atemporal del tiempo, su mostrar espacios amenazantes carentes de fronteras, su asedio a la forma, al cuerpo, su trágica imposibilidad de alcanzar lo inalcanzable. Conmovida, admirada, escribí dos artículos, “Espacios en la poesía de Hanni Ossott” (Ateneo, Los Teques, Nº 15, 2001) y “Canto y muerte” (Verbigracia, 11 de enero de 2003), relativos a su obra, una de las más densas y bellas de la literatura venezolana.
La Renovación fue una fiesta, que en parte logró sus objetivos, pero luego el proceso, cuando iba a iniciarse la revisión más profunda de las estructuras universitarias, se quebró, debido al allanamiento y la intervención llevados a cabo en 1971 por Caldera.
Recuerdo la luminosa figura de Hanni participando en la Renovación, serena y apasionada, tímida y llena de coraje. Era una de las más jóvenes, una niña casi. Delgada, grácil, muy bella, permanecía sentada escuchando en silencio, la cabeza inclinada a un lado, seguramente ya figurando infinitos. Luego intervenía, concisa, breve, tajante, segura de sí misma.
Después, años más tarde, fuimos ambas profesoras de Letras, nuestra Escuela. Las circunstancias habían cambiado y nos encontramos en bandos enfrentados vehementemente, intensamente. El Área III, del cual era ella una de las profesoras más brillantes, se oponía al Área II, en el cual yo ocupaba un lugar significativo. Dicho de una forma más razonable, sin las etiquetas que tanto daño hicieron, ella dictaba las materias Necesidades Expresivas, Poesía y Poetas y Literatura y Vida. Las mías eran Teoría de la Literatura y Crítica e Investigación Literaria. A pesar del fragor de la confrontación, Hanni y yo nunca tuvimos ni el más leve enfrentamiento, nos respetábamos y nos apreciábamos, aunque teníamos posiciones radicalmente diferentes en cuanto a la literatura y en cuanto a la vida. Pero creo que coincidíamos en un punto de integridad, de honestidad, que nos permitía no llevar esas divergencias al terreno de lo humano.
A finales de los años setenta asistí a la defensa que hizo Hanni de su primer Trabajo de Ascenso. Habló con su voz melodiosa, modulada, como formulando un poema o entonando un canto, sugestiva, apasionada, dura en sus apreciaciones. Luego del acto le pedí prestado un ejemplar y, después de leerlo, le dije lo mucho que me había gustado. Me miró con sus ojos asombrados y me preguntó, sorprendida: -¿de verdad? Yo le dije, de verdad, claro que sí, si no no lo diría. Ella se alegró, de verdad, se sorprendió de verdad, porque era humilde, como todo ser realmente grande, y altiva, como todo creador que se siente segura de lo que hace. Ese ensayo se publicó luego con el título de Memoria en ausencia de imagen/Memoria del cuerpo.
Coincidimos también durante varios años en el Consejo de la Escuela de Letras, ella como Jefa del Departamento de Disciplinas Literarias y luego como representante profesoral, yo como Jefa del Departamento de Teoría de la Literatura. Ella poco hablaba, ya había comenzado su proceso de ensimismamiento. Cuando terminaban esas horribles y maratónicas sesiones, generalmente nos íbamos juntas hasta el estacionamiento, ella, la profesora Vilma Vargas y yo. Pronto Vilma y yo nos dimos cuenta de que al acercarnos a esa zona del campo universitario llamada Tierra de Nadie, Hanni se ponía a temblar y entraba en un estado de gran angustia. Desde entonces nos cuidamos siempre de acompañarla y dábamos un rodeo para no pasar por el lugar que desencadenaba en ella semejante reacción. Sólo mucho después, cuando leí sus poemas, comprendí, conmovida, lo que podía simbolizar para ella ese espacio.
Luego, años después, se agravó, no pudo seguir dando clases. Pero añoraba la docencia, no podía vivir sin ella, así como amaba la literatura y tampoco podía vivir en su ausencia. En un momento en que creímos que estaba un poco mejor, siendo yo directora de la Escuela, en 1994, abrimos un curso sin créditos para que ella lo dictara. Sus alumnos de siempre, que la amaban, se inscribieron, pero ya ella no era ella, ya no era capaz de sostener el discurso al que estaban acostumbrados y el curso naufragó, inexorablemente.
No quisiera recordar la última vez que la vi. Fue en la misma época, yo seguía siendo directora, y ella estaba en una clínica, agonizando. Vi a alguien en esa cama a quien no conocí, a una anciana desvencijada, en posición fetal, sumergida en el letargo que antecede a la muerte. No supe qué hacía yo ahí, no había comunicación posible con ella. Torpemente me despedí de los familiares y huí del lugar. Igual de miserable me sentí, más o menos en la misma época, cuando fui a visitar a Ida Gramcko, quien se estaba muriendo en terapia intensiva, y a quien ni siquiera vi, ahí sólo había una puerta cerrada y no había ni familiares, de manera que de mi huida de ahí no hubo testigos, de mi pavor tampoco.
Ida murió a los pocos días. Pero Hanni, espectacularmente, se recuperó. Su organismo no era el de una anciana, era todavía joven y robusto y resistió, se negó a morir.
Después, ya sólo supe de ella por terceros, hasta que, hace algunos años, me leí toda su poesía, una y otra vez, y descubrí la sostenida e inmisericorde exploración de su propio dolor, su capacidad de poetizar una calidad atemporal del tiempo, su mostrar espacios amenazantes carentes de fronteras, su asedio a la forma, al cuerpo, su trágica imposibilidad de alcanzar lo inalcanzable. Conmovida, admirada, escribí dos artículos, “Espacios en la poesía de Hanni Ossott” (Ateneo, Los Teques, Nº 15, 2001) y “Canto y muerte” (Verbigracia, 11 de enero de 2003), relativos a su obra, una de las más densas y bellas de la literatura venezolana.
2 comentarios:
¡Gran escrito! reflexivo, teórico-poético. Me llevó a la conexión eterna que establecen los lazos de la literatura y a mi amada Escuela de Letras.
Gracias profesora, estaba buscando -después de leer la antología de ensayo y poesía de Hanni publicada en "el hilo de la voz" (Pantin/ Torres, Fundación Polar, Caracas 2003)detalles sobre su vida y por qué "en una casa de reposo" Uno quisiera verla siempre con sus hermosos ojos, presencia nunca desapercibida.
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